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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El frente (16 page)

BOOK: El frente
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—Hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano. No poseíamos la genialidad de la que hacen gala hoy en día.

—No se puede hablar de genialidad, pero desde luego tenemos dispositivos técnicos que no existían cuando usted investigó estos casos, doctor Hunter. Me preguntaba qué tiene en su poder —añade, y señala el pequeño archivador en su regazo.

—Mayormente los mismos viejos informes que con toda probabilidad ya ha visto, los de Cambridge incluidos. Pero lo mejor…, bueno, habría sido impropio de mí salir por la puerta con ello cuando me jubilé. Específicamente con los especímenes patológicos. Cuando el departamento de Medicina Legal se disolvió en los años ochenta, nuestros especímenes se quedaron allí, y sin duda acabaron por deshacerse de ellos. Ojalá tuviera aún los ojos de Janie Brolin. Eran fascinantes. Más de una vez los mostré en los laboratorios de análisis biológicos. Nadie acertaba a dar respuesta.

—¿Qué ocurría con sus ojos?

—Como cabría esperar, durante su autopsia, iluminé con una luz intensa sus ojos, preguntándome si en un examen general descubriría algo que diera con la razón de su ceguera. Y descubrí unas extrañas motitas parduscas brillantes sobre las córneas, que sospecho eran secuelas del proceso degenerativo que provocó su ceguera. O tal vez sufría de algún tipo de degeneración neurológica sin diagnosticar que pudo derivar en una distribución alterada de la pigmentación. A día de hoy, no lo sé. Bueno, no creo que sirva a sus objetivos, de todas maneras. Más bien una curiosidad médica de las que a mí me gustan.

—¿Le importa? —Win se levanta y se acerca al pequeño archivador.

—Adelante.

Se lo lleva de regreso junto a la chimenea y quita la tapa. La documentación y las fotografías que eran de esperar, y un recipiente de comida hermético de plástico.

—Lleva ahí una temporada, ¿verdad? —dice el doctor Hunter—. Tupperware. Eso y tarros de cristal Ball, artículos de primera necesidad en el depósito de cadáveres.

La tapa está etiquetada con el número de caso que a estas alturas tan familiar le resulta: WT218-62. En el interior hay una jeringuilla con la aguja doblada y un frasquito que Win levanta a contraluz.

Contiene residuos oleaginosos y lo que parecen ser diminutas motas de cobre deslustrado.

Capítulo
9

Tras una breve parada en el laboratorio para dejar la jeringuilla y el frasquito, va a ver cómo está Nana.

—Te he traído el coche —le dice en voz alta—. La puerta sin cerrar. La alarma desconectada. Al menos me tranquiliza en cierta manera que todo siga como siempre, porque lo demás es un caos, Nana.

Todo eso mientras lleva las compras a la cocina, sin darse cuenta de que Nana tiene una visita. La pobre señora Murphy, de Salem. Es toda una ironía que Nana tenga clientes de la que literalmente se denomina «La ciudad de las brujas», donde en el emblema de la policía hay una bruja montada en una escoba. De veras.

—No me había dado cuenta de que tenías compañía. —Deja las bolsas y empieza a guardar las compras.

Comestibles de una tienda de verdad, donde ha pagado un precio como es debido.

—¿Qué tal está, señora Murphy? —pregunta.

—Bueno, no muy bien.

—Me da la impresión de que ha adelgazado.

—No mucho. —La señora Murphy sigue tan hosca como siempre, con sus ciento cincuenta kilos a cuestas.

Tiene un problema glandular, según dice. No ha mejorado, explica. Hace todo lo que le aconseja Nana, y durante una temporada, no va tan mal. Luego vuelve a aparecer el vampiro psíquico, le chupa la fuerza vital mientras duerme, y se queda tan deprimida y cansada que no puede hacer ejercicio ni ninguna otra actividad que no sea comer.

—Lo sé —responde Win—. Yo trabajo para un vampiro psíquico. Es un infierno.

La señora Murphy se echa a reír y se palmea los inmensos muslos.

—Qué gracioso eres. Siempre me animas —le dice—. Pero ya te advertí que te mantuvieras alejado de ella. ¿Has visto sus películas? O comoquiera que se llamen. Lo mismo que están haciendo los candidatos a la presidencia. YouTwo o algo por el estilo. Bueno, pues me mantengo al corriente de lo que estás haciendo, con ese caso tan importante que de repente es noticia. Yo recuerdo ese caso, ¿tú no? —Le dirige un gesto de cabeza a Nana—. Fue como si alguien le hubiera hecho aquello a Helen Keller cuando era joven, sólo que, naturalmente, nadie mató a Helen Keller
[2]
, gracias a Dios.

—Gracias a Dios —coincide Nana.

