El fantasma de la ópera (12 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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La Carlotta soltó una carcajada, se encogió de hombros, que eran magníficos, y lanzó dos o tres notas que le devolvieron la confianza.

Sus amigos fueron fieles a la promesa que le habían hecho. Aquella noche se encontraban todos en la Ópera, pero buscaron en vano a los feroces conspiradores que debían de estar a su alrededor, y a los que debían oponerse. Con excepción de algunos profanos, algunos honrados burgueses cuya plácida figura no reflejaba otro deseo que el de volver a escuchar una música que desde hacía tiempo les había conquistado su aprobación, no había allí más que los habituales, cuyos elegantes modales, pacíficos y correctos, alejaban toda idea acerca de una manifestación. Lo único anormal era la presencia de los señores Richard y Moncharmin en el palco n° 5. Los amigos de la Carlotta creyeron que quizá, por su parte, los directores habían sospechado el proyectado escándalo y habían decidido acudir a la sala para paralizarlo en el momento mismo en que estallase. Pero, como ya saben ustedes, se trataba de una hipótesis injustificada: los señores Richard y Moncharmin no pensaban más que en su fantasma.

¿Nada?… En vano interrogo en ardiente espera

a la Naturaleza y al Creador.

¡Ninguna voz en mi oído desliza

una palabra de consuelo!…

El célebre barítono Carolus Fonta apenas había terminado de lanzar la primera llamada del doctor Fausto a las potencias del infierno, cuando el señor Firmin Richard, que se había sentado en la misma silla que el fantasma —la silla de la derecha, en la primera fila— se inclinaba con el mejor humor del mundo hacia su socio y le decía:

—¿Y tú? ¿Alguna voz ya te ha dicho al oído alguna palabra?

—¡Esperemos! No nos precipitemos —contestó con el mismo tono de broma Armand Moncharmin—. La representación acaba de empezar y sabes muy bien que el fantasma no llega habitualmente hasta la mitad del primer acto.

El primer acto transcurrió sin incidentes, lo que no extrañó en lo más mínimo a los amigos de la Carlotta, ya que Margarita no canta en este acto. En cuanto a los dos directores, se miraron sonriendo cuando bajó el telón.

—¡El primero ha terminado! —dijo Moncharmin.

—Sí. El fantasma se retrasa —declaró Firmin Richard.

Siempre bromeando, Moncharmin insistió:

—En realidad, la sala no está demasiado mal esta noche para ser una sala maldita.

Richard se dignó a sonreír. Señaló a su colaborador una señora gorda, bastante vulgar, vestida de negro, que estaba sentada en una butaca en el centro de la sala, entre dos hombres de aspecto tosco con sus levitas de paño de frac.

—¿Quién es esa gente? —preguntó Moncharmin.

—Esa gente, mi querido amigo, es mi portera, su hermano y su marido.

—¿Les has dado entradas?

—¡Claro! Mi portera no había venido nunca a la Ópera…, está es la primera vez. Y como a partir de ahora ha de venir todas las noches, he querido que estuviera bien situada antes de pasarse el rato acomodando a los demás.

Moncharmin pidió explicaciones y Richard le informó que había convencido a su portera, en la que tenía mucha confianza, para que ocupara por algún tiempo el puesto de la señora Giry.

—Hablando de mamá Giry —dijo Moncharmin—, ¿ya sabes que va a presentar una denuncia contra ti?

—¿A quién? ¿Al fantasma?

¡El fantasma! Moncharmin casi lo había olvidado.

Además, el misterioso personaje no hacía nada para que los directores volvieran a recordarlo.

De repente, la puerta de su palco se abrió bruscamente y dejó paso al aterrorizado regidor.

—¿Qué sucede? —preguntaron los dos a la vez estupefactos de verlo en semejante lugar y en aquel momento.

—Sucede —dijo el regidor— que los amigos de Christine Daaé han montado un complot contra la Carlotta. Y ésta se ha puesto hecha una furia.

—¿Qué historia es ésa? —dijo Richard frunciendo el ceño. Pero el telón se alzaba y el director hizo un gesto al regidor para que se retirara.

Cuando el administrador hubo abandonado el palco, Moncharmin se inclinó hacia Richard.

—¿Tiene, pues, amigos la Daaé? —preguntó.

—Si —dijo Richard—. Los tiene.

—¿Quiénes?

Richard indicó con la mirada un primer palco en el que no había más que dos hombres.

—¿El conde de Chagny?

—Sí, él me la recomendó…, tan calurosamente que, si no supiera que es amigo de la Sorelli…

—¡Vaya, vaya!… —murmuró Moncharmin—. ¿Y quién es ese joven tan pálido sentado a su lado?

—Es su hermano, el vizconde.

—Estaría mejor en la cama. Tiene aspecto de estar enfermo. Alegres cantos resonaban en escena. La embriaguez en música. El triunfo de la bebida.

Vino o cerveza

cerveza o vino,

¡si lleno está mi vaso,

tanto mejor!

