Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
(—He revisado todos nuestros registros —dijo Rashaverak—. Nada sabemos de ese mundo, ni de esa combinación de soles. Si existiese en el interior de nuestro universo los astrónomos habrían advertido su presencia, aunque estuviese fuera del alcance de las naves.
—Entonces ha dejado la galaxia.
—Sí. Seguramente ya no falta mucho.
—¿Quién sabe? Sueña nada más. Cuando despierta, es todavía el mismo. Está en la primera fase. Pronto sabremos cuándo comenzará el cambio.)
—Nos hemos encontrado antes, señor Greggson —dijo el superseñor gravemente—. Mi nombre es Rashaverak. Sin duda usted me recuerda.
—Sí —dijo George—. Aquella fiesta en casa de Rupert Boyce. No podría olvidarla. Y siempre pensé que volveríamos a encontrarnos.
—Dígame, ¿por qué me pidió esta entrevista?
—Creí que usted ya lo sabría.
—Quizá. Pero será mejor que me lo diga usted. Se sorprenderá usted bastante, pero yo también estoy tratando de comprender, y en algunos aspectos mi ignorancia es tan grande como la suya.
George miró asombrado al superseñor. Jamás se le había ocurrido un pensamiento semejante. Había creído, subconscientemente, que los superseñores poseían todos los conocimientos, y todo el poder... que entendían lo que le pasaba a su hijo y eran los únicos responsables.
—Supongo —continuó George— que ha visto usted los informes que le entregué al psicólogo de la isla. Así que estará enterado de esos sueños.
—Sí, estoy enterado.
—Nunca creí que fueran producto de su imaginación. Son tan increíbles, y sé que esto parece ridículo, que tienen que estar basados en la realidad.
George miró ansiosamente a Rashaverak, sin saber qué sería mejor: una confirmación o una negativa. El superseñor no dijo nada. Se contentó con mirarlo con sus grandes ojos serenos. Estaban sentados casi cara a cara, pues la habitación —diseñada obviamente para tales entrevistas— tenía dos niveles; la maciza silla del superseñor estaba situada a un metro por debajo de la de George. Era una amable atención para con los hombres que pedían tales entrevistas, y que muy pocas veces se sentían mentalmente cómodos.
—Al principio nos sentimos preocupados, aunque no alarmados de veras. Cuando despertaba, Jeff parecía normal, y sus sueños no lo molestaban, aparentemente. Y de pronto una noche... —George se detuvo y lanzó una mirada defensiva hacia el superseñor—. Nunca he creído en lo sobrenatural. No soy un hombre de ciencia, pero creo que existe una explicación racional para todo.
—Existe —dijo Rashaverak—. Conozco lo que usted ha visto. Estaba mirando.
—Siempre lo sospeché. Pero Karellen nos prometió que nunca nos volverían a espiar. ¿Por qué han roto ustedes esa promesa?
—No la hemos roto. El supervisor afirmó que la raza humana no volvería a ser vigilada. Hemos mantenido nuestra promesa. Yo sólo observaba a su hijo, no a usted.
Pasaron varios segundos antes de que George entendiera las palabras de Rashaverak.
—¿Quiere decir...? —dijo entrecortadamente y poniéndose pálido. Se le apagó la voz y comenzó de nuevo—. ¿Qué son mis hijos entonces, en nombre de Dios?
—Eso —dijo Rashaverak con solemnidad— es lo que tratamos de descubrir.
Jennifer Anne Greggson, hasta hace poco conocida como Poppet, descansaba de espaldas con los ojos fuertemente cerrados. No los había abierto durante mucho tiempo y nunca volvería a abrirlos. La vista era para ella tan inútil como para las criaturas que poblaban los oscuros fondos del océano. Tenía perfecta conciencia del mundo que la rodeaba; en realidad, tenía conciencia de mucho más.
