Se estaba desarrollando. Kittredge, casi siempre una visión afortunada para mis ojos, nunca me había parecido más hermosa que durante esos primeros meses de embarazo. Sus delicados rasgos se veían embellecidos por los colores más vividos de su carácter. Podía adivinar a la mujer interior, aseveración que intenta encubrir la comprensión más íntima que tenía de lo que podría significar acostarme con Kittredge. Mi noche con Ingrid me había otorgado una cierta dosis de grosera sofisticación: ya sabía que Kittredge no era sólo ese despliegue inefable de gracia y modales encantadores, sino que tenía un cuerpo que podía conformarse al mío y (he aquí la grosera sabiduría) capaz de entregar su secreto sabor. Suponía que sería superior al aroma punzante y gatuno de Ingrid.
Sí, estaba enamorado, si estar enamorado es esa condición feliz de sentir que las horas son bien utilizadas cuando transcurren en la compañía de la amada y su marido, oyendo
Boris Godunov
en el tocadiscos, con Leopold Stokowski dirigiendo la filarmónica de Nueva York. Harlot sostenía que Mussorgski ofrecía una comprensión infalible de los disturbios de la última fase de la Rusia zarista.
Esos días, el gusto de Kittredge se inclinaba más hacia
My Fair Lady
. Se decía en Washington que sería el éxito de la temporada en Broadway, y la embarazada Kittredge estaba interesada en este tipo de música. Para contrarrestar a Mussorgski, nos ofrecía Lerner y Loewe. Estábamos oyendo /
I could have danced all night
, cuando por fin Montague preguntó:
—¿Tanto puede llegar a restringirte un embarazo?
—Hugh, cállate —dijo Kittredge, y las dos esperadas manchas rojas aparecieron en sus blancas mejillas.
—Querida —dijo él—, el baile nunca te ha interesado, hasta ahora.
Y yo, traicionando sus sentimientos, me sentía feliz por entender mejor que él una faceta de la personalidad de su esposa, y esperaba que ella lo notase.
Aun así, Harlot se estaba encargando, por cierto, de mi carrera. No había transcurrido media semana desde mi regreso cuando dispuso que ingresara en las clases de español intensivo. Sería trasladado a la sección Argentina-Uruguay en la división Hemisférica Occidental como preparación para mi futuro destino en Montevideo.
—¿Por qué Uruguay? —pregunté.
—Porque es pequeño, y aprenderás mucho.
Como Montevideo debía de estar a miles de kilómetros de distancia, se me ocurrió también que quizá lo que quería era que su ahijado estuviera separado de su mujer una vez que el niño naciera.
—Necesitas un lugar donde aprender tu oficio —me dijo—. Uruguay es ideal para eso. Te relacionarás con la comunidad diplomática, conocerás a unos cuantos rusos, tendrás a tu cargo algunos agentes, palparás la esencia de la cosa. Te preparo para el futuro, para cuando trabajes más estrechamente conmigo. Pero primero debes aprender la gramática, la cotidianeidad del trabajo en una estación y algo de lo que se debe y no se debe hacer en el espionaje propiamente dicho.
Confieso que había oído usar los términos
espionaje
y
contraespionaje
más de cien veces ese último año, pero aún no estaba seguro de comprender en qué se diferenciaban.
—Mientras estoy en el departamento de Uruguay, ¿no me puedo adiestrar contigo? —le pregunté.
—Sí —respondió—, pero tendrás que esperar. Este verano no iniciaré las sesiones de los jueves hasta que regrese de la Custodia.
—Para eso faltan dos meses.
—El tiempo que pases en la sección Argentina-Uruguay será inapreciable.