—Recuerdo haber pensado que era como una película de Alfred Hitchcock. Una idea no muy original, mucha gente lo comentó en su momento. Algo así como
Sola en la oscuridad
, en la que te imaginas a esa pobre chica ciega intentando llamar por teléfono, desesperada por pedir ayuda, y ni siquiera es capaz de ver el teléfono, y mucho menos al asesino. Sin saber en qué dirección echar a correr porque no veía nada. Qué aterrador tiene que ser eso, ¿verdad? Bueno, voy a irme para que puedas pasar un rato con tu chico —le dice la señora Murphy a Nana.

Win ayuda a la señora Murphy a levantarse de la silla.

—Qué caballero está hecho. —Abre el monedero, saca un billete de veinte dólares y lo deja encima de la mesa. Luego señala a Win con el dedo—. Todavía tengo a esa hija mía, ya sabes. Lilly es una chica estupenda, y ahora mismo no está saliendo con nadie.

—En estos momentos estoy muy ocupado. No soy buen partido, sobre todo para alguien tan estupendo como su hija.

—Qué caballero —vuelve a decir, marca un número en el móvil y le dice a la persona que contesta—: Salgo ahora. ¿Qué? Oh, no. Es mejor que te espere en el sendero de entrada. Estoy muy cansada para rodear la manzana, cariño.

Se marcha, y Nana abre la nevera para echar un vistazo a lo que acaba de comprar Win.

—Qué maravilla, cuántas cosas, cariño mío —dice, al tiempo que abre un armario para mirar allí también—. ¿Qué ha pasado con tu amiga?

—Me venía mejor pasar por Whole Foods. El pollo asado viene directo del asador, y la ensalada de arroz silvestre… te hace falta tomar cereales. Tiene frutos secos y pasas. Te he llenado el depósito del coche de gasolina, he comprobado el aceite, creo que ya está todo.

—Siéntate un momento —dice Nana—. ¿Ves esto? —Señala un colgante dorado de grandes dimensiones que lleva al cuello, entre otras diez cadenas con amuletos y símbolos que Win no entiende—. Tengo un mechón de cabello tuyo de cuando eras una criatura en este guardapelo. Y ahora he añadido un mechón de pelo mío.

Energía materna, cariño. Tu abuela protege a su nieto. Hay ángeles que caminan por la tierra. No temas.

—Si te cruzas con alguno, envíamelo. —Le sonríe.

—¿Qué ha ocurrido con tu amiga?

—¿Qué amiga, y qué te hace pensar que ha ocurrido algo?

—La que ha provocado las tinieblas en tu corazón. No es lo que tú crees.

—Nada es nunca lo que creo que es —dice—. Eso es lo que da interés a la vida, ¿verdad? Tengo que irme.

—Inglaterra —dice Nana.

Win se detiene en el umbral.

—Eso es. Janie Brolin era de Inglaterra. —Lo han dicho una y otra vez en las noticias.

Lamont y Scotland Yard, el dúo dinámico. ¿Quién sabe? Igual resulta que acaban salvando lo que queda del mundo.

—No —dice Nana categóricamente—. No se trata de esa pobre muchacha.

Fuera, Win se pone el equipo para montar en moto mientras la señora Murphy lo observa, con su enorme monedero de imitación de cuero colgado del pliegue de un grueso brazo.

—Pareces de una de esas series —le dice—.
Star Trek
. Antes me encantaba el capitán Kirk. Ahora se dedica a hacer anuncios de viajes. ¿Verdad que es irónico? El capitán Kirk haciendo anuncios de viajes, supongo que se aloja en hoteles «donde nunca había llegado el hombre». —Entre risas—. Por noventa y nueve dólares. Nadie le ve la ironía salvo yo.

Win se pone el casco y dice:

—¿Quiere montar de paquete para que le dé una vuelta?

Ella lanza una carcajada.

—¡Voy a mearme en las bragas! Virgen santísima. Una ballena como yo en esa motito de nada.

—Venga —da una palmada en la parte de atrás del asiento—. Suba. La llevo hasta su coche.

A la señora Murphy se le descuelga la cara y aflora algo tierno y triste a sus ojos, porque Win lo dice en serio.

—Bueno, ahí llega Ernie —dice en el momento en que un Toyota dobla hacia el sendero de entrada.

Lamont está en su despacho cuando Win sale del ascensor.

No hace falta ser ningún detective para deducirlo. Su coche está en la plaza de aparcamiento que tiene reservada, la puerta del despacho está cerrada y Win oye el leve murmullo de voces al otro lado. Probablemente habla con su último secretario de prensa, otro de esos con pinta de muñeco Ken. Win entra en la unidad de investigación, apenas habla con sus colegas, que le lanzan una mirada curiosa, pues se supone que está de permiso, ocupado en resolver un caso de importancia internacional. Lo que necesita ahora mismo es, antes que nada, pisar terreno conocido, su teléfono y su ordenador. Deja los informes del doctor Hunter encima de la mesa y echa un vistazo al reloj de su abuelo, supuestamente robado. Son casi las nueve de la noche en Londres. Se conecta a Internet, da con un número de información general en Scotland Yard y le dice a la señora que contesta que es un detective de homicidios de Massachusetts y que tiene mucha necesidad de hablar con el inspector jefe. Es urgente.

