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Authors: Norman Mailer

Tags: #Policíaco

El fantasma de Harlot (71 page)

BOOK: El fantasma de Harlot
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De modo que no podemos darnos el lujo de decirle adiós a Morewood. Es el único profesional consumado entre nosotros, y cuando se presenta un verdadero problema, tenemos que llamarlo.

Tuvimos una operación que caracterizamos de engorrosa. Intentábamos que la Policía arrestase a un funcionario uruguayo convertido en agente soviético. Nada automático.

Pero permíteme ir por partes. Hace un mes, justo antes de que yo llegara, recibimos una alerta de la división del Hemisferio Occidental que nos dio buenos motivos para que nos interesásemos en un caballero llamado Plutarco Roballo Gómez. Un año antes, el FBI había informado que Gómez, entonces en Nueva York, destinado en la delegación uruguaya en las Naciones Unidas, estaba flirteando con los soviéticos. Cuando trasladaron a Gómez a Uruguay, con un buen cargo en el Ministerio de Relaciones Exteriores, decidimos encargar a Gordy que averiguara un poco más acerca del hombre.

Gordy se ha enterado de que Gómez asiste todas las noches al casino de Carrasco, y siempre necesita dinero. Sin embargo, los martes por la noche visita a su madre en la casa que ésta posee cerca del parque José Batlle y Ordóñez, junto al cual está nuestra Embajada.

Requerimos los servicios de nuestro equipo de observación móvil, AV/EMARÍ A 1, 2, 3 y 4, e hicimos que se turnaran para seguir el coche de Gómez. Durante el último viaje que hizo a la casa de su madre, Gómez se internó en el parque, se apeó del automóvil y se puso a caminar. Como los senderos no estaban muy bien iluminados, Gordy pudo seguir a Gómez discretamente a pie, hasta que lo vio desaparecer detrás de una mata de arbustos. Al cabo de unos minutos, Gómez emergió y cruzó a un sendero próximo, donde enderezó un banco caído, obviamente una señal de que ya había dejado un mensaje secreto en alguna parte. El martes siguiente, justo después de que oscureciera, recorrimos el área alrededor de los arbustos. Porringer, Sonderstrom y Morewood tuvieron una larga espera, pero a las diez de la noche apareció un hombre que Sonderstrom reconoció como un agregado de la Embajada rusa, metió un sobre en el hueco de un árbol y, al pasar junto al mismo banco, se detuvo un instante y lo volteó. Gómez vino un cuarto de hora más tarde, cogió el sobre del hueco del árbol, enderezó el banco y volvió a su coche.

Gran parte de la semana siguiente nos la pasamos discutiendo sobre qué hacer. El tráfico de cables aumentó. Se discutió si convenía seguir utilizando a Morewood. Ya nos había cobrado una buena suma y, además, Sonderstrom tiene su orgullo. El viernes, en lugar de disfrutar de una buena tarde de golf con el jefe de Policía y su asistente, Gus los invitó a almorzar. Mientras tomaban el café, Sonderstrom introdujo el tema de las indiscreciones de Plutarco Roballo Gómez. Capablanca, el jefe de Policía (sí, el mismo apellido del campeón cubano de ajedrez), se enfadó incluso más que su asistente, Peones, y amenazó con escupirle la leche a la madre de Gómez. Se hicieron planes para sorprender a Gómez con las manos en la masa, y luego arrestarlo. Sonderstrom volvió a la estación de un humor excelente. Porringer, no. Al poco tiempo empezaron a discutir. Aunque la puerta estaba cerrada, se oían las voces. Pronto se abrió la puerta y Sonderstrom hizo entrar a Gatsby, Barry Kearns y a mí para que asistiéramos al debate. Supuse que quería refuerzos.

Porringer sostenía que Gómez era uno de los protegidos del presidente Luis Batlle, de manera que el jefe de Policía no lo arrestaría.

Sonderstrom estaba de acuerdo en que se trataba de un elemento molesto en la ecuación.

—Aun así, uno aprende a conocer a un hombre cuando juega al golf con él. Capablanca aborrece perder la oportunidad de asestar un buen golpe. Veo al jefe de Policía como a un profesional.