De su breve niñez, por quién sabe qué capricho de su desarrollo, le quedaba un reflejo. El sonajero, que la había deleitado alguna vez, sonaba ahora incesantemente, con un ritmo complejo y siempre distinto. Fue esa síncopa extraña lo que despertó a Jean y le hizo correr hacia el cuarto. Pero no fue sólo aquel sonido lo que le hizo llamar a gritos a George.
El común y brillante sonajero se agitaba continuamente en el aire, a medio metro de todo apoyo, mientras Jennifer Anne, con sus manitas regordetas apretadas y juntas, descansaba con una sonrisa de serena satisfacción en el rostro.
Había comenzado tarde, pero estaba progresando rápidamente. Y pronto sobrepasaría a su hermano, ya que tenía mucho menos que olvidar.
—Obraron ustedes con prudencia —dijo Rashaverak— al no tocar su juguete. No creo que hubiesen podido moverlo. Pero si lo hubiesen hecho, la niña se habría sentido muy molesta. Y entonces no sé qué pasaría.
—¿Quiere decir —preguntó George aturdidamente— que ustedes no pueden hacer nada?
—No lo engañaré. Podemos estudiar y observar, como ya lo estamos haciendo. Pero no podemos intervenir, pues no entendemos qué pasa.
—¿Entonces qué vamos a hacer? ¿Por qué nos ha ocurrido a nosotros?
—Tenía que ocurrirle a alguien. No hay nada excepcional en ustedes, como no lo hay tampoco en el primer neutrón que origina la reacción en cadena de una bomba atómica. Ocurre simplemente que es el primero. Cualquier otro neutrón hubiese servido. Fue Jeffrey, pero podía haber sido cualquier otro niño del mundo. Ya no hay necesidad de guardar ningún secreto, y es mejor así. Hemos estado esperando que pasara esto casi desde que llegamos a la Tierra. No había modo de saber cuándo y cómo aparecería, hasta que —por pura casualidad— nos encontramos en la fiesta de Rupert. Entonces supe, casi con certeza, que el hijo de su mujer sería el primero.
—Pero entonces... no estábamos casados. Ni siquiera...
—Sí, ya sé. Pero la mente de la señorita Morrel fue el canal por el que pasé, aunque sólo por un momento, algo que ningún ser vivo sabía en ese entonces. Tenía que venir de otra mente, ligada con la suya. El hecho de que fuese una mente que todavía no había nacido no tenía importancia. El tiempo es mucho más extraño de lo que usted cree.
—Comienzo a entender. Jeff conoce estas cosas... puede ver otros mundos y puede decir de dónde vienen ustedes. Y Jean, de algún modo, recibió el pensamiento de Jeff, aún antes que Jeff hubiese nacido.
—Habría mucho que añadir, pero no creo que usted pueda acercarse más a la verdad. En toda la historia ha habido siempre alguien dueño de poderes inexplicables que parecían trascender los límites del tiempo y el espacio. Los hombres nunca entendieron esos poderes. Cuando quisieron explicarlos se confundieron todavía más. Lo sé muy bien, he leído bastante sobre ellos.
»Pero hay una comparación que es... bueno, sugestiva, y de cierta ayuda. Se repite una y otra vez en la literatura terrestre. Imagine usted que la mente de cada hombre es una isla, rodeada de océano. Todas esas islas parecen aisladas, pero en realidad están unidas por un lecho común. Si el océano desapareciese, no habría más islas. Todas serían parte de un mismo continente, habrían perdido su carácter de individuos.
»La telepatía, como ustedes la llaman, es algo semejante. En ciertas circunstancias las mentes pueden fundirse y luego, en los momentos en que vuelven a aislarse, recordar esa experiencia. En su forma más alta este poder no está sujeto a las limitaciones del tiempo y el espacio. Por eso Jean pudo obtener esa información de su hijo, que aún no había nacido.