Estudiantes, burgueses, soldados, muchachas y matronas con el corazón alegre, se agitaban ante la taberna con efigie del dios Baco. Siebel hizo su entrada.

Christine Daaé estaba encantadora disfrazada de hombre.' Su fresca juventud, su gracia melancólica, seducían a primera vista. Inmediatamente, los partidarios de la Carlotta se imaginaron que iba a ser recibida con una ovación que les confirmaría las intenciones de sus amigos. Esta ovación indiscreta, hubiera sido, por otra parte, de una torpeza insigne. No se produjo.

Por el contrario, cuando Margarita atravesó la escena y hubo cantado los dos únicos versos de su papel en este segundo acto:

¡No señores, no soy doncella ni hermosa,

y no necesito que se me dé la mano!

Estruendosos bravos acogieron a la Carlotta. Eran tan imprevistos y tan inútiles, que los que no estaban al corriente de nada se miraban preguntándose qué pasaba. Y el acto terminó sin ningún incidente. Todo el mundo se decía entonces: «Evidentemente, será en el próximo acto». Algunos que, al parecer, estaban mejor informados que los demás afirmaban que el escándalo iba a iniciarse en «La copa del rey de Thule», y se precipitaron hacia la entrada de los abonados para avisar a la Carlotta.

Los directores abandonaron el palco durante este entreacto para informarse del complot del que les había hablado el administrador, pero volvieron en seguida a su sitio, encogiéndose de hombros y considerando todo ese asunto era una tontería. Lo primero que vieron al entrar fue una caja de bombones ingleses encima del tablero del pasamanos. ¿Quién la había traído? Preguntaron a las acomodadoras. Pero nadie pudo decirles nada. Pero, volviéndose de nuevo hacia el pasamanos, vieron esta vez, al lado de la caja de bombones ingleses, unos gemelos. Se miraron. No tenían ganas de reír. Todo lo que la señora Giry les había dicho les volvía a la memoria…, y además…, les parecía que había a su alrededor una extraña corriente de aire… Se sentaron en silencio, realmente impresionados.

La escena representaba el jardín de Margarita…

Proclamadle mi amor,

llevadle mis votos…

Mientras cantaba estos dos primeros versos, con su ramo de rosas y lilas en la mano, Christine, al levantar la cabeza, vio en su palco al vizconde de Chagny y, a partir de aquel instante, a todos les pareció que su voz era menos segura, menos pura, menos cristalina que de costumbre. Algo que no se sabía, ensordecía, dificultaba su canto… Había en ella temblor y miedo.

—Extraña muchacha… —hizo notar casi en voz alta un amigo de la Carlotta, situado en la platea—. La noche pasada estaba divina y hoy aquí la tienes, le tiembla la voz. ¡Falta de experiencia! ¡Falta de método!

Es en vos en quien tengo fe,

hablad vos por mí.

El vizconde escondió la cabeza entre las manos. Lloraba. Detrás de él, el conde se mordía con violencia la punta del bigote, alzaba los hombros y fruncía las cejas. Para traducir mediante tantos signos exteriores sus sentimientos íntimos, el conde, siempre tan correcto y tan frío, debía estar furioso. Lo estaba. Había visto regresar a su hermano de un rápido y misterioso viaje en un estado de salud alarmante. Las explicaciones que habían seguido tuvieron sin duda la virtud de tranquilizar al conde quien, deseoso de saber a qué atenerse, había pedido una entrevista a Christine. Daaé. Ésta había tenido la audacia de contestarle que no podía recibirle, ni a él ni a• su hermano. Creyó que se trataba de una abominable maquinación. No perdonaba a Christine que hiciera sufrir a Raoul, pero, sobre todo, no perdonaba a Raoul que sufriera por Christine. ¡Ah! Había sido un tonto de preocuparse durante un tiempo por aquella joven, cuyo triunfo de una noche seguía siendo incomprensible para todos.

Que sobre su boca la flor

pueda al menos depositar

un dulce beso.

—¡Pequeña zorra, bah! —gruñó el conde.

Se preguntó qué se proponía aquella mujer… qué podía esperar… Era pura, decían que no tenía amigo ni protector de ningún tipo… ¡aquel Ángel del Norte debía ser una buena bribona!

Por su parte Raoul, detrás de las manos, cortina que ocultaba sus lágrimas de niño, sólo pensaba en la carta que había recibido a su llegada a París, adonde Christine había llegado antes que él, huyendo de Perros como un maleante: «Mi querido amiguito de antaño, es preciso que tenga el valor de no volver a verme, de no volver a hablarme… Si me ama un poco, haga esto por mí, por mí, que no lo olvidaré jamás…, mi querido Raoul. Sobre todo, no entre nunca en mi camerino. De ello depende mi vida. Depende la suya. Su pequeña Christine».

Un estruendoso aplauso… La Carlotta hace su entrada.

El acto del jardín se desarrollaba con sus habituales peripecias.

Cuando Margarita terminó de cantar el aria del Rey de Thule, fue aclamada. También lo fue cuando terminó la canción de las joyas.