—Mi instinto —replicó Porringer— me indica que debemos ir con cautela.

—No sé si es posible —dijo Sonderstrom—. Capablanca está dando los primeros pasos en este mismo momento. No podemos permitir que quede como un tonto ante su propia gente.

—Eso es cierto —dijo Gatsby—. A los latinos, como a los orientales, no les gusta hacer el ridículo.

—De acuerdo —dijo Kearns.

—En América del Sur —dijo Porringer— el jefe siempre puede cambiar de opinión. Sólo significa que el dinero proviene de otra dirección.

—¿Quién está a favor del arresto? —preguntó Sonderstrom.

Kearns levantó la mano, y lo mismo hicieron Gatsby y Sonderstrom, por supuesto. Yo estaba a punto de imitarlos, pero algo me lo impidió. Un sentimiento extraño, Kittredge. Tuve la impresión de que Porringer tenía razón. Ante mi asombro, lo apoyé. Estoy unido a Oatsie.

Bien, tuvimos una respuesta. El martes siguiente no pude unirme a mis colegas en el parque porque es la noche en que trabajo con AV/ALANCHA, pero de todos modos me enteré más tarde. Sonderstrom, Porringer, Gatsby y Kearns pasaron un par de horas en los arbustos, junto con un pelotón de policías uruguayos. El agregado ruso apareció a la misma hora, lo que es tener poco oficio. (Evidentemente, el KGB local se siente tan lejos de Moscú que sus oficiales pueden darse el lujo de no prestar demasiada atención a la seguridad.) De todos modos, se dirigió de inmediato al lugar señalado, dejó su mensaje, dio vuelta el banco, y se marchó. Por radio llegó la información de que Gómez había aparcado su automóvil y se acercaba a pie. Se encontraba a veinte metros del árbol cuando por uno de los senderos del parque apareció un coche patrulla haciendo sonar la sirena a todo volumen e iluminando un amplio radio con sus luces rojas giratorias. Gómez, por supuesto, desapareció al instante. Levantando el polvo con las ruedas y haciendo un gran estrépito, el coche patrulla se detuvo junto al árbol. De él descendió Capablanca. «Ah —exclamó el notable defensor de la ley y el orden, pegándose en la frente con una mano poderosa como una maza—, no puedo aceptar esto. Por radio me informaron que nuestro hombre ya había sido arrestado.»

En la confusión general, Porringer se las arregló para llegar al hueco del árbol y apoderarse del sobre. Al día siguiente, Sonderstrom lo llevó al Departamento Central de Policía. La nota enumeraba los documentos que Gómez debía fotografiar la semana siguiente. Sonderstrom sostenía que eso bastaba para iniciar una investigación a gran escala.

No, señor, no podemos, le informó Capablanca. Es evidente que una potencia extranjera desconocida ha estado espiando al gobierno uruguayo, aunque es natural que tal cosa suceda. Se necesitaba más evidencia para proceder a una investigación. Debido a la lamentable falla en las comunicaciones del martes pasado, por la que él, Salvador Capablanca, asumía toda la responsabilidad, no veía modo de actuar contra Plutarco Roballo Gómez. De todas formas, no le quitaría el ojo de encima. ¡Puedo oír cómo se ríe Gordy Morewood!

Son ahora las tres y media de la madrugada, y estoy cansado. Me despido ya, y quedo a la espera de tu próxima carta. Escribe pronto, por favor.

Besitos.

HERRICK

4

Tres días después llegó un cable comercial de Harlot.

NOV. 20, 1956

CHRISTOPHER, CUATRO KILOS, NACIÓ EN EL HOSPITAL MILITAR WALTER REED A LAS 8:01. LA MADRE BIEN, ENVÍA CARIÑOS. EL PADRE TRANSMITE SU AFECTO.

MONTAGUE

NOV. 21, 1956

ESPLÉNDIDA NOTICIA. EL PADRINO ENCANTADO.

HARRY

Hice una incursión en mi cuenta bancaria y por intermedio de la Agencia en Washington ordené que se enviara cuatro docenas de rosas rojas de tallo largo al Walter Reed. Me marché temprano del trabajo, me dirigí al hotel Cervantes, me acosté sobre el colchón (que apestaba a repelente de insectos), y me quedé en la cama desde la seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Me sentía como si un pelotón de infantes de Marina hubiese desfilado por encima de mí.