Quizá lo haya sido. Entonces no pensaba de ese modo. Estaba demasiado ocupado absorbiendo gruesos libros de hojas cambiables, con material geográfico, político, económico, cultural y todo lo referido a los sindicatos. Pronto aprendí que el Uruguay era una nación pequeña, con forma de coco, sobre la costa atlántica, y mucho más al sur de lo que esperaba, situada entre Brasil y Argentina. Tenía un clima templado (¡hurra!), carecía de selva (excelente), era la Suiza de América del Sur (¡bah!), un estado de bienestar semisocialista (¡asco!), una tierra de pampas y ganado con una sola ciudad grande, Montevideo. Todo el país, de menos de cuatro millones de habitantes, dependía de la exportación de carne y cueros, ovejas y lana.
La mayor parte del trabajo en la sección Argentina-Uruguay consistía en codificar y descodificar cables. Se trataba de una tarea importante, pues me enseñó operaciones que pronto tendría que hacer solo. El resto del tiempo estudiaba español intensivo como un esclavo, soportaba el calor de Washington en junio y julio, esperaba que regresaran Harlot y Kittredge después de tres semanas en la Custodia y que comenzaran los misteriosos jueves, y me divertía imaginando el aspecto de los oficiales y agentes de la estación de Montevideo. Dado que nuestro tráfico de cables utilizaba AV/ como diagrama del Uruguay, no teníamos que soportar presencias ortográficas extravagantes como SM/CEBOLLA o KU/GUARDARROPA. Ahora usábamos AV/ALANCHA, AV/ANTGARDE, AV/ARICIA, AV/ENIDA, AV/IADOR, AV/ENTURA, AV/ ATAR, AV/UNCULAR y, mi favorito, AV/EMARÍA. Era imposible saber si AV/ANTGARDE no era un botones y AV/EMARÍA el chófer de una Embajada extranjera. Claro que, dada mi acreditación en el Departamento, podría haber constatado los criptónimos en las fichas 201 que almacenábamos en un rincón de la gran habitación que constituía nuestra Sección Argentina-Uruguay en el Callejón de las Cucarachas, pero no había necesidad de saberlo, y me sentía demasiado nuevo para hacerlo. Los oficiales más antiguos me enseñaban tareas complejas de mala gana, como si al hacerlo perdieran una parte de sustancia. Me conformaba con esperar. Después de Berlín, aquello era un trabajo tranquilo, y no tenía demasiado interés. El verano era muy caluroso en Washington. Lo que esperaba con ansiedad eran los jueves.
Todos hablaban de ellos. Un día, en la cafetería, después del almuerzo, dos oficiales antiguos, amigos de Cal, me proporcionaron evaluaciones dispares:
—Mucho ruido y pocas nueces —dijo uno.
—Pues tú no sabes lo afortunado que eres al haber sido elegido —dijo el otro.
La clase, ahora en su tercer año, había empezado como un seminario que tenía lugar la tarde de los jueves y no sólo se dictaba para el personal de Harlot, sino también para oficiales jóvenes recomendados por él para algunos de sus proyectos. Esos eran los Bajos Jueves, pero los Altos Jueves se invitaba a personas importantes y a procesionales de la Compañía cuyas tareas los llevaban a Washington desde distintos destinos en el extranjero.
En todas las ocasiones nos agrupábamos alrededor de la mesa de reuniones en el despacho externo de Hugh Montague, una habitación grande en el segundo piso de la casa de ladrillos amarillos que utilizaba Allen Dulles como cuartel general. Situada en la calle E, bien alejada del Estanque de los Reflejos y del Callejón de las Cucarachas, la casa era un edificio elegante, más espaciosa que la mayor parte de las embajadas de Washington. Harlot era uno de los oficiales de alta jerarquía que colaboraba estrechamente con Dulles, y de esa manera la importancia de los alrededores agregaba sabor a la ocasión de los jueves. De hecho, Allen Dulles se asomaba de tanto en tanto. Llevaba un localizador en el bolsillo superior de la chaqueta cuyo pitido le indicaba que debía volver a su despacho, y recuerdo que en una oportunidad nos hizo saber que acababa de hablar por teléfono con el presidente Eisenhower.
