El fantasma de la ópera (13 page)

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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

BOOK: El fantasma de la ópera
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De tal modo que, tras unos segundos durante los que el público se preguntaba si realmente la Carlotta había oído salir de su propia boca aquella nota. ¿Era, en, realidad, una nota aquel sonido? ¿Podía llamarse aquello un sonido? Un sonido aún es música; pero ella intentó persuadirse de que aquel ruido infernal no había existido; que, simplemente, había sufrido por un instante una ilusión de su oído y no una criminal traición de su órgano vocal…

Buscó, con una mirada perdida, algo a su alrededor, como para encontrar un refugio, una protección, o más bien la seguridad espontánea de la inocencia de su voz. Se había llevado a la garganta los dedos crispados en un gesto de defensa y de protesta. ¡No, no! ¡Aquel cuac no era suyo! El mismo Carolus Fonta parecía de la misma opinión, ya que la contemplaba con una expresión inenarrable de estupefacción infantil y gigantesca. En última instancia, él estaba junto a ella. No la había abandonado un momento. Quizá pudiera decirle cómo había ocurrido aquello… ¡No, tampoco él podía! Sus' ojos se clavaban estúpidamente en la boca de la Carlotta como los ojos de los niños en el inagotable sombrero del prestidigitador. ¿Cómo cabía en una boca tan pequeña un cuac tan grande?

Todo ello, gallo, cuac, emoción, rumor aterrado de la sala, confusión del escenario, de bastidores —en los corredores algunos comparsas mostraban rostros desencajados—, todo lo que describo al detalle no duró más de unos segundos.

Unos segundos horribles que parecieron interminables en particular a los dos directores, allá arriba, en el palco n° 5. Moncharmin y Richard estaban muy pálidos. Este episodio inaudito, que seguía siendo inexplicable, los llenaba de una angustia tanto más misteriosa cuanto que, desde hacía un instante, se hallaban bajo la influencia directa del fantasma.

Habían sentido su aliento. Algunos pelos de la cabeza de Moncharmin se habían erizado bajo aquel soplo… Y Richard se pasaba el pañuelo por la frente sudorosa… Sí, estaba allí…, a su alrededor…, detrás de ellos, al lado de ellos, lo sentían sin verlo… Oían su respiración… ¡y tan cerca de ellos…, tan cerca! Se sabe cuando alguien está presente… Pues bien, ¡ahora lo sabían!… Estaban seguros de ser tres en el palco… Temblaban… Pensaban en huir… No se atrevían… No se atrevían a hacer el más mínimo movimiento, ni intercambiar una palabra que dieran a entender al fantasma que sabían que se encontraba allí… ¿Qué iba a pasar? ¿Qué iba a ocurrir?

¡Se produjo el cuac! Por encima de los rumores de la sala se oyó su doble exclamación de horror. Se sentían bajo la influencia del fantasma. Inclinados hacia el escenario, miraban a la Carlotta como si no la reconocieran. Aquella mujer del infierno debía de haber dado con su cuac la señal de alguna catástrofe. La esperaban en un estado exaltado de tensión. El fantasma lo había prometido. ¡La sala estaba maldita! Sus pechos se agitaban ya bajo el peso de la catástrofe. Se oyó la voz estrangulada de Richard que gritaba a la Carlotta:

—¡Siga! ¡Siga!

¡No! La Carlotta no continuó… Volvió a empezar valientemente, heroicamente, el verso fatal en cuyo final había aparecido el gallo.

Un silencio espantoso reemplaza al alboroto general. Tan sólo la voz de la Carlotta llena de nuevo el navío sonoro.

¡Escucho!…

El público también escucha.

… Y comprendo esta voz solitaria (¡cuac!)

(¡Cuac!…) que canta en mí… ¡cuac!)

El gallo también ha vuelto a empezar.

La sala estalla en un prodigioso tumulto. Derrumbados en sus sillones, los dos directores no se atreven siquiera a volverse. No tienen fuerza suficiente. ¡El fantasma se ríe de ellos en sus mismas narices! Y, por fin, oyen en el oído derecho su voz, la imposible voz, la voz sin boca, la voz que dice:

¡Esta noche está cantando como para hacer caer la araña central!

En un mismo movimiento, ambos levantaron la cabeza hacia el techo y lanzaron un grito terrible. La araña, la inmensa masa de la araña se deslizaba, iba hacia ellos ante la llamada de aquella voz satánica. Descolgada, la araña caía de las alturas de la sala y se hundía en la platea, entre mil clamores. Aquello fue una avalancha, el sálvese quien pueda general. Mi deseo no es hacer revivir aquí una hora histórica. Los curiosos no tienen más que leer los periódicos de la época. Hubo muchos heridos y una muerta.

La araña se había estrellado en la cabeza de la desgraciada que había ido aquella noche por primera vez en su vida a la Ópera, aquella a la que Richard había designado para reemplazar en sus funciones de acomodadora a la señora Giry, la acomodadora del fantasma. Murió en el acto, y al día siguiente un periódico publicaba estos titulares: ¡Doscientos mil kilos sobre la cabeza de una portera! Esta fue toda su oración fúnebre.