No le escribí a Kittredge hasta que recibí una carta de ella, un mes después del nacimiento de Christopher. Ignoraba —¡si alguna vez lo supe! — qué quería ella de mis cartas, y no podía reconocer al joven tranquilo y laborioso que surgía de mi pluma. Este joven hablaba de su trabajo como si lo conociera de cabo a rabo, cuando, en realidad, sólo fingía hacerlo. ¿Era así como quería que me vieran? El nacimiento de Christopher se mofaba de mi vanidad.

20 de diciembre de 1956

Queridísimo Harry:

Hoy mi hijo cumple un mes, y yo, que fui educada por mi padre en la creencia de que el pentámetro yámbico es la única métrica adecuada para las pasiones del asesinato y el amor, he decidido desobedecer sus órdenes y convertirme en devota de la cadencia de las nanas. Christopher, de treinta días de edad, pesa cuatro kilos treinta gramos. Se alimenta cada cuatro horas. Es bello como el cielo. Igual que una bruja obsesionada, contemplo a esta criatura de ojos azules, de manos como jamoncitos minúsculos, rosadas y suculentas. Buscan la boca. Examino su piel, de un alabastro incomparable. Mis oídos se regodean con su gorgoteo de inocencia. Pero no me engaño. Todos estos cursis palimpsestos de infancia esconden el hecho de que los bebés tienen, al minuto de nacer, un aspecto amargado y ruin, como si fuesen ancianos de ochenta años, y están cubiertos de serpentinas y costurones sanguinolentos, como si hubiesen sufrido un accidente de coche. Por supuesto, esa cara desaparece pronto, y no vuelve hasta ochenta años después. Actualmente, Christopher brilla como un querubín angelical. Yo soy la única que recuerda de dónde proviene, de esas «escalofriantes oquedades de las cavernas».

¿Te recuerda algo la cita? La única vez que asistí a uno de los Altos Jueves de Montague, Hugh habló de las inefables interrelaciones del contraespionaje. Dijo entonces: «Nuestros estudios se adentran en las oquedades. Buscamos el más recóndito de los lugares sagrados, "las escalofriantes oquedades de las cavernas", frase inimitable, caballeros, que debo al señor Spencer Brown, y que se cita en el diccionario de Oxford».

En ese momento, Harry, no supe si mi bigotudo Beau Brummel era la cumbre de la audacia o de la necedad. Consideré un signo de torpeza obligar a los novatos a oír esas cosas. Al siguiente Jueves ya no volví. Cada vez me parezco más a mi madre. Miro a Christopher y me siento dichosa, pero en seguida me hundo en la oscuridad de nuestras raíces humanas. Malditas oquedades escalofriantes. Harry, no puedo decirte lo que tus generosas cartas significan para mí. El trabajo en la estación, a pesar de sus contactos mediocres y mezquinos, el tedio y la frustración, me parece más sensato que esas elevadas empresas con que se mantiene ocupado Hugh y, de paso, me mantiene ocupada a mí, su esposa. De modo que no dejes de escribirme. Me encantan los detalles. Muchos de ellos me nutren en medio de los peores momentos de la DPP. Sí, DPP. Tú, macho tonto, probablemente no sepas que estoy hablando de la depresión posparto. No puedes imaginarte lo pobremente equipada que está una madre primeriza para adaptarse a la rutina diaria hasta que aprende a sobrellevar estas murrias. Incluso cuando alzo a mi bebé de su cuna, y siento su tibia ternura de espíritu entre mis brazos, grito. Porque empiezo a darme cuenta del precio y de la belleza de la maternidad. Todo dentro de mí vuelve a reconstruirse en nuevos términos, y ¿quién sabe cuán severos y exigentes estos nuevos términos pueden llegar a ser? Hugh regresa de alguna crisis de doce horas en Servicios Técnicos, me encuentra llorosa, sumida en una de mis depresiones, golpea las manos, y dice: «Maldición, Kittredge, Christopher cumple treinta días. Tiempo suficiente para soportar a una madre que pierde agua igual que un grifo roto».

