Read El fin de la infancia Online
Authors: Arthur C. Clarke
»Pero nuestro mayor secreto fue el propósito que nos trajo a la Tierra... ese propósito sobre el que habéis especulado interminablemente. Tuvimos que callar hasta ahora, pues no nos concernía a nosotros deciros la verdad.
»Hace un siglo vinimos a vuestro mundo y os salvamos de la autodestrucción. No creo que nadie pueda negarlo. Pero nunca sospechasteis en qué consistía esa autodestrucción.
»Cuando prohibimos las armas nucleares y todos los peligrosos juguetes que amontonabais en vuestros armarios, desapareció el peligro de la destrucción física. Creíais que ése era el único peligro. Hicimos todo lo posible para que lo creyeseis así, pero no era cierto. El mayor peligro con que os habéis enfrentado es de un carácter muy diferente. Y no concierne sólo a vuestra raza.
»Muchos mundos llegaron a la encrucijada de la fuerza nuclear, evitaron el desastre, lograron levantar una civilización pacifica y feliz... y fueron luego destruidos por fuerzas de las que no tenían noticia.
»En el siglo veinte comenzasteis a investigar seriamente esas fuerzas. Fue necesario entonces tomar una determinación.
»A lo largo de ese siglo la raza humana estuvo acercándose lentamente al abismo... sin sospechar siquiera su existencia. Sobre ese abismo sólo hay un puente. Pocas razas lo han encontrado sin ayuda. Algunas se echaron atrás, evitando así a la vez el desastre y el triunfo. Sus mundos se convirtieron en islas elíseas, cómodamente satisfechas, que ya no desempeñaban ningún papel en la historia del universo. Ese nunca hubiera sido vuestro destino, o vuestra suerte. Vuestra raza tenía demasiada vitalidad. Se hubiese precipitado en la ruina, arrastrando a otros, pues nunca hubieseis encontrado ese puente.
»Lamento tener que hablaros por medio de analogías. No tenéis palabras, ni conceptos, para lo que deseo deciros, y nosotros mismos no sabemos mucho.
»Para entenderme tendríais que retroceder y resucitar muchas cosas que vuestros antecesores conocían, pero que vosotros habéis olvidado... que, en realidad, os hemos ayudado a olvidar. Pues nuestra estancia en la Tierra ha estado basada en una vasta decepción, un ocultamiento de verdades con las que no podríais enfrentaros.
»En los siglos anteriores a nuestra llegada vuestros hombres de ciencia descubrieron los secretos del mundo físico y os llevaron rápidamente de la energía del vapor a la energía del átomo. Dejasteis atrás la superstición. La ciencia fue la única religión de la humanidad, el regalo (de una minoría al resto de los hombres) que destruyó todas las creencias. Aquellas que aún existían cuando llegamos nosotros, ya estaban agonizando. La ciencia, se decía, podía explicarlo todo. No había fuerzas que no comprendiese, no había acontecimientos de los que en última instancia no pudiese dar cuenta. El origen del universo podía seguir siendo un hecho desconocido, pero todo lo que había ocurrido desde entonces obedecía a las leyes de la física.
»Sin embargo, vuestros místicos, aunque extraviados en sus propios errores, vislumbraron parte de la verdad. Hay poderes mentales (y también otros, más allá de la mente) que la ciencia no hubiese podido encerrar. Esos poderes hubiesen roto los límites de la ciencia. En todas las edades se recogieron innumerables informes sobre fenómenos extraños, —telekinesis, telepatía, precognición— que vosotros bautizasteis, pero que nunca pudisteis explicar. Al principio la ciencia los ignoró, hasta negó su existencia, a pesar del testimonio de quinientos años. Pero existen, y una teoría total del universo tiene que contar con ellos.
»Durante la primera mitad del siglo veinte algunos de vuestros hombres de ciencia comenzaron a estudiar estos fenómenos. No lo sabían, pero estaban jugando con la cerradura de la caja de Pandora. Las fuerzas que podían haber liberado eran mayores que todos los peligros atómicos. Pues los físicos sólo hubieran destruido la Tierra; los parafísicos hubiesen extendido el desastre al universo.
»Había que impedirlo. No puedo explicar la verdadera naturaleza de esa amenaza. No hubiese sido una amenaza para nosotros, y por esa misma razón no alcanzamos a comprenderla. Digamos que os hubieseis convertido en un cáncer telepático, una mentalidad —maligna— que en su inevitable disolución hubiese envenenado otras mentes más poderosas.
»Y así vinimos —fuimos enviados— a la Tierra. Interrumpimos vuestro desarrollo en todos los niveles culturales, pero vigilamos muy particularmente la investigación de los fenómenos parafísicos. Estoy convencido de que evitamos también, al ponernos en contacto, todo trabajo creador. Pero ése fue un efecto secundario, y no tiene ninguna importancia.
»Ahora tengo que deciros algo que os parecerá muy sorprendente, quizá casi increíble. Todas esas Potencialidades, todos esos poderes latentes... nosotros no los poseemos, no los entendemos. Nuestras inteligencias son mucho más poderosas que las vuestras pero hay en vuestras mentes algo que siempre se nos ha escapado. Os hemos estudiado desde que llegamos a la Tierra; hemos aprendido mucho, y aprenderemos más aún. Dudo sin embargo que podamos conocer toda la verdad..