Las conferencias de los Altos Jueves eran, por supuesto, realmente excepcionales. El tono de voz de Harlot se tornaba entonces más enfático, y no podía haber sido más desinhibido en el uso de una sintaxis elaborada. Cuánto aprendía uno, sin embargo, no es fácil de apreciar. No daba ninguna tarea. Ocasionalmente podía recomendar algún libro, pero nunca comprobaba nuestra diligencia. Se trataba más bien de sembrar semillas. Unas cuantas brotarían. Dado que el director en persona no era sólo nuestro huésped peripatético sino, que como era obvio, había dado su imprimátur, y con frecuencia asentía ante la espléndida gloria del tema que se trataba (uno casi podía oír al señor Dulles diciendo: «Ah, este mundo, maravillosamente astuto y metafísico y monumental de la Inteligencia misma»), no necesitaba poseer una gran perspicacia para reconocer que algún Alto Jueves Harlot enseñaría a nuestro grupo de arriba hacia abajo. Su preferencia era estimular a sus iguales. En esas ocasiones, el resto de nosotros debía arreglárselas como pudiera. Los Bajos Jueves eran más útiles. Entonces, como observó Harlot en una ocasión, el curso servía «para poner en marcha a los mormones». Había cinco de ellos, con el pelo cortado al rape, camisa blanca de mangas cortas, estilográficas en el bolsillo, corbatas oscuras y angostas, gafas, todos salidos de universidades estatales del Medio Oeste. Siempre tomaban apuntes. Parecían ingenieros, y después de un tiempo reconocí que eran los esclavos de la tienda de contraespionaje de Montague en ST, obligados a realizar tareas prodigiosamente difíciles de criptografía, búsqueda de antecedentes, etcétera. En mi opinión, apestaban a Bunker, aunque, obviamente, lo que harían tendría mayor sentido y sería para toda la vida. Podía leerse en sus rostros: se habían alistado para una carrera de empleados de primerísimo nivel. Reconozco mi esnobismo, pero como hijo de un intrépido hombre del Este, y por descendencia un joven intrépido del Este, que había estudiado en algunos de los mejores y más prestigiosos institutos y universidades de Nueva Inglaterra —Andover, Exeter, Groton, Middlesex, o Saints Paul, Mark, Matthew—, ¿cómo no empezar a sentirme bien situado mientras oía a Hugh Montague? Los Altos Jueves, cuando estaba inspirado al máximo, empleaba una retórica que equivalía a pura aventura. Como la memoria, a pesar de sus vicisitudes, puede también ser inmaculada, me siento tentado de jurar que, palabra por palabra, lo que sigue es una versión prácticamente textual de lo que nos ofrecía.
—La comprensión del contraespionaje presenta dificultades a las que debemos volver una y otra vez —observaba—. Pero es útil que reconozcamos que nuestra disciplina se ejerce en el pasillo que separa dos teatros, los coliseos de la paranoia y el cinismo. Caballeros, seleccionen una regla de conducta desde el comienzo: una asistencia excesiva a cualquiera de estos dos teatros es imprudente. Es necesario cambiar continuamente de butaca, ya que, ¿cuáles son nuestros materiales de trabajo? Los hechos. Vivimos en el misterio de los hechos. Obligatoriamente, nos convertimos en expertos observadores de la permeabilidad, la maleabilidad y la solubilidad de los llamados hechos concretos. Descubrimos que se nos ha asignado vivir en campos de distorsión. Se nos exige empaparnos de hechos disimulados, hechos revelados, hechos sospechosos, hechos hallados fortuitamente.
En ese Alto Jueves, Rosen tuvo la temeridad de interrumpir a Harlot para hacerle una pregunta.
—Señor —dijo—, ¿qué significa «hechos hallados fortuitamente»?
—Rosen —dijo Harlot—, busquemos la respuesta. —Hizo una pausa—. Supongamos —prosiguió— que usted está haciendo una gira de t/abajo por Singapur, y una rubia suculenta, una verdadera
bagatelle
, llama a la puerta del cuarto de su hotel a las dos de la madrugada. Digamos (y esto es verificable en un noventa por ciento) que ella no trabaja para el KGB, sino que llama a su puerta porque usted le gusta. Eso, Arnold, es un hecho hallado fortuitamente.
