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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (44 page)

BOOK: El Fuego
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Maurice Talleyrand solía acomodarse en una silla de jardín, al aire libre, donde podía embriagarse con el perfume de las rosas y observar a la vez lo que ocurría en el interior de la casa. En otros tiempos, había sido testigo tantas veces de la magia que hacía Carême que casi podía describirla con los ojos vendados. Aquel en concreto siempre había sido su número preferido.

Maurice había pasado incontables horas con incontables cocineros en incontables cocinas. Desde siempre, uno de sus grandes placeres había consistido en la concepción y disfrute de un banquete, especialmente en su profesión, pues Maurice consideraba que un convite bien planificado era el mejor lubrificante para mantener engrasada la maquinaria de la diplomacia. Durante el Congreso de Viena, había enviado un único mensaje a su nuevo patrón, Luis XVIII, quien se encontraba en París: «Aquí se necesitan más cazuelas que instrucciones». Y Carême había sido el encargado de suministrarlas.

Sin embargo, tal vez la cena de esa noche acabara demostrándose como la más difícil y delicada de su larga y distinguida carrera, como Maurice bien sabía. Esa noche vería a su hijo por primera vez en casi veinte años. Él y Chariot, quien había dejado de ser un niño, tendrían preguntas trascendentales que hacerse y secretos que revelarse mutuamente.

No obstante, como Maurice sabía, la única persona que quizá estuviera en poder de las respuestas, incluso a las preguntas más vitales, era el hombre que Talleyrand había insistido en traer hasta Valençay en cuanto hubo recibido la carta. Un hombre que significaba mucho para Maurice, que se había ganado su confianza y que conocía muchos de sus secretos. Un hombre que, aun habiendo sido rechazado de niño por su propia familia, había conseguido un éxito abrumador, igual que Maurice; un hombre que, durante todos esos años, había llevado a cabo entre bastidores las misiones encomendadas por Talleyrand, en las cortes europeas; un hombre que había sido lo más parecido a un hijo que Maurice había tenido, si no en carne, al menos en espíritu.

El mismo hombre que en esos momentos estaba entreteniendo al personal de cocina al otro lado de aquellos ventanales mientras preparaba lo que habían planeado para la cena de los niños.

Era la única persona viva, salvo el propio Maurice, que conocía toda la historia.

Era el famoso cocinero Marie-Antoine Carême, Antonin Carême.

El azúcar derretido bullía en el puchero de cobre que había sobre el fogón. Carême lo removía con suavidad ante la atenta mirada de los niños y el personal de cocina, más de treinta personas, todos fascinados por el aura del gran
maître d'hôtel
, un maestro entre maestros. Carême espolvoreó un poco de crémor tártaro en el azúcar derretido y en ebullición y las burbujas se inflaron y se volvieron porosas, como si fueran de cristal.

Ya casi estaba listo.

A continuación, el
maître
hizo algo que siempre maravillaba a quienes no estaban familiarizados con el arte de la
pâtisserie
. Hundió la mano desnuda en un cuenco de agua helada que había preparado para la ocasión y a continuación la metió en el azúcar volcánico para devolverla una vez más al agua fría. Los niños chillaron horrorizados y muchos de los pinches ahogaron un grito.

Acto seguido, cogió su afilado cuchillo, lo hundió en el azúcar derretido y, después de sumergirlo en el agua helada, una capa crujiente de azúcar se desprendió de la hoja con un chasquido.


Bien!
—anunció Câreme a su público entregado—. ¡Listos para el hilado!

Durante más de una hora, el grupo observó en silencio cómo el
maître
, con la ayuda de la joven Kimberly que le tendía presta los utensilios, llevaba a cabo el trabajo de un experto cirujano, un maestro picapedrero y un arquitecto, todo en uno.

El azúcar hirviendo volaba del pico del puchero de cobre al molde que lo esperaba y se arremolinaba en su interior, que había sido untado previamente con un aromático aceite de almendras para que, una vez enfriado el azúcar modelado, se desprendiera con facilidad. Cuando los moldes de distintos tamaños y formas estuvieron llenos, el maestro, utilizando los tenedores giratorios que él mismo había inventado, lanzó relucientes cintas de azúcar al aire como si fuera un soplador de vidrio veneciano, las retorció hasta conseguir los cordones trenzados llamados
cheveux d'ange
, cabellos de ángel, y las cortó en largas tiras.

