—Es evidente que hemos estado protegiendo a la persona equivocada durante todo este tiempo —dijo Nim sin dirigirse a nadie en particular, una vez que los demás estuvieron servidos—. Cat nos ha superado a todos con ese número de escapismo, aunque no llego a comprender con qué objetivo. ¿Alguna idea?
—Creo que es igual de evidente que no confiaba en que ninguno de nosotros pudiera protegerla a ella o a Alexandra —planteó Rodo—. ¿Por qué si no se habría encargado ella personalmente de este tipo de asuntos tan delicados como lo ha hecho?
Aunque Rodo no había acabado de hablar, supe que no podía seguir soportando aquello ni un solo segundo más, tenía los nervios a flor de piel. Estaba segura de que acabaría estallando.
—Esto… Creía que ninguno de vosotros se conocía —dije con toda tranquilidad, aunque fulminando a Nim, que se encontraba en la otra punta de la habitación, con la mirada.
—Y no nos conocíamos —contestó, indignado—. Se nos ha mantenido apartados con un propósito y por expreso deseo de tu madre, artífice de la idea. Yo diría que, en realidad, todo empezó con la muerte de tu padre. Esto es lo que pasa cuando tratas con una mujer que deja que sus instintos maternales dominen sus facultades mentales. Antes de que nacieras, al menos pensaba con la cabeza. Qué desastre.
Genial, ahora encima yo era la responsable de la confabulación descabellada que aquellos tipos habían estado maquinando en secreto, sin que yo supiera nada.
—Entonces, ¿podrías explicarme quién es el dueño de Sky Ranch, él o tú, tal como asegura Sage? —pregunté a Nim, señalando a Galen con un gesto.
—Cat me pidió que lo comprara —contestó Nim—. Según me explicó, era una especie de zona de transición para mantener alejados a los especuladores de terreno. Había encontrado a alguien que serviría de testaferro para que la gente del lugar no supiera que nosotros estábamos detrás de aquello. Aunque nunca supe de quién se trataba, supongo que esa persona debe de ser el señor March. Por lo visto, fue la señorita Livingston, aquí presente, quien ayudó a que la compra se realizara con discreción.
¿Sage? ¿Por qué mi madre iba a utilizarla precisamente a ella cuando odiaba a todo el clan Livingston? Aunque eso explicaba por qué Sage sabía quién era el verdadero dueño del rancho, aquel despropósito tenía menos sentido por momentos, mucho menos que invitarlos a todos a su maldita fiesta de cumpleaños. Me dieron ganas de ponerme a gritar.
Además, todavía quedaban algunos cabos sueltos. Sin embargo, ni siquiera tuve que preguntar: el Potemkin de los Pirineos estaba a punto de ofrecerme la respuesta.
—Tu madre y yo somos amigos desde hace años —dijo Rodo—. Dudo que aprobara que me pusiera a comentar aquí la naturaleza exacta de nuestra relación dadas las molestias que me ha tomado para mantenernos separados durante tantos años, pero sí diré que fue ella quien me pidió que te contratara cuando saliste de ese lugar tan espantoso, de la CIA, y me dijo que me proporcionaría excelentes referencias. En respuesta a tu anterior pregunta, hasta la fecha esto es todo lo que sabía de tu tío. Espero que eso lo explique todo.
Aquello explicaba una cosa a la perfección… Tal vez demasiado bien, incluso. Si Nim estaba en lo cierto y mi madre había llevado las riendas desde el principio, si estábamos en peligro, sin duda tendría sentido que hubiera mantenido a aquellos peones separados tal como había hecho o, al menos, que les hubiera ocultado sus intenciones respecto a su estrategia global. Es decir, siempre que todos ellos estuvieran siendo dirigidos entre bastidores, como en una partida de ajedrez.
Solo que mi madre no jugaba al ajedrez.
Pero yo sí. Y si sabía algo mejor que ninguno de los que estaban allí era que, efectivamente, había una partida en juego, aunque desde luego no la dirigía mi madre. Esa era mi misión: descubrir quién estaba moviendo los hilos.
Así que mientras «el grupo» seguía divagando acerca de la desaparición de mi madre e intentaba juntar las piezas para resolver el porqué de su proceder y sus motivos, yo me dediqué a intentar desentrañar el misterio para mis adentros.
Empecé repasando el ordenado paquetito donde todo había sido doblado y colocado con tanta delicadeza: un grupo de personas que no se conocían de nada y que acababan de descubrir sus intereses comunes en el Four Seasons. Todos habían sido reclutados por una mujer, convenientemente desaparecida en esos momentos, para prestar diversos servicios: comprar tierras, contratar a su hija y actuar de «testaferro». Y eso anudaba el último cabo suelto que rodeaba el paquete.
Al levantarme y acercarme a Sage Livingston, todo el mundo guardó silencio y se volvió hacia mí.