Sus palabras caen a plomo, igual que si hubiera llamado a la Casa Blanca y preguntado por el presidente.

Después de un tremendo follón, lo ponen en contacto con una mujer bastante agradable en la división de investigaciones y averigua que el hombre con quien debe hablar es el subjefe de policía Jeremy Killien. El problema es que está en el extranjero.

—¿Sabe dónde puedo localizarlo?

—Se ha ido a Estados Unidos, eso es todo lo que sé. Si vuelve a llamar mañana en horas de oficina, tal vez pueda ayudarle uno de los ayudantes administrativos del inspector jefe. —Le facilita un número directo.

No puede estar relacionado con el caso Brolin. Es imposible que un subjefe de policía de Scotland Yard se desplace hasta aquí por eso. Win permanece sentado y piensa, saca tres comprimidos Advil de un frasco, tiene un dolor de cabeza terrible y esa sensación como de distanciamiento a cámara lenta que le sobreviene cuando anda falto de sueño, sin hacer el ejercicio necesario ni comer lo suficiente. Empieza a revisar los expedientes del doctor Hunter, que en buena medida contienen la misma información que encontraron Stump y él en la sala de archivos. Bueno, ahora no va a pedirle a Stump que le ayude con nada, así que repasa las notas, otros documentos, frase por frase, página a página, hasta que se encuentra con un nombre que lo deja helado.

J. Edgar Hoover.

Otros hombres, nombres de mafiosos que le resultan vagamente familiares, garabateados en la caligrafía casi ininteligible del doctor Hunter, referencias sin detalles a una conversación que mantuvo el 10 de abril con un periodista de Associated Press. Win se conecta a Internet y pone en marcha una búsqueda tras otra. El periodista se hizo acreedor de varios premios por una serie de reportajes que publicó sobre el crimen organizado. Win empieza a imprimir artículos. Leerlos es un proceso lento, y, tal como imaginaba, el periodista murió hace años, así que ya puede olvidarse de hablar con él.

Casi a las cinco de la tarde, suena su móvil.

Es Tracy, del laboratorio.

—Nada útil de ADN. No hay ninguna concordancia en la base de datos combinada, pero tenías razón —le dice.

Le pidió que tomara muestras de la jeringuilla y el frasquito, y qué las sometiera al microscopio de escaneo electrónico y al análisis de rayos X para magnificar las partículas en los restos oleaginosos y determinar asimismo su composición elemental. Suponiendo que las extrañas motas pardas sean inorgánicas, como el cobre.

—Son metal —le confirma ella.

—¿Qué demonios puede contener cobre? ¿Se estaba inyectando partículas de cobre?

—Cobre no —dice Tracy—. Oro.

* * *

Lo que empieza a aflorar es el retrato de una violenta tragedia que, como casi todas en las que ha trabajado Win, está arraigada en el azar, el destiempo, un incidente en apariencia insignificante que pone fin a la vida de una persona de una manera pasmosamente brutal.

Aunque nunca lo demostrará, porque no queda nadie que pueda atestiguarlo, parece ser que menos de cuarenta y ocho horas antes de que Janie Brolin fuera asesinada, ella misma dio pie al fatal acontecimiento con el sencillo acto de salir por la puerta de su apartamento para continuar una discusión con su novio, Lonnie Parris. Win se levanta de la mesa y cae en la cuenta de que llevaba cinco horas absorto en el caso. Pasa por delante de un cubículo vacío tras otro, todo el mundo se ha marchado. Al otro extremo de la planta se encuentran las oficinas del fiscal de distrito, y la puerta a la
suite
de Lamont. Ella está dentro. Win percibe su energía, intensa y egoísta. Llama con los nudillos, no espera a que respondan, entra y cierra la puerta a su espalda.

Ella está de pie tras su impoluta mesa de cristal, metiendo documentos en el maletín, levanta la mirada y una expresión de incomodidad asoma brevemente a su cara. Luego recobra su actitud inescrutable de siempre, con un traje azul ahumado y una blusa de tono negro verdoso, esa leve falta de armonía tan propia de Armani.

Win se sienta sin que medie invitación y dice:

—Necesito unos minutos.

—No los tengo. —Cierra el maletín y afianza los cierres con sonoros chasquidos.

—Creo que puede interesarte la información antes de que se la pase a Scotland Yard, a Jeremy Killien. Y por cierto, cuando pidas ayuda a otros organismos para que colaboren en una investigación mía, sería un detalle por tu parte ponerme al corriente.

Ella se sienta y dice:

—Estás perfectamente al tanto de la implicación de Scotland Yard.

—Ahora mismo, sí. Porque lo he oído en las noticias que filtraste.

—Yo no las filtré. Fue el gobernador.

—Vaya. Me pregunto cómo lo averiguó. Tal vez alguien se las filtró a él primero.

—No vamos a hablar de eso —dice Lamont, como sólo ella puede decirlo. Nunca un comentario, siempre una orden—. Evidentemente, tienes noticias sobre nuestro caso. Buenas noticias, espero ¿no?

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