»Nuestras razas tienen mucho en común; por eso nos eligieron para esta tarea. Pero, en otro sentido, somos los extremos de dos evoluciones distintas. Nuestras mentes han cumplido su desarrollo. Lo mismo que las vuestras, en su forma actual. Sin embargo, vosotros podéis dar otro paso, y esto es lo que nos distingue. Nuestras potencialidades están exhaustas; en cambio las vuestras no se han revelado todavía. Están unidas, de un modo que no podemos entender, a los poderes que he mencionado, los poderes que ahora están despertando en el mundo.
»Detuvimos vuestros relojes, interrumpimos el curso del tiempo mientras esos poderes se desarrollaban y comenzaban a fluir por sus verdaderos canales. Mejoramos vuestros planetas, elevamos vuestros niveles de vida, os trajimos paz y justicia, hicimos lo que nos pareció necesario, cuando nos vimos obligados a intervenir. Pero toda esta vasta transformación os apartó de la verdad, y sirvió así para que pudiésemos cumplir nuestros propósitos.
»Somos vuestros guardianes, nada más. Muy a menudo os habéis preguntado qué lugar ocuparía vuestra raza en la jerarquía del universo. Hay algo que está por encima de nosotros, y que nos utiliza para sus propios fines. Nunca hemos descubierto su naturaleza, aunque hemos sido sus instrumentos durante siglos. No nos atrevemos a desobedecerle. Una y otra vez hemos recibido sus órdenes, hemos ido a algún mundo que se encontraba en la primera fase de su cultura, y le hemos enseñado el camino que nosotros nunca podremos seguir, el camino que vais a emprender ahora.
»Hemos estudiado muchas veces el proceso que se nos ordenó vigilar, esperando poder huir un día de nuestras propias limitaciones. Pero sólo hemos percibido lineamientos de la verdad. Nos llamasteis los superseñores ignorando la ironía del título. Digamos que sobre nosotros hay una supermente que nos utiliza como el alfarero utiliza su rueda.
»Y vuestra raza es, la arcilla modelada por esa rueda.
»Creemos —aunque es sólo una teoría— que la supermente trata de crecer, de extender sus poderes y su conciencia a todo el universo. Es hoy la suma de muchas razas, y ya ha dejado atrás la tiranía de la materia. Advierte en seguida la presencia de seres inteligentes. Cuando supo que estabais casi preparados, nos envió a ejecutar esta orden, a disponeros para las transformaciones cercanas.
»La raza humana cambió al principio con lentitud, durante siglos y siglos. Pero esta es una transformación de la mente, no del cuerpo. Si se la compara con la evolución orgánica, es un cataclismo, algo instantáneo. Ha comenzado ya. La vuestra es la última generación del Homo sapiens.
»En cuanto a la naturaleza del cambio, es muy poco lo que podemos deciros. No sabemos cómo se produce, qué impulso emplea la supermente cuando cree que ha llegado el momento. Sólo hemos descubierto que comienza con un simple individuo —un niño siempre— y luego se extiende de un modo instantáneo, como se forman los cristales alrededor del núcleo en una solución saturada. Los adultos no son afectados; el molde de sus mentes es inalterable.
»Dentro de unos pocos años habrá pasado todo, y la raza humana se habrá dividido en dos. Este mundo que conocéis ya no puede volver atrás, y ya no tiene tampoco futuro. Han terminado los sueños y las esperanzas de vuestra raza. Habéis dado origen a vuestros sucesores, y vuestra tragedia consiste en que nunca podréis entenderlos, que nunca podréis comunicaros con sus mentes. En realidad no tendrán mentes. Serán, todos, una simple entidad, como vosotros sois las sumas de miríadas de células. Pensaréis que no son seres humanos, y tendréis razón.
»Dentro de una pocas horas se habrá producido la crisis. Mi tarea y mi deber es cuidar a aquellos por los que he venido. A pesar de sus nacientes poderes podrían ser destruidos por las multitudes... sí, y aun por los padres cuando estos comprendan la verdad. Debo llevármelos y aislarlos, para su protección, y la vuestra. Mañana nuestras naves comenzarán la evacuación. No os acusaré si tratáis de intervenir, pero todo será inútil. Esos poderes que ahora están despertando son mayores que los míos; yo sólo soy su instrumento.
»Y luego, ¿qué haré con vosotros, los sobrevivientes, cuando haya concluido nuestra tarea? Sería lo más simple, y quizá también lo más misericordioso, destruiros, como vosotros mismos destruiríais un cachorro al que queréis mucho y que ha sufrido una herida mortal. Pero no haré eso. Podréis elegir vuestro futuro en los pocos años que os quedan. Tengo la esperanza de que la humanidad se encaminará a la paz, hacia su descanso, con la idea de que no ha vivido inútilmente. Lo que habéis traído al mundo es algo terriblemente extraño que no comparte vuestros deseos y esperanzas, que puede juzgar vuestras más grandes hazañas como juguetes infantiles. Sin embargo es algo maravilloso, y es obra vuestra.
