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Authors: Francis Fukuyama

El Fin de la Historia (2 page)

BOOK: El Fin de la Historia
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La visión que Hegel tenía de la relación entre el mundo ideal y el mundo real o material era extremadamente compleja, comenzando por el hecho que, para él, la distinción entre ambos era sólo aparente
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. No creía que el mundo real se ajustase o se le pudiese ajustar de manera sencilla a las preconcepciones ideológicas de los profesores de filosofía, o que el mundo “material” no tuviese injerencia en el mundo ideal. De hecho Hegel, el profesor, fue removido temporalmente del trabajo debido a un acontecimiento muy material, la batalla de Jena. Pero aunque los escritos y el pensamiento de Hegel podían ser interrumpidos por una bala del mundo material, lo que movía la mano en el gatillo del revólver, a su vez, eran las ideas de libertad e igualdad que había impulsado la Revolución Francesa.

Para Hegel toda conducta humana en el mundo material y, por tanto, toda historia humana, está enraizada en un estado previo de conciencia; idea similar, por cierto, a la expresada por John Maynard Keynes cuando decía que las opiniones de los hombres de negocio generalmente derivaban de economistas difuntos y escritorzuelos académicos de generaciones pasadas. Esta conciencia puede no ser explícita y su existencia no reconocerse, como ocurre con las doctrinas políticas modernas, sino adoptar, más bien, la forma de la religión o de simples hábitos morales o culturales. Sin embargo, esta esfera de la conciencia a la larga necesariamente se hace manifiesta en el mundo material; en verdad, ella crea el mundo material a su propia imagen. La conciencia es causa y no efecto, y puede desarrollarse autónomamente del mundo material; por tanto, el verdadero subtexto que subyace a la maraña aparente de acontecimientos es la historia de la ideología.

El idealismo de Hegel no ha sido bien tratado por los pensadores posteriores. Marx invirtió por completo las prioridades de lo real y lo ideal, relegando toda la esfera de la conciencia —religión, arte, cultura y la filosofía misma— a una “superestructura” que estaba determinada enteramente por el modo de producción prevaleciente. Además, otra desafortunada herencia del marxismo es nuestra tendencia a atrincherarnos en explicaciones materialistas o utilitarias de los fenómenos políticos o históricos, así como nuestra inclinación a no creer en el poder autónomo de las ideas. Un ejemplo reciente de esto es el enorme éxito de
The Rise and Fall of Great Powers,
de Paul Kennedy, que atribuye la decadencia de las grandes potencias simplemente a una excesiva extensión económica. Obviamente que ello es verdad en cierta medida: un imperio cuya economía escasamente sobrepasa el nivel de subsistencia no puede mantener sus arcas fiscales indefinidamente en déficit. El que una sociedad industrial moderna, altamente productiva, decida gastar el 3 o el 7% de su PIB en defensa, en lugar de bienes de consumo, se debe exclusivamente a las prioridades políticas de esa sociedad, las que a su vez se determinan en la esfera de la conciencia.

El sesgo materialista del pensamiento moderno es característico no sólo de la gente de izquierda que puede simpatizar con el marxismo, sino también de muchos apasionados antimarxistas. En efecto, en la derecha existe lo que se podría llamar la escuela
Wall Street Journal
de materialismo determinista, que descarta la importancia de la ideología y la cultura y ve al hombre esencialmente como un individuo racional y maximizador del lucro. Precisamente es esta clase de individuo y su prosecución de incentivos materiales el que se propone en los textos de economía como fundamento de la vida económica en sí
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. Un pequeño ejemplo ilustra el carácter problemático de tales puntos de vista materialistas.

Max Weber comienza su famoso libro
The Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism,
destacando las diferencias en el desempeño económico de las comunidades católicas y protestantes en toda Europa y América, que se resume en el proverbio de que los protestantes comen bien mientras los católicos duermen bien. Weber observa que de acuerdo a cualquier teoría económica que postule que el hombre es un maximizador racional de utilidades, al elevarse la tarifa por productividad laboral. Sin embargo, campesinos, en realidad, el alza de la tarifa por trabajo entregado producía el efecto contrario, es decir, “disminuía” la productividad del trabajador: con una tarifa más alta, un campesino acostumbrado a ganar dos marcos y medio al día concluía que podía obtener la misma cantidad trabajando menos, y así lo hacía porque valoraba más el ocio que su renta. La elección del ocio sobre el ingreso, o la vida militarista del hoplita espartano sobre la riqueza del comerciante ateniense, o aun la vida ascética del antiguo empresario capitalista, sobre aquella holgada del aristócrata tradicional, no puede realmente explicarse por el trabajo impersonal de las fuerzas materiales, sino que procede eminentemente de la esfera de la conciencia, de lo que en términos amplios hemos etiquetado aquí de ideología. Y, en efecto, un tema central de la obra de Weber era probar que, contrariamente a lo que Marx había sostenido, el modo de producción material, lejos de constituir la “base”, era en sí una “superestructura” enraizada en la religión y la cultura, y que para entender el surgimiento del capitalismo moderno y el incentivo de la utilidad debía uno estudiar sus antecedentes en el ámbito del espíritu.