Todos estallaron en carcajadas. Rosen se las arregló para sonreír. De hecho, intuí su resplandor de alegría por haber despertado el ingenio del maestro. «Medro gracias al escarnio», decía su manera de reaccionar.
Harlot prosiguió con su discurso.
—Caballeros —declaró—, en las zonas más avanzadas de nuestro trabajo, el juicio sensato es esencial. ¿Es el operativo, aparentemente desafortunado, que intentamos analizar sólo un error cometido por nuestros oponentes, una equivocación burocrática, un paso en falso o, por el contrario, nos hallamos ante un aria con disonancias cuidadosamente seleccionadas? —Nueva pausa. Nos clavó una mirada feroz. Así como un gran actor puede dar el mismo soliloquio a mendigos o a reyes, sin que le importe, él estaba aquí para explayarse en un tema—. Sí, algunos de ustedes, en tales ocasiones, se precipitarán al Teatro de la Paranoia; otros dejarán su nombre en el Cine del Cinismo. Mi muy estimado director (refiriéndose al señor Dulles) me ha asegurado algunas veces que suelo demorarme demasiado en el Teatro de la Paranoia.
Dulles parecía rebosante de alegría.
—Ah, Montague, puedes contar tantas historias sobre mí como yo sobre ti. Supongamos que no hay nada malo con la sospecha. Contribuye a mantener alerta la mente.
Harlot asintió.
—El hombre de talento para el contraespionaje —dijo—, el verdadero artista —pronunciaba la palabra con la misma fruición con que una dama rusa podría decir
Pushkin—
aprovecha su paranoia para percibir las bellezas de la situación de su oponente. Busca la manera de relacionar un hecho con otros hechos para que dejen de ser objetos separados. Trata de encontrar el cuadro que nadie ha avizorado. Aun así, jamás deja de oír las advertencias del cinismo.
»Porque el cinismo tiene sus propias virtudes. Es análogo al aceite que rezuma una semilla triturada o cada maldito plan fracasado.
Ese día estaba sentado cerca del señor Dulles, y lo oí gruñir de placer. «Oye, oye» comentó en voz baja, y oí.
—No traten de comprender al KGB —continuó Harlot — , por lo tanto, hasta que reconozcan que posee algunas de las mentes más flexibles y algunas de las mentes más rígidas del trabajo de Inteligencia. Sus agentes chocan entre sí, tal como ocurre con algunos de nosotros. Siempre debemos sentir el juego de fuerzas en el plan del oponente. Nos enseña a cuidarnos de las adivinanzas que resultan demasiado satisfactorias, que parecen explicarlo todo. El cinismo nos enseña a desconfiar del placer que podemos sentir cuando los hechos, antes dispersos, forman de pronto un bonito diseño. Si eso sucede demasiado pronto, pueden llegar a la conclusión de que están ante una narración preconcebida. En una palabra: desinformación.
Los Altos Jueves eran de un nivel demasiado avanzado para los oficiales inferiores. Durante mucho tiempo medité acerca de algunas de aquellas conclusiones. Si en esos días el método de discurso de Montague ponía ante los menos experimentados de nosotros vallas inaccesibles como el Teatro de la Paranoia y el Cine del Cinismo, los Bajos Jueves descendía a niveles prácticos. De hecho, el primer Bajo Jueves nos hizo trabajar durante dos horas en la construcción de una situación sobre la base de un recibo roto, una llave doblada, un trozo de lápiz, una caja de cerillas y una flor seca pegada a un sobre barato y sin marcas. Estos objetos, nos dijo, habían sido encontrados en el bolsillo de un agente bajo sospecha que había huido de un cuarto alquilado. Durante dos horas manoseamos esos objetos, meditamos acerca de ellos y ofrecimos nuestras teorías. No recuerdo la mía. No era mejor que las otras. Sólo Rosen logró distinguirse ese día. Todos habían terminado con sus exposiciones, pero él seguía insatisfecho.