»Cuando vuestra raza esté totalmente olvidada, una parte de vosotros seguirá existiendo. No nos condenéis, entonces, por lo que estamos obligados a hacer. Y recordad: siempre os envidiaremos.
Jean había dejado de llorar. La isla dorada yacía bajo la luz cruel e indiferente del sol cuando la nave apareció sobre las cimas mellizas de Esparta. En esa isla rocosa, no hacia mucho tiempo, su hijo había escapado a la muerte por un milagro que Jean entendía ahora demasiado bien. A veces se preguntaba si no hubiese sido mejor haber dejado a Jeffrey en manos del destino. Jean podía hacer frente a la muerte, como ya lo había hecho en otras ocasiones. Pero esto era más extraño que la muerte, y más definitivo. Los hombres habían muerto hasta hoy, y sin embargo la raza había seguido viviendo.
Los niños permanecían inmóviles y silenciosos. Estaban desparramados en grupos sobre la arena, sin mostrar ningún interés por sus compañeros ni por los hogares que estaban dejando. Muchos llevaban en brazos a bebés que aún no sabían caminar, o que no deseaban poner en evidencia otros poderes. Pues seguramente, pensaba George, si podían mover la materia, podrían mover también sus propios cuerpos. ¿Por qué, en verdad, estaban recogiéndolos las naves?
No tenía importancia. Se iban y éste era el modo que habían elegido para irse. Y de pronto, George recordó una escena. En alguna parte, hacía ya mucho tiempo, había visto un viejo noticiero cinematográfico en el que aparecía un éxodo semejante. Podría haberse tratado del comienzo de la primera guerra mundial, o de la segunda. Largas hileras de trenes, repletos de niños, se alejaban lentamente de las amenazadas ciudades, dejando atrás a sus padres, en muchos casos para siempre. Algunos pocos lloraban; otros estaban desconcertados, y asían con fuerza las valijitas, pero la mayoría parecía mirar valientemente hacia adelante, hacia alguna gran aventura.
Y sin embargo... la analogía era falsa. La historia no se repetía nunca. Los que ahora se alejaban ya no eran niños. Y esta vez no había ninguna posibilidad de regreso.
La nave había aterrizado junto a la orilla del agua, hundiéndose profundamente en las blandas arenas. Los grandes paneles curvos se abrieron simétricamente y las rampas se extendieron hacia la playa como lenguas de metal. Las desparramadas e indescriptiblemente solitarias figuras comenzaron a converger, a unirse en una multitud que se movía como cualquier otra multitud humana.
¿Solitarias? George se preguntó por qué habría tenido esa idea. Pues eso era lo que nunca volverían a ser únicamente los individuos pueden sentirse solos, únicamente los seres humanos. Cuando las barreras cayeran al fin, la soledad se desvanecería del mismo modo que la personalidad. Las innumerables gotas de lluvia se habrían confundido con las aguas del océano.
Sintió que la mano de Jean lo apretaba con más fuerza en un espasmo de emoción.
—Mira —murmuró la mujer—. Puedo ver a Jeff junto a la segunda puerta.
La distancia era grande y no era posible estar seguro. George sintió que una niebla le cubría los ojos. Pero era Jeff, sí. Podía reconocerlo ahora. El niño apoyaba un pie en la rampa metálica.
Y en ese momento Jeff se volvió y miró hacia atrás., Su cara era sólo una mancha blanca; era imposible saber si había en ella algún gesto de reconocimiento, algún recuerdo de todo lo que estaba dejando. George tampoco sabría nunca si se había vuelto hacia ellos por pura casualidad o si había sentido, en esos últimos instantes, mientras era todavía el hijo de George y Jean, que estaban mirando cómo entraba en un país que ellos nunca podrían visitar.
Las grandes puertas comenzaron a cerrarse. Y en ese instante Fey alzó la cabeza y lanzó un largo y desolado gemido. Volvió los hermosos y límpidos ojos hacia George. La perra había perdido a su amo. George ya no tenía rivales.
Los que se quedaron tenían muchos caminos, pero sólo una meta. Había algunos que pensaban: el mundo es hermoso, ¿por qué tenemos que dejarlo, o por qué tenemos que apresurar nuestra partida? Pero otros, que habían puesto sus ojos más en el futuro que en el presente, de tal modo que sus vidas habían perdido todo valor, no deseaban quedarse. Partieron solos, o en compañía de sus amigos.
Así ocurrió con Atenas. La isla había nacido con el fuego. Con el fuego decidió morir. Aquellos que querían seguir viviendo salieron de la colonia, pero la mayor parte se quedó allí, para encontrar el fin entre fragmentos de sueños.
Nadie podía saber cuándo llegaría la hora. Sin embargo, Jean despertó en medio de la tranquilidad de la noche y se quedó un momento con los ojos clavados en la claridad fantasmal del cielo raso. Luego extendió una mano y tocó a su marido. George tenía habitualmente un sueño pesado, pero esta vez se despertó enseguida. No se hablaron; no había palabras para ese momento.