¡Ah! cuanto río de verme

tan bella en este espejo…

Entonces, segura de sí misma, segura de sus amigos qué estaban en la sala, segura de su voz y de su éxito, no temiendo a nada, Carlotta se entregó por entero, con ardor, con entusiasmo, con embriaguez. Su actuación no tuvo ya contención ni pudor… Ya no era Margarita, era Carmen. Se la aplaudió más aún y su dúo con Fausto parecía reservarle un nuevo éxito, cuando de pronto ocurrió… algo espantoso.

Fausto se habla arrodillado:

Déjame, déjame contemplar tu rostro

bajo la pálida claridad

con la que el astro de la noche, como en una nube,

acaricia tu belleza.

Y Margarita contestaba:

¡Oh silencio! ¡Oh dicha! ¡Inefable misterio!

¡Embriagadora languidez!

¡Escucho!… ¡Y comprendo a esta voz solitaria

que canta en mi corazón!

En aquel instante…, justo en aquel instante…, se produce algo… se produce algo…, lo he dicho ya, algo espantoso…

… La sala entera se pone en pie en un único movimiento… En su palco, los dos directores no pudieron contener una exclamación de horror… Espectadores y espectadoras se miran como para preguntarse los unos a los otros la explicación de un fenómeno tan inesperado… El rostro de la Carlotta refleja el dolor más atroz, sus ojos parecen presos por la locura. La pobre mujer se ha levantado, con la boca aún entreabierta, tras pronunciar «esta voz solitaria que canta en mi corazón…». Pero aquella boca ya no canta…, no se atreve a pronunciar una sola palabra, un solo sonido…

Aquella boca creada para la armonía, aquel instrumento ágil que jamás había fallado, órgano magnífico, generador de los más bellos sonidos, de los acordes más difíciles, de las modulaciones más suaves, de los ritmos más ardientes, sublime mecánica humana a la que no faltaba para ser divina más que el fuego del cielo, el único capaz de otorgar la verdadera emoción y elevar las almas… aquella boca había dejado escapar…

De aquella boca se había escapado…

¡Un gallo!

¡Ah! ¡Un horrible, repugnante, plumoso, venenoso, espigado, espumeante y chillón gallo!

¿Por dónde había entrado? ¿Cómo se había agazapado en su lengua? Con las patas encogidas para saltar más alto y más lejos, subrepticiamente había salido de su laringe y… ¡cuac!

¡Cuac, cuac!… ¡Qué terrible cuac!

Me refiero, como os podéis imaginar, a un sapo en sentido figurado. No se lo veía, pero se lo oía. ¡Cuac!

La sala quedó anonadada. Nunca un ave, de los más ruidosos corrales, había desgarrado la noche con un cuac tan asqueroso, y lo peor era que nadie lo esperaba. La Carlotta no daba crédito a su garganta ni a sus oídos. Un rayo cayendo a sus pies le hubiera extrañado menos que aquel gallo chillón que acababa de salir de su garganta.

Y no la hubiera deshonrado. Mientras que, sabido es que un gallo escondido en la lengua deshonra siempre a una cantante. Las hay que incluso mueren de la impresión.

¡Dios mío! ¡Quién lo hubiera creído!… Cantaba tan tranquila: «Y comprendo esta voz solitaria que canta en mi corazón», sin esfuerzo, como siempre, con la misma facilidad con que se dice: «Buenos días, señora, ¿cómo está?». Cómo negar que ciertas cantantes presuntuosas no saben medir sus fuerzas y que, en su orgullo, quieren alcanzar con la débil voz que el cielo les ha deparado efectos excepcionales y notas que les están prohibidas desde que vinieron al mundo. Es cuando el cielo las castiga, sin que ellas lo sepan, poniéndoles un gallo en la boca, un gallo que hace ¡cuac! Todo el mundo sabe esto. Pero nadie hubiera admitido que una Carlotta, que tenía por lo menos dos octavas en la voz, soltara un gallo a estas alturas.

No podían olvidarse sus estridentes sobreagudos, sus staccati inauditos en la Flauta mágica. Se acordaban de Don Giovanni, en la que ella era Elvira, y en la que alcanzó el más estrepitoso triunfo una noche, al dar el si bemol que no podía dar su compañera doña Ana. Entonces, ¿qué significaba en realidad este cuac, al final de aquella tranquila, apacible y pequeñita «voz solitaria que canta en mi corazón»?

No era natural. Tenía que haber un sortilegio. Aquel gallo olía a quemado. ¡Pobre, miserable, desesperada, aniquilada Carlotta!…

En la sala, el rumor iba en aumento. Si semejante aventura le hubiera ocurrido a otra cantante, ¡se la habría silbado! Pero con la Carlotta, cuyo perfecto instrumento era conocido de todos, no había irritación, sino consternación y espanto. ¡Lo mismo debieron sentir los hombres que asistieron a la catástrofe que rompió los brazos a la Venus de Milo!… Por lo menos aquéllos pudieron ver el golpe que rompía la estatua…, y comprender.

Pero, ¿aquí? ¡Aquel gallo era incomprensible!

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