Cuando se observa el mundo contemporáneo, la pobreza de las teorías materialistas del desarrollo económico se hace del todo evidente. La escuela
Wall Street Journal
de materialismo determinista suele llamar la atención sobre el sorprendente éxito económico de Asia en las últimas décadas como prueba de la viabilidad de las economías de libre mercado, implicando con ello que todas las sociedades experimentarían un desarrollo similar si sólo dejaran que su población persiguiera libremente sus intereses materiales. Por cierto, los mercados libres y los sistemas políticos estables son una precondición necesaria para el crecimiento económico capitalista. Pero también es cierto que la herencia cultural de esas sociedades del Lejano Oriente, la ética del trabajo, el ahorro y la familia; una herencia religiosa que no restringe, como lo hace el Islam, ciertas formas de conducta económica y otras cualidades morales profundamente arraigadas, son igualmente importantes en la explicación de su desempeño económico
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. Y, sin embargo, el peso materialismo es tal que ni una sola teoría contemporánea respetable económico aborda seriamente la conciencia y la cultura como la matriz dentro de la cual se forma la conducta económica.

La incapacidad de entender que las raíces del comportamiento económico se encuentran en el ámbito de la conciencia y la cultura, conduce al error común de atribuir causas materiales a fenómenos que son, esencialmente, de naturaleza ideal. Por ejemplo, los movimientos reformistas, primero en China y más recientemente en la Unión Soviética, se suelen interpretar en Occidente como el triunfo de lo material sobre lo ideal, esto es, se reconoce que los incentivos ideológicos no podían reemplazar a los materiales como estímulo para una economía moderna altamente productiva, y que si se deseaba prosperar había que apelar a formas menos nobles de interés personal. Pero los principales defectos de las economías socialistas eran evidentes hace treinta o cuarenta años para quienquiera que las observase. ¿Por qué razón estos países vinieron a distanciarse de la planificación trabajo entregado se debería incrementar la en numerosas comunidades tradicionales de

intelectual del del desarrollo central sólo en los años 80? La respuesta debe buscarse en la conciencia de las élites y de los líderes que los gobernaban, que decidieron optar por la forma de vida “protestante” de riqueza y riesgo, en vez de seguir el camino “católico” de pobreza y seguridad
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. Ese cambio, de ningún modo era inevitable, atendidas las condiciones materiales que presentaba cada uno de esos países en la víspera de la reforma, sino más bien se produjo como resultado de la victoria de una idea sobre otra
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.

Para Kojève, como para todos los buenos hegelianos, entender los procesos subyacentes de la historia supone comprender los desarrollos en la esfera de la conciencia o las ideas, ya que la conciencia recreará finalmente el mundo material a su propia imagen. Expresar que la historia terminaba en 1806 quería decir que la evolución ideológica de la humanidad concluía en los ideales de las revoluciones francesa o norteamericana. Aunque determinados regímenes del mundo real no aplicaran cabalmente estos ideales, su verdad teórica es absoluta y no puede ya mejorarse. De ahí que a Kojève no le importaba que la conciencia de la generación europea de posguerra no se hubiese unlversalizado; si el desarrollo ideológico en efecto había llegado a su término, el Estado homogéneo finalmente triunfaría en todo el mundo material.

No tengo el espacio ni, francamente, los medios para defender en profundidad la perspectiva idealista radical de Hegel. Lo que interesa no es si el sistema hegeliano era correcto, sino si su perspectiva podría develar la naturaleza problemática de muchas explicaciones materialistas que a menudo damos por sentadas. Esto no significa negar el papel de los factores materialistas como tales. Para un idealista literal, la sociedad humana puede construirse en torno a cualquier conjunto de principios, sin importar su relación con el mundo material. Y, de hecho, los hombres han demostrado ser capaces de soportar las más extremas penurias materiales en nombre de ideales que existen sólo en el reino del espíritu, ya se trate de la divinidad de las vacas o de la naturaleza de la Santísima Trinidad
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.