—Ahora lo entiendo todo —dije, dirigiéndome a Sage—. No sé cómo no lo he visto antes. Tal vez porque aquí mi jefe, el señor Boujaron, me despistó al decirme que yo interpretaba un papel distinto del que realmente interpreto. Sin embargo, no cabe duda de que ha empezado una nueva partida y acabo de comprender que todas las personas a las que mi madre invitó a la fiesta son jugadores, incluidos los que ahora estamos en esta habitación. Aunque no todos estamos en el mismo equipo, ¿verdad? Por ejemplo, creo que Rosemary, tu madre, es la persona que ha vuelto a iniciar la partida. Y a pesar de que Rodo dijo que yo era la Reina Blanca, creo que la Reina Blanca es ella…
Rodo me interrumpió.
—Dije que los asistentes a la cena creían que tú eras la Reina Blanca —me corrigió—. Además, ¿cómo iba a creer la señora Livingston que tú eres ese algo que, tal como acabas de asegurar, en realidad es ella?
—Porque tiene que ser así—insistí—. Los Livingston se mudaron a Redlands, en la meseta, justo después de la muerte de mi padre, cuando supieron que nosotras también nos trasladábamos allí. Cuando Rosemary descubrió quién era verdaderamente mi madre…
—No, te equivocas —intervino Sage—. Supimos quiénes erais en cuanto os mudasteis allí, por eso mi madre me pidió que me hiciera amiga tuya, pero nosotros vivíamos allí antes que llegarais vosotras. Rosemary supuso que habíais ido a Colorado por eso mismo, porque nosotros estábamos allí. Después de todo, como acabas de averiguar, fue tu madre quien dispuso la compra en secreto de los terrenos que lindan con nuestra propiedad.
Aquello no tenía sentido. Una vez más volvía a asediarme aquella desagradable sensación.
—¿Por qué iba mi madre a hacer algo semejante? —pregunté—. ¿Y por qué te pidió tu madre que te hicieras amiga mía?
Sage me miró con una expresión a caballo entre el desdén y la completa estupefacción ante mi ignorancia.
—Como Rodolfo Boujaron acaba de decir —se explicó—, mi madre siempre ha creído que tú serías la nueva Reina Blanca. Cuando murió tu padre, creyó ver la oportunidad de destrozar ese escudo de una vez por todas y derribar las defensas. Como ya he dicho, supo desde el primer momento quién era tu madre y qué papel interpretaba. Y, lo más importante, también sabía qué había hecho.
Esa rara sensación me atenazó la nuca, como si alguien tirara de mí hacia atrás al borde del precipicio al que estaba a punto de lanzarme. Sin embargo, no podía evitarlo, tenía que saberlo.
—¿Qué había hecho mi madre?—pregunté.
Sage miró a los demás, quienes parecían tan sorprendidos como yo por el derrotero que había tomado aquella conversación.
—Creía que todos lo sabíais —dijo—: Cat Velis mató a mi abuelo.
Lo que importa son las preguntas. La clave para aguantar hasta el final son las preguntas y descubrir cuáles son las correctas […]. La avalancha de información amenaza con impedir distinguir la estrategia con claridad, con ahogarla en detalle; números, en cálculos y análisis, en reacción y táctica. Para disfrutar de una táctica sólida debemos contar con una estrategia sólida por un lado y con un cálculo preciso por el otro, y ambos requieren de una visión de futuro.
GARI KASPÁROV,
Cómo la vida imita al ajedrez
E
n ese momento comprendí por qué las agencias de inteligencia y las redes de espionaje podían toparse con problemas al intentar separar el grano de la paja, por no hablar de distinguir la realidad de la ficción. Tenía la sensación de haber cruzado el espejo y haber descubierto que, al otro lado, todo el mundo caminaba sobre las manos.
Sage Livingston, mi archinémesis desde nuestros aciagos días de colegio, acababa de informarme de que su madre, Rosemary la había «azuzado» contra mí desde el primer día. Y ¿Por qué? Para vengarse de mi madre por un homicidio inverosímil donde los hubiera y para «infiltrar» a alguien como yo, una supuesta jugadora de las blancas desde la cuna, en medio del imperio del I.H.L. que las negras habían construido prácticamente a la puerta de casa de los Livingston.
Huelga decir que empezaba a tener problemas para escarbar entre los despojos imaginarios que parecían desparramarse por todas partes.
El más evidente de todos era que mi madre, una eremita convertida, jamás, que yo hubiera visto u oído, había tenido trato con ningún miembro del clan de los Livingston en los diez años que llevaba viviendo en Colorado. Por tanto, ¿cómo iba a haber estado persiguiéndolos ella por todo el tablero? Todo lo contrario.
En cuanto al fomento de las amistades filiales, tenía la impresión de que eso se le daba bastante mejor a Rosemary que a mi madre, quien siempre le había tenido tanta aversión a Sage como yo.
Sin embargo, el mayor reparo que podía tener su historia era el que había ofendido a mi tío, quien no dudó en enfrentarse a Sage al oír su último comentario.
—¿Se puede saber qué ha podido llevarte a la conclusión de que Cat Velis mató a tu abuelo? Pero si no le haría daño ni a una mosca… —dijo Nim, resoplando con desdén—. ¡Conozco a Cat desde que nació Alexandra, incluso desde antes de que se casara! Esta es la primera vez que oigo tamaño disparate.