Hubo un largo silencio durante el cual George luchó con esas asombrosas ideas. La figura comenzaba a adquirir forma. Era una figura increíble, pero tenía su lógica interna. Y explicaba —si podía usarse esta palabra para algo tan incomprensible— todo lo que había pasado desde aquella noche en casa de Rupert. Explicaba también, ahora se daba cuenta, el interés de Jean por los temas sobrenaturales.
—¿Qué ha originado todo esto? —preguntó George—. ¿Y a dónde conduce?
—No se lo puedo decir. Pero hay muchas razas en el universo, y algunas descubrieron esos poderes mucho antes que la especie humana o la nuestra apareciera en escena. Esas razas han estado esperándolos a ustedes, y la hora ha llegado.
—¿Y qué papel tienen ustedes?
—Probablemente, como todos los hombres, usted nos ha mirado siempre como a amos. No lo somos. No hemos sido más que guardianes, encargados de un trabajo que se nos impuso desde... arriba. Este trabajo es difícil de definir; quizá pueda usted entendernos mejor si le digo que somos como unas parteras. Estamos ayudando a que nazca algo maravilloso y nuevo.
Rashaverak titubeó. Por un momento pareció como si le faltaran las palabras.
—Sí, parteras. Pero nosotros mismos somos estériles.
En ese momento George comprendió que estaba en presencia de una tragedia mayor que la suya. Era increíble, y sin embargo justo. A pesar de todos sus poderes y su inteligencia, los superseñores estaban atrapados en algo así como un estancamiento evolutivo. Era ésta una raza grande y noble, superior a la humana en casi todos los sentidos; sin embargo no tenía futuro, y lo sabía. Ante esto los problemas de George parecían de pronto triviales.
—Ahora sé —dijo— por qué han estado observando a Jeffrey. Era el conejillo de indias de este experimento.
—Exacto, aunque el experimento escapa a nuestro control. No lo hemos provocado, simplemente nos limitamos a observar. No hemos intervenido en él sino cuando era necesario.
Sí, pensó George, aquella ola. Hay que cuidar a los ejemplares valiosos. En seguida se sintió avergonzado de sí mismo. Esta amargura no tenía sentido.
—Sólo otra pregunta —dijo—. ¿Qué haremos con nuestros hijos?
—Disfruten de ellos mientras puedan —respondió Rashaverak—. Dentro de muy poco tiempo ya no les pertenecerán.
Era un consejo que podía habérsele dado a cualquier padre en cualquier época; pero ahora encerraba una terrible amenaza que nunca había tenido antes.
Llegó un día en que el mundo de los sueños comenzó a invadir la existencia cotidiana de Jeffrey. Dejó de ir a la escuela. La rutina diaria se interrumpió también para George y Jean, como pronto se interrumpiría para todo el mundo.
Comenzaron a evitar a sus amistades, como si comprendiesen que dentro de poco nadie tendría tiempo para simpatizar con los demás. A veces, en la quietud de la noche, cuando casi todos estaban recluidos en sus casas, salían juntos para hacer un largo paseo. Desde los primeros días de su matrimonio nunca habían estado tan cerca el uno del otro. Vivían unidos, otra vez, por la desconocida tragedia que muy pronto habría de abrumarlos.
Al principio se sintieron un poco culpables por abandonar a Jeff y Jenny, pero luego comprendieron que estos podían cuidarse a sí mismos. Y, naturalmente, los superseñores estaban siempre alertas. Este pensamiento los tranquilizaba; sentían que no estaban solos, que aquellos ojos sabios y compasivos compartían esa vigilia.
Jennifer dormía. No había otra palabra para describir su estado actual. En apariencia era todavía una niña, pero se percibía a su alrededor un poder latente tan terrible que Jean ya no se atrevía a entrar en aquel cuarto.