CAPÍTULO IX

EL CUPÉ MISTERIOSO

Aquella trágica noche resultó fatídica para todo el mundo. La Carlotta había caído enferma. En cuanto a Christine Daaé, había desaparecido después de la función. Habían transcurrido quince días sin que se la hubiera vuelto a ver en el teatro, sin que se hubiera dejado ver fuera del teatro.

No hay que confundir esta primera desaparición, que ocurrió sin escándalo, con el famoso rapto que poco después debía producirse en unas condiciones tan inexplicables y tan trágicas.

Naturalmente, Raoul fue el primero en no entender los motivos que causaban la ausencia de la diva. Le había escrito a la dirección de la señora Valérius y no había recibido respuesta. Al principio no se había extrañado demasiado al saber en qué estado de ánimo se encontraba y su resolución de romper todo tipo de relación con él, sin que, por otra parte, tampoco Raoul pudiera adivinar el motivo.

Su dolor no había hecho más que aumentar, y terminó por inquietarse al no ver a la cantante en ningún programa. Se representó Fausto sin ella. Una tarde, alrededor de las cinco, se dirigió a la dirección para conocer las causas desaparición de Christine Daaé. Encontró a los directores muy preocupados. Ni sus propios amigos los reconocían: habían perdido toda su alegría y entusiasmo. Se los veía atravesar el teatro con la cabeza gacha, el ceño fruncido y las mejillas pálidas, como si se vieran perseguidos por algún abominable pensamiento, o fueran presa de alguna mala jugada del destino que elige a su víctima y ya no la suelta.

La caída de la araña había acarreado considerables responsabilidades, pero resultaba difícil hacer que los directores se explicaran a este respecto.

La investigación había concluido, declarándolo un accidente provocado por el mal estado de los medios de suspensión; el deber de los antiguos directores, así como el de los nuevos, habría sido el de comprobar este mal estado y remediarlo antes de que causara la catástrofe.

Debo aclarar que, por aquella época, los señores directores Moncharmin y Richard se mostraron tan cambiados, tan lejanos… tan misteriosos…, tan incomprensibles que muchos abonados acabaron creyendo que algo más horrible aún que la caída de la lámpara había modificado el estado de ánimo de éstos.

En sus relaciones cotidianas se mostraban muy impacientes, excepto precisamente con la señora Giry, que había sido reintegrada a sus funciones. Es fácil adivinar la forma en que recibieron al vizconde de Chagny cuando éste fue a pedirles noticias de Christine. Se limitaron a decirle que estaba de vacaciones. Preguntó cuánto tiempo estaría ausente; se le respondió, con cierta sequedad, que sus vacaciones eran ilimitadas, ya que Christine Daaé las había solicitado por motivos de salud.

—¡Entonces está enferma! —exclamó—. ¿Qué tiene?

—¡No sabemos nada!

—¿Le han enviado ustedes el médico del teatro?

—¡No! Ella no lo reclamó, y puesto que merece nuestra máxima confianza, hemos creído en su palabra.

El asunto no pareció tan claro a Raoul, que abandonó la ópera presa de los más sombríos pensamientos. Decidió que, pasara lo que pasara, ir en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Recordaba, sin duda, los términos enérgicos con que Christine Daaé, en su carta, le prohibía intentar cualquier cosa para verla. Pero lo que había visto en Perros, lo que había oído detrás de la puerta del camerino, la conversación que había sostenido con Christine en la colina, le hacía presentir alguna maquinación que, por poco diabólica que fuera, tampoco era humana. La imaginación exaltada de la joven, su alma tierna y crédula, la educación primitiva que había llenado sus primeros años de un cúmulo de leyendas, el continuo pensamiento en su padre muerto por encima de todo, el estado de éxtasis sublime en el que la música la sumergía en el momento en que este arte se manifestaba en ciertas condiciones excepcionales —¿no debía juzgarse así después de la escena del cementerio?—, todo aquello parecía conformar un terreno espiritual propicio a los maléficos designios de algún personaje misterioso y sin escrúpulos. ¿De quién era víctima Christine Daaé? Esta es la pregunta que Raoul se hacía a sí mismo mientras se apresuraba a ir al encuentro de la señora Valérius.

El vizconde tenía un espíritu de los más sanos. Era, sin duda, poeta y le agradaba la música, en lo que tiene de más etéreo, y era un gran entusiasta de las viejas leyendas bretonas donde danzan las korrigans; y, por encima de todo, estaba enamorado de aquella pequeña hada del Norte que era Christine Daaé. Pero todo esto no impedía que sólo creyera en lo sobrenatural en materia de religión y que la historia más fantástica del mundo no fuera capaz de hacerle olvidar que dos y dos son cuatro.

¿Qué le diría la señora Valérius? Temblaba mientras llamaba a la puerta de un pequeño piso de la calle Notre-Dame-des-Victoires.

La doncella que una noche le había precedido al salir del camerino de Christine, vino a abrirle. Le preguntó si era posible ver a la señora Valérius. La doncella le contestó que se encontraba enferma en su lecho y que no estaba en condiciones de «recibir».