Talleyrand observaba a través de los ventanales, desde la rosaleda. Cuando Carême hubo terminado la parte más difícil y peligrosa del proceso, durante la que no debía distraérsele, y el contenido de los moldes se hubo endurecido como si fuera cristal de roca, Maurice entró en la cocina y tomó asiento cerca de los niños.

Después de tantos años a su servicio, Maurice sabía muy bien que el cocinero parlanchín no se resistiría por mucho más tiempo ante un público tan nutrido y que empezaría a pontificar sobre sus aptitudes y conocimientos a pesar del esfuerzo que le había exigido aquella demostración de maestría y del precio que ya se había cobrado en su patentemente delicada salud. Maurice quería oírlo.

Talleyrand se unió a los demás cuando Carême iniciaba el ensamblaje, que consistía en ir fundiendo las puntas de cada pieza sobre los rescoldos del brasero para que estas se soldaran a las demás partes con su propio pegamento azucarado. Sin embargo, cada vez que se agachaba sobre las brasas y respiraba el humo, apenas conseguía contener los accesos de tos, la maldición de su profesión, ese pulmón negro de resultas de una exposición constante a los gases que desprendía el carbón. Kimberly le servía champán, que Carême iba bebiendo mientras continuaba trabajando. Mientras unía la miríada de piezas, y poco a poco empezaba a emerger una estructura compleja y fascinante, el cocinero se aclaró la garganta para dirigirse al príncipe y a su personal.

—Todos habéis oído la historia de mi vida —empezó Carême—, y sabréis que, igual que Cenicienta, me levanté de entre mis cenizas y llegué a los palacios de Europa. También conoceréis que, siendo un niño pordiosero y abandonado por mi padre a las puertas de París, fui descubierto y puesto al servicio del célebre
pâtissier
Bailly para acabar sirviendo al lado del cocinero del príncipe Talleyrand, el gran Boucher, quien antes había sido el chef de la casa de los Condé.

La mera mención del nombre de Boucher siempre despertaba un temor reverencial en las cocinas de Europa, pues nadie ignoraba que había sido el famoso
maître d'hôtel
del príncipe de Condé, descendiente de una de las familias más poderosas de Francia.

Siguiendo la larga línea de los cocineros de los Condé —empezando por el casi legendario Vâtel, quien se había suicidado arrojándose sobre su propia espada al ver que el marisco no llegaba a tiempo para el banquete—, el propio Boucher había adiestrado a pinches, aprendices y
sous-chefs
(ayudantes de cocina) durante años en las cocinas de los Conde, tanto en París como en Chantilly, hombres que acabaron convirtiéndose en chefs de categoría en las grandes casas de Europa y América. Entre ellos se encontraba el cocinero esclavo de Thomas Jefferson, James Hemings, quien estuvo estudiando bajo la tutela de Boucher durante los cinco años que el diplomático estadounidense estuvo destinado en Francia.

Cuando Louis-Joseph, por entonces príncipe de Condé, huyó del país para conducir un ejército austríaco contra la Francia revolucionaria, fue Talleyrand quien rescató a su cocinero, Boucher, del acoso del populacho y quien le dio trabajo. Fue entonces cuando Boucher descubrió al joven
tourtier
, el repostero, en la pastelería de Bailly y quien lo dio a conocer a
monseigneur
Talleyrand.

—Sí, como Cenicienta —añadió el gran cocinero—, y llamándome como me llamo, Carême, diminutivo de Cuaresma, los cuarenta días de abstinencia que empiezan con el
dies cinerum
, el Miércoles de Ceniza, lo lógico habría sido que prefiriera la penitencia, es decir, que me interesara más la antigua tradición del abstinente que el arte del apetente.

»Sin embargo, de cada uno de mis tutores y patrones he aprendido algo en suma misterioso acerca de la relación entre ambas, la abstinencia y la apetencia, y de su vínculo con el fuego. Aunque estoy adelantándome. Primero desearía hablaros de la creación en que estoy trabajando esta noche para el príncipe, sus invitados y su familia.