Pero aunque la percepción misma del hombre respecto del mundo material está moldeada por la conciencia histórica que tenga de éste, el mundo material a su vez puede afectar claramente la viabilidad de un determinado estado de conciencia. En especial, la espectacular profusión de economías liberales avanzadas y la infinitamente variada cultura de consumo que ellas han hecho posible, parecen simultáneamente fomentar y preservar el liberalismo en la esfera política. Quiero eludir el determinismo materialista que dice que la economía liberal inevitablemente produce políticas liberales, porque creo que tanto la economía como la política presuponen un previo estado autónomo de conciencia que las hace posibles. Pero ese estado de conciencia que permite el desarrollo del liberalismo parece estabilizarse de la manera en que se esperaría al final de la historia si se asegura la abundancia de una moderna economía de libre mercado. Podríamos resumir el contenido del Estado homogéneo universal como democracia liberal en la esfera política unida a un acceso fácil a las grabadoras de video y los equipos estéreos en la económica.

III

¿Hemos realmente llegado al término de la historia? En otras palabras, ¿hay “contradicciones” fundamentales en la vida humana que no pudiendo resolverse en el contexto del liberalismo moderno encontrarían solución en una estructura politicoeconómica alternativa? Si aceptamos las premisas idealistas expresadas más arriba, debemos buscar una respuesta a esta pregunta en la esfera de la ideología y la conciencia. Nuestra tarea no consiste en responder exhaustivamente las objeciones al liberalismo que promueve cada insensato que circula por el mundo, sino sólo las que están encarnadas en fuerzas y movimientos políticos o sociales importantes y que son, por tanto, parte de la historia del mundo. Para nuestros propósitos importa muy poco cuán extrañas puedan ser las ideas que se les ocurran a los habitantes de Albania o Burkina Faso, pues estamos interesados en lo que podríamos llamar en cierto sentido la común herencia ideológica de la humanidad.

En lo que ha transcurrido del siglo, el liberalismo ha tenido dos importantes desafíos: el fascismo y el comunismo. El primero
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, percibió la debilidad política, el materialismo, la anemia y la falta de sentido de comunidad de Occidente como contradicciones fundamentales de las sociedades liberales, que sólo podrían resolverse con un Estado fuerte que forjara un nuevo “pueblo” sobre la base del exclusivismo nacional. El fascismo fue destruido como ideología viviente por la segunda guerra mundial. Esta, por cierto, fue una derrota en un nivel muy material, pero significó también la derrota de la idea. Lo que destruyó el fascismo como idea no fue la repulsa moral universal hacia él, pues muchas personas estaban dispuestas a respaldar la idea en tanto parecía ser la ola del futuro, sino su falta de éxito. Después de la guerra, a la mayoría de la gente le parecía que el fascismo germano, así como sus otras vanantes europeas y asiáticas, estaban condenados a la autodestrucción. No había razón material para que no hubiesen vuelto a brotar, en otros lugares, nuevos movimientos fascistas después de la guerra, salvo por el hecho de que el ultranacionalismo expansionista, con su promesa de un conflicto permanente que conduciría a la desastrosa derrota militar, había perdido por completo su atractivo. Las ruinas de la cancillería del Reich, al igual que las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, mataron esta ideología tanto a nivel de la conciencia como materialmente, y todos los movimientos pro fascistas generados por los ejemplos alemanes y japonés, como el movimiento peronista en Argentina o el ejército Nacional Indio de Subhas Chandra Bose, decayeron después de la guerra.

El desafío ideológico montado por la otra gran alternativa al liberalismo, el comunismo, fue mucho más serio. Marx, hablando el lenguaje de Hegel, afirmó que la sociedad liberal contenía una contradicción fundamental que no podía resolverse dentro de su contexto, la que había entre el capital y el trabajo; y esta contradicción ha constituido desde entonces la principal acusación contra el liberalismo. Pero, sin duda, el problema de clase ha sido en realidad resuelto con éxito en Occidente. Como Kojève (entre otros) señalara, el igualitarismo de la Norteamérica moderna representa el logro esencial de la sociedad sin clases vislumbrada por Marx. Esto no quiere decir que no haya ricos y pobres en los Estados Unidos, o que la brecha entre ellos no haya aumentado en los últimos años. Pero las causas básicas de la desigualdad económica no conciernen tanto a la estructura legal y social subyacente a nuestra sociedad —la cual continúa siendo fundamentalmente igualitaria y moderadamente redistributiva—, como a las características culturales y sociales de los grupos que la conforman, que son, a su vez, el legado histórico de las condiciones premodemas. Así, la pobreza de los negros en Estados Unidos no es un producto inherente del liberalismo, sino más bien la “herencia de la esclavitud y el racismo” que perduró por mucho tiempo después de la abolición formal de la esclavitud.

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