—Hágale llegar mi tarjeta —dijo.

No tuvo que esperar mucho. La doncella volvió y lo introdujo en un saloncito bastante oscuro y sobriamente amueblado, donde los dos retratos, el del profesor Valérius y el del viejo Daaé, se encontraban frente a frente.

—La señora le ruega que la disculpe —dijo la doncella—. No podrá recibirle más que en su habitación, porque sus pobres piernas ya no la sostienen.

Cinco minutos después, Raoul era introducido en una habitación a oscuras, donde descubrió inmediatamente, en la penumbra de una alcoba, a la bondadosa figura de la bienhechora de Christine. Ahora los cabellos de la señora Valérius eran completamente blancos, pero sus ojos no habían envejecido. Por el contrario, su mirada nunca había sido tan clara, ni tan pura, ni tan infantil.

—¡Señor de Chagny! —exclamó alegremente, mientras tendía ambas manos al visitante—. ¡Ah!, ¡el Cielo es quien le envía!… Vamos a poder hablar de ella.

Esta última frase sonó lúgubre en los oídos del joven. Preguntó en seguida:

—Señora… ¿dónde está Christine?

Y la anciana señora le contestó con toda tranquilidad:

—¡Pues está con su «genio bienhechor»!

—¿Qué genio bienhechor? —exclamó el pobre Raoul.

—¡Pues el Ángel de la música!

Consternado, el vizconde de Chagny se dejó caer en una silla. Christine estaba de verdad con el Ángel de la música. Y mamá Valérius, en su lecho, le sonreía poniéndole un dedo en la boca para recomendarle silencio. Añadió:

—¡No debe decirlo a nadie!

—Puede usted confiar en mí… —contestó Raoul sin saber muy bien qué decía, ya que sus ideas acerca de Christine, ya muy confusas, se enturbiaban cada vez más y parecía que todo comenzaba a girar a su alrededor, alrededor de la habitación, alrededor de aquella extraordinaria mujer de cabellos blancos, de ojos de cielo azul pálido, con sus ojos de cielo vacío—. Puede usted confiar en mí…

—¡Lo sé, lo sé! —dijo la mujer con una risa alegre—. Pero, acérquese a mí como cuando era pequeño. Deme las manos como cuando me contaba la historia de la pequeña Lotte que le había contado el señor Daaé. Ya sabe que le quiero mucho, Raoul, ¡y Christine también le quiere mucho!

—Me quiere mucho… —suspiró el joven que ordenaba con dificultad sus pensamientos en torno al genio de la señora Valérius, al Ángel del que tan extrañamente le había hablado Christine, a la calavera que había vislumbrado, como en una especie de pesadilla, en las escaleras del altar mayor de Perros, y también al fantasma de la Ópera, cuyo renombre había alcanzado sus oídos un día en que se había detenido en el escenario a unos pocos pasos de un grupo de tramoyistas que reconstruían la descripción cadavérica que había hecho antes de su misterioso fin el ahorcado Joseph Buquet…

Preguntó en voz baja:

—¿Señora, qué le hace pensar que Christine me quiere mucho?

—¡Ella me hablaba de usted cada día!

—¿De veras?… ¿Y qué le decía?

—Me dijo que usted le había declarado su amor…

Y la anciana comenzó a reír a carcajadas, enseñando todos los dientes, que había conservado celosamente. Raoul se levantó, con la frente enrojecida y sufriendo atrozmente.

—¿Adónde va?… ¿Quiere hacer el favor de sentarse?… ¿Cree que puede dejarme como si nada?… Está usted molesto porque me he reído. Le pido perdón… Después de todo, no es culpa suya lo que ha ocurrido… Usted no sabía… Es joven… y creía que Christine era libre.

—¿Christine está comprometida? —preguntó con voz ahogada el desgraciado Raoul.

—¡No, claro que no! ¡Claro que no!… sabe muy bien, que Christine, aunque lo quisiera, no puede casarse…

—¿Qué? No sé nada de eso… ¿Por qué Christine no puede casarse?

—¡Pues por el genio de la música!…

—¿Cómo?

—¡Sí, él se lo prohíbe!

—¿Se lo prohíbe?… ¿El gran genio de la música le prohíbe casarse?

Raoul se inclinaba hacia la señora Valérius con la mandíbula en alto, como para morderla. No la hubiera mirado con ojos más feroces si hubiera tenido deseos de devorarla. Hay momentos en los que la excesiva inocencia parece tan monstruosa que se vuelve odiosa. Raoul veía la señora Valérius como una persona demasiado inocente.

Ella no se inmutó pese a la dura mirada que caía sobre ella.

Volvió a empezar de la forma más natural:

—¡Oh! Se lo prohíbe… sin prohibírselo… Simplemente le dice que, si se casara, no volvería a oírlo. ¡Eso es todo!… ¡Y que él se marcharía para siempre!… Entonces, como puede comprender perfectamente, ella no quiere dejar que el genio de la música se marche. ¡Es lo más natural!

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