Entonces quiero matarlo. Todo vuelve a ser sencillo. Bendigo a Hugh con mi corazón dividido porque la ira te reanima por un tiempo, pero, ay, Hugh es una parte tan grande de mi DPP. Lo mismo que tú. Leo tus cartas, y pienso: «¿Por qué no puedo estar con estos hombres idiotas en la estación, con sus procedimientos sagrados?». De modo que empiezo a echarte de menos. Sigue escribiendo. Disfruto de tus obsequios epistolares. Tus remesas detalladas traen luz y sombra a la bidimensionalidad en que se proyecta, como un sueño, mi endeble trabajo. Besitos, estúpido. Tuya,

(Sra.) HADLEY K. GARDINER MONTAGUE

P.D. Las rosas fueron estupendas, osezno pendenciero.
Mille baisers
. Eres el mosquito cuyo silbido más quiero.

5

3 de enero de 1957

Encantadora madre:

No dejo de mirar las fotos que enviaste. Christopher se sabe un querubín, y lo irradia a través del yoduro de plata. Debo decir que se parece mucho a Winston Churchill, lo cual me encanta. No es cosa de todos los días convertirse en padrino del viejo Winston.

También te agradezco el regalo de Navidad. Aquí estamos en verano, pero los guantes me serán muy útiles cuando llegue julio. Me alegra que llegasen las rosas al Walter Reed. ¿Te llegó también el broche al Establo? No me digas que se trató de una extravagancia. Apenas lo vi en la casa de antigüedades, supe que debía comprártelo. La joya me pareció un símbolo de la recargada y decorosa burguesía uruguaya de antaño, pero, ignoro el motivo, también me recordó una faceta inaccesible de tu persona. ¿Puedes entender lo que quiero decir? De todos modos, no me tildes de extravagante. No lo fui. Mi madre (debo confesar que aún no salgo de mi asombro) acababa de enviarme un voluptuoso cheque que alimentó mi exhausta cartera. (Como comprendo tu pasión por enterarte de todo, no te torturaré inútilmente.) ¡Quinientos dólares! Junto con una nota de una línea: «Es Navidad, de modo que celébrala debidamente, querido». Ni siquiera se molestó en poner su firma. Su papel de cartas es su firma. Debo decir que me siento inusualmente lleno de amor por ella. Cuando uno se resigna, una vez más, a aceptar su básica mezquindad de sentimientos, ella parece darse cuenta de lo que uno está pensando y se presenta con un golpe deslumbrante. Algún día escribiré un ensayo al estilo de Charles Lamb sobre los Innumerables Caprichos de la Hembra.

Bien, debo de estar repleto de gelignita y lidita para escribir así sobre mi madre. (De hecho, no resisto la tentación de nombrar estos explosivos de los que oigo hablar todo el tiempo.) Los funcionarios de la estación no usamos estas sustancias demasiado a menudo (¿una vez cada diez años?), pero sabemos muy bien utilizar la jerga, incluyendo la cordita y la nitroglicerina. Últimamente, uno de los términos favoritos es
zumo de detonación
. Lo suficientemente obsceno para funcionar. Naturalmente, asistimos a un sinfín de fiestas de Navidad estas últimas dos semanas, ofrecidas por las parejas de casados (Mayhew, Sonderstrom, Porringer, Gatsby y Kearns), además de los dos solteros, Nancy Waterson y yo, que también ofrecimos una reunión una noche. Como sigo alojado en mi hotelucho, devolví las atenciones invitando a cuatro de las cinco parejas (Mayhew sólo asiste a las fiestas que ofrece él) y a Nancy Waterson a cenar en el espléndido y exageradamente caro comedor del Victoria Plaza. Mientras bebíamos coñac y licores después de la comida, por alguna razón todos nos pusimos a hablar de zumo de detonación. No hacíamos más que usar la expresión, en busca de nuevas connotaciones. Pero nos divertimos con los brindis: «Felicidades y zumo de detonación para Augustus Sonderstrom, nuestro buen Gus, con los mejores deseos de que el zumo chorree por sus palos de golf, especialmente el certero putter». Sí, todo muy estúpido y pretendidamente rebuscado. Quien lo dijo fue Porringer, por supuesto.

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