Justo lo que yo pensaba. Además, Galen y Rodo parecían haberse quedado igual de estupefactos ante aquel comentario. Todos miramos a Sage.
Era la primera vez en mi vida que la veía ante un público mayoritariamente masculino y que parecía haberse quedado sin palabras, allí sentada con remilgo en la silla de brocado de satén, jugueteando sin parar con su absurda pulserita de diamantes. Me fijé en que llevaba colgando de ella una raquetita ribeteada de esmeraldas. Aquello era lo último, de verdad…
Rodo intervino cuando se hizo evidente que Sage no pensaba responder.
—Estoy seguro de que mademoiselle Livingston no pretendía sugerir que la madre de Alexandra hubiera hecho daño a nadie a propósito. Si realmente ocurrió algo semejante, tuvo que deberse a un accidente o a una terrible desgracia.
—Puede que haya hablado demasiado —admitió Sage—. En realidad, yo sólo soy el mensajero y está visto que no se me da muy bien ese papel. Después de todo, como acabas de explicar, acaba de empezar una nueva partida con nuevos jugadores. Es por eso por lo que mis padres me enviaron a ayudar a Galen a buscar a Cat cuando esta desapareció y por lo que luego me hicieron venir aquí, a la capital, para reunimos con Alexandra. Estaban completamente seguros de que todos vosotros estabais al tanto de la situación, que conocíais las acciones pasadas de Cat Velis, que os oponíais a sus planes, sobre todo Alexandra. Al fin y al cabo, todo el mundo sabe que llevan años sin hablarse. Aunque parece que estábamos equivocados…
Sage dejó la frase en el aire mientras nos miraba con impotencia. Me gustaría decir que nunca la había visto tan vulnerable, pero lo cierto es que jamás me había llegado a cuestionar siquiera que ese adjetivo tuviera cabida en el vocabulario de Sage. Se parecía más a una estratagema, y aunque me hubiera molestado la deducción que había hecho acerca de la relación que yo tema con mi madre, supongo que no era precisamente un secreto para nadie, tal como ella había dicho.
Sin embargo, lo más importante de todo era que si había empezado una nueva partida, como así parecía creer todo el mundo, y ni la madre de Sage ni yo éramos la nueva Reina Blanca, entonces, ¿quién la había iniciado? ¿Y hacia dónde conducía?
Pensé que había llegado el momento de poner algunos puntos sobre las íes.
—Creo que lo que Rodo y mi tío quieren saber es por qué Rosemary parece creer que mi madre es responsable de la muerte de su padre, fuera accidental o no. ¿Cuándo o dónde podría haber ocurrido algo semejante? Al fin y al cabo, Cat no se deja ver muy a menudo, ha llevado una vida bastante retirada…
—Pero se dejó ver por Ain Ka'abah —replicó Sage, frunciendo los labios.
¿Otra vez con eso?
—Es una aldea en la cordillera del Atlas, en Argelia —añadió—. Allí fue donde se conocieron tu madre y la mía, en el hogar de las montañas de mi abuelo. Aunque lo mató en su casa de La Madrague, un puerto marítimo en la costa mediterránea cerca de Argel.
Se hizo tal silencio en la habitación que daba la impresión de que la hubieran amordazado. Podría haberse oído la caída de un alfiler sobre la alfombra. Sentí que el horror se ahondaba y se espesaba, como si tirara de mí hacia el fondo de un pozo lleno de melaza.
Conocía aquella historia y recordaba perfectamente dónde y de quién la había oído: de Lily Rad, en Colorado. Nos había contado que ella también estaba en Argelia con mi madre y que un tipo que iba detrás de las piezas que ellas habían recuperado del desierto había secuestrado a Lily en el puerto. Lily se había referido a él como el Viejo de la Montaña. ¡Nos había dicho que era el Rey Blanco!
«Pero tu madre fue en busca de refuerzos para rescatarme y acabó aporreándolo en la cabeza con su pesado bolso de lona con las piezas de ajedrez», habían sido las palabras de Lily.
¿Podría ser esa la causa de su muerte? ¿Era posible que mi madre hubiera matado a ese hombre? ¿Podía ser el Rey Blanco el padre de Rosemary Livingston?
Aunque había algo más, algo importante que estaba relacionado con el nombre del tipo, algo que tenía que ver con los acontecimientos de esos últimos días. Me devané los sesos intentando recordarlo, pero mis pensamientos se vieron interrumpidos.
—Al-Marad —dijo aquella inconfundible voz cristalina desde la puerta—. Se llamaba así, según me han dicho, por Nimrod, el rey de Babilonia que construyó la Torre de Babel.
Allí estaba Nokomis Key, en el umbral de la puerta de la suite de mi tío, mirándome a los ojos.
—Espero que hayas recibido la nota que te dejé —dijo—. Eres difícil de encontrar y, créeme, te he buscado por todas partes, muñeca. —Se acercó y me asió por los brazos para ponerme en pie—. Tenemos que largarnos de este muermo de fiesta antes de que averigüen quién soy —me susurró al oído, mientras me arrastraba a paso ligero hacia la puerta abierta.