Carême miró a Talleyrand, quien asintió con un ademán para que continuara. El cocinero desenrolló un pergamino donde aparecían extraños dibujos de arcos y líneas y vació encima uno de los moldes que contenía una figura de azúcar con la forma de un octógono de cerca de un metro de diámetro. A continuación, fue desmoldando el resto de formas octogonales, cada vez más pequeñas, y fue colocándolas una encima de la otra, como una escalera. Acto seguido cogió una de las tiras retorcidas con las tenacillas y la acercó brevemente a las brasas antes de retomar la unión de su obra y la historia.

—Fue Bailly, el maestro
pâtissier
, quien me introdujo en el maravilloso arte de la cocina arquitectónica —dijo—, pues me permitió estudiar por las noches y copiar los diseños de los edificios antiguos que había sacado prestados de las salas de grabados del Louvre. Descubrí que las bellas artes son cinco: la pintura, la escultura, la poesía, la música y la arquitectura, cuya máxima expresión es la confitería. Aprendí a dibujar con el pulso firme y diestro de un arquitecto y un matemático experimentados las obras arquitectónicas de las grandes culturas de los antiguos, Grecia, Roma, Egipto, India, China, que un día crearía en caramelo hilado, como esta.

»Es la estructura suprema entre los edificios antiguos, de gran influencia en todo lo que inspiró a Vitruvio. Se llama la Torre de los Vientos, una famosa torre ateniense de planta octogonal que alberga un planetario y un reloj de agua, y que Andrónico de Cirro construyó en el siglo I antes de Cristo. Hoy en día todavía sigue en pie. Vitruvio nos dice: "Algunos han sostenido que sólo existen cuatro vientos, pero estudiosos más aplicados aseguran que en realidad son ocho". Ocho, un número sagrado, pues se encuentra en el origen de la mayoría de los trazados de los templos ancestrales de la Persia y la India más antiguas.

Todo el mundo observaba embelesado mientras los dedos del
maître
se paseaban sin descanso por la encimera con aquellas piezas arquitectónicas que había creado como por arte de magia. Cuando la construcción estuvo acabada, esta se alzaba dos metros por encima de la mesa y se cernía sobre todos ellos, una torre octogonal de increíble detalle, a la que no le faltaban los enrejados de las ventanas y los frescos que rodeaban la parte superior, en los que varios personajes representaban los ocho vientos. Todos aplaudieron, incluido el príncipe.

Cuando el personal hubo regresado a sus obligaciones, Talleyrand acompañó al gran chef al jardín.

—Has logrado una obra de arte verdaderamente notable, como siempre —fueron las primeras palabras de Talleyrand—, pero me temo que me hallo algo perdido, mi querido Antonin, puesto que justo antes de que comenzaras tu mágica reconstrucción arquitectónica de lo que sin duda alguna es la estructura más notable de la antigua Grecia, has dejado entrever que cierto misterio te empujó a construir la
Tour des Vents
. Si mal no recuerdo, era algo que tenía que ver con la penitencia y la apetencia, con la Cuaresma y las cenizas, ¿no es así? Aunque debo confesar que aún no consigo ver la relación.

—Sí, alteza —contestó Carême, deteniéndose apenas un segundo para mirar a los ojos a su patrón y mentor, pues ambos sabían qué estaba preguntándole Talleyrand en realidad—. El propio Vitruvio nos enseña que, construyendo un nomon para seguir el curso del sol y utilizando un compás para dibujar un sencillo círculo, podemos dar vida al octógono, la estructura sagrada por excelencia, como sabían los antiguos, pues es el intermediario divino entre el círculo y el cuadrado.

»En China, el octógono corresponde al
Bagua
, la forma más antigua de adivinación. En India, el tablero de ocho casillas por lado se llama
Ashtapada
, la araña, el juego de mesa más antiguo del que se tiene conocimiento. También es la base del
mándala
sobre el que construyen los templos del fuego hindúes y persas. Menos conocido, aunque seguro que no para Vitruvio, es que estos representan las formas más antiguas del altar donde se llevaban a cabo los sacrificios, donde las cosas podían "alterarse", donde, en la antigüedad, el cielo se unía a la tierra, como un rayo caído del cielo. Durante las ocho festividades del fuego celtas que se realizaban anualmente, el sacrificio de fuego a su dios y la celebración del pueblo eran una sola cosa.

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