No había necesidad de hacerlo. La entidad constituida por Jennifer Anne Greggson no se había desarrollado del todo, pero aun en este estado de dormida crisálida dominaba bastante su ambiente como para poder satisfacer sus necesidades. Jean sólo había intentado alimentarla una vez, sin éxito. La niña prefería nutrirse en el momento que creía más oportuno, y con métodos propios.
La comida salía de la congeladora en una corriente lenta y continua. Sin embargo, Jennifer Anne no se movía de la cuna.
El ruido del sonajero había dejado de oírse, y el juguete yacía ahora en el piso. Nadie se había atrevido a tocarlo. Jennifer Anne podía necesitarlo de nuevo. A veces la niña movía los muebles (y estos dibujaban ciertas figuras), y a George le parecía que la pintura fluorescente de las paredes brillaba más que antes.
La niña no daba ningún trabajo; estaba más allá del posible cuidado de sus padres, y más allá también de su cariño. Esto no podía durar, y ante la certeza de que ya no faltaba mucho, George y Jean se ataban desesperadamente a Jeff.
Jeff estaba cambiando también, pero aún los reconocía. El niño, a quien habían vigilado desde las informes nieblas de los primeros meses, estaba perdiendo su personalidad, disolviéndose hora tras hora ante la mirada de los padres. Sin embargo, a veces conversaba con ellos como en otra época y hablaba de juguetes como si no supiese lo que iba a ocurrir. Pero la mayor parte del tiempo ni los veía, o no advertía que estaban a su lado. Había dejado de dormir, y ellos tenían que hacerlo, a pesar de la abrumadora necesidad de no desperdiciar las pocas horas que quedaban.
A diferencia de Jenny, Jeff no tenía aparentemente ningún poder anormal sobre los objetos físicos. Como había crecido un poco, quizá no necesitaba esos poderes. No tenía otra rareza que una peculiar vida mental, y ya no se trataba sólo de los sueños. Solía quedarse quieto durante horas y horas, con los ojos muy cerrados, como si escuchase unos sonidos que nadie podía oír. El conocimiento entraba en su mente —de alguna parte o de algún tiempo—, un conocimiento que pronto abrumaría y destruiría la todavía no formada criatura que había sido Jeffrey Angus Greggson.
Y la perra Fey, echada a sus pies, lo miraba con ojos trágicos y asombrados, preguntándose dónde estaría su amo y cuándo volvería.
Jeff y Jenny fueron los primeros, pero muy pronto se les unieron muchos otros. Como una epidemia, extendiéndose rápidamente de país en país, la metamorfosis infectó a toda la raza humana. No alcanzó prácticamente a nadie de más de diez años, y no se salvó prácticamente nadie de menos de esa edad.
Era el fin de la civilización, el fin de los ideales que los hombres venían persiguiendo desde los orígenes del tiempo. En sólo unos pocos días la humanidad había perdido su futuro. Cuando a una raza se la priva de sus hijos, se le destruye el corazón, y pierde todo deseo de vivir.
No hubo pánico. Lo hubiese habido, sí, un siglo antes. El mundo estaba ahora como entumecido; las grandes ciudades tranquilas y silenciosas. Sólo las industrias vitales seguían funcionando. Como si todo el planeta fuese un sollozo, un lamento por lo que ya nunca sería.
Y entonces, como lo había hecho en una ocasión ya olvidada, Karellen le habló por última vez a la humanidad.
—Mi tarea aquí está casi terminada —dijo la voz de Karellen por un millón de aparatos de radio—. Al fin, después de un siglo, puedo deciros en qué consistía.
»Tuvimos que ocultaros muchas cosas, como nosotros mismos nos ocultamos durante la mitad de nuestra estancia en la Tierra. Algunos de vosotros, lo sé, pensasteis que ese ocultamiento era inútil. Estáis acostumbrados a nuestra presencia; ya no podéis imaginar cómo hubiesen reaccionado vuestros antecesores. Pero al menos podéis entender por qué nos ocultamos.