Pero de pronto caí en la cuenta de que aquel reyezuelo estaba despierto y se desgañitaba cantando, por lo que debía de hacer ya rato que había amanecido. Me incorporé en la cama para mirar la hora, pero el despertador había desaparecido de la vista. Alguien se lo había llevado.
Me palpitaba la cabeza. ¿Cuántas horas había dormido? ¿Cómo había llegado allí, a mi propia cama, y cómo me había puesto el pijama? Todo recuerdo parecía haberse borrado.
No obstante, los acontecimientos del día anterior empezaron a regresar a mi abotargado cerebro.
El extraño comportamiento de Rodo, en Euskal Herria y después en Sutaldea. Aquella cena, con la recepción de los oficiales de los SS y organizada por las personas a las que menos aprecio profesaba de todo el planeta, los Livingston. Y por último, la insospechada aparición de Nim en mi apartamento, y nuestro paseo a altas horas de la madrugada por el puente. Cuando me había enseñado aquella fotografía…
Todo regresó de pronto a mi memoria y cayó sobre mí como una tonelada de ladrillos.
Aquella misteriosa mujer rubia de Zagorsk, la mujer que había intentado advertirme… ¡era mi abuela!
Eso era lo último que recordaba haberle dicho a mi tío la noche anterior antes de que todo se desvaneciera. La mujer de aquella ajada foto familiar era la misma que me había dado la tarjeta hacía diez años, minutos antes de que mi padre muriese.
En aquel preciso instante, sin embargo, el reyezuelo que gorjeaba fuera me impidió seguir pensando en más temas opresivos. De pronto recordé que mi jefe, Rodo, iba a llamarme aquella mañana para encontrarnos, desayunar juntos y proporcionarme entonces toda la información que no había podido comunicarme la noche anterior, fuera cual fuese. Tenía que llamarlo…
Pero cuando miré a mi alrededor, ¡vi que el teléfono también había desaparecido!
Estaba a punto de saltar de la cama cuando las puertas del dormitorio se abrieron de par en par. Allí estaba Nim, con una bandeja en las manos y una sonrisa en los labios.
—Un griego-ruso con un regalo —dijo—. Espero que hayas dormido bien. Tomé todas las precauciones necesarias para que así fuera. Oh, y debo disculparme: anoche aderecé la sopa con media botella de grapa. Suficiente pulpa de uva fermentada para garantizar hasta a un buey toda una noche de sueño profundo. Era evidente que lo necesitabas. Me costó lo mío traerte a casa, hacerte subir aquí por tus propios medios y convertir ese grumoso sofá en una cama. En fin. Ahora tienes que comerte esto. Un buen desayuno te ayudará a sobrellevar lo que te espera hoy.
De modo que al menos me había mantenido consciente la noche anterior, pese a lo inconsciente que me sentía en esos momentos con respecto al resto de la conversación, si es que había existido.
Por mucho que quisiera hablar con Rodo, bajo mi nariz temía un tazón humeante de café y otro de leche caliente, una jarra de zumo recién hecho y una pila de sus famosas tortas de leche y mantequilla en un recipiente de barro, un cuenco con arándanos frescos y una taza de sirope de arce tibio. El olor que desprendía todo era incluso mejor que su aspecto.
¿Dónde había encontrado Nim aquellos ingredientes en mi exigua despensa? Pero no tuve que preguntarlo.
—He charlado con el señor Boujaron, tu jefe —me dijo Nim—. Llamó hace un rato, pero me había llevado el teléfono de tu habitación. Le recordé quién soy: la principal referencia de vuestro contrato. Y le expliqué que después de la complicada semana que has tenido necesitabas descansar. Llegó a la sabia conclusión de darte el día libre. Y envió a un empleado con algunas cosillas que le pedí.
—Da la impresión de que le hayas hecho una oferta que no ha podido rechazar —dije, con una sonrisa pícara. Me introduje una esquina de la servilleta por el cuello del pijama. Era una de las grandes servilletas de damasco de Sutaldea. Nim era una bendición.
Y luego me dispuse a dar cuenta del desayuno. La necesidad imperiosa que sentía por escuchar el resto de la historia que Rodo había dejado a medias la noche anterior empezó a amainar. Las impagables tortas de mi tío, como era habitual, tenían una fina y delicada corteza que mantenía el sirope en la superficie, lo que impedía que se revinieran y conservaba el interior ligero y esponjoso. Nunca había desvelado el secreto de cómo conseguía ese efecto.
Nim se había sentado en el borde de la cama y guardó silencio mientras yo saboreaba todo aquello; miró por la ventana hasta que acabé de comer y me limpié la última gota de sirope de arce de la barbilla. Sólo entonces habló.
—He estado pensando mucho, querida —me dijo—. Después de la conversación que mantuvimos anoche en el puente, después de que me dijeras que habías visto en persona a la mujer de la fotografía y que ella te había dado la tarjeta, apenas pude dormir. Aun así, creo que cuando amaneció ya había llegado a muchas conclusiones. No sólo lo que podría haber incitado a tu madre a hacer lo que hizo con respecto a la fiesta, sino algo más importante: creo que he descubierto el secreto que se esconde tras la apariencia de ese ajedrez, y también el misterio de la segunda Reina Negra. —Al ver mi semblante alarmado, sonrió y sacudió la cabeza—. Lo primero que he hecho al levantarme ha sido registrar toda tu casa en busca de micrófonos —me aseguró—. Los he quitado todos. Quienquiera que los instalara, era un aficionado; había algunos en los teléfonos y otro en tu despertador, los primeros sitios donde miraría cualquiera. —Se puso en pie, cogió la bandeja del desayuno y enfiló hacia la puerta—. Por suerte, ahora podemos hablar tranquilamente sin tener que recurrir a cenas al fresco en el puente Key.
—Sí, puede que esos tipos fueran aficionados —dije—, pero los dos que había apostados anoche al pie del puente para vigilar el restaurante llevaban la insignia de los Servicios Secretos. Estoy segura de que eran profesionales. Además, mi jefe los trató con mucha camaradería, aunque me aseguró que no podían oírnos cuando me dijo, justo antes de la cena privada, lo que sabía de la versión vasca de la historia del ajedrez de Montglane.
—¿Y qué es lo que sabe, exactamente? —Nim se detuvo en el vano de la puerta.
—Me dijo que me contaría el resto hoy —contesté—, pero gracias a ti y a tu grapa, me he quedado dormida. Anoche Rodo me narró la versión vasca de la
Chanson de Roland
; según él, en realidad fueron los vascos y no los moros quienes derrotaron a la retaguardia de Carlomagno en el desfiladero de Roncesvalles; cree que, como agradecimiento, los moros entregaron a Carlomagno el ajedrez y que luego él lo enterró a miles de kilómetros de su palacio de Aquisgrán, precisamente de vuelta en los Pirineos, en Montglane. Rodo me dijo que ese nombre en realidad significa «Montaña de los Espigadores». Luego, justo antes de que llegaran los demás, empezó a hablarme de la siembra y la cosecha, y de su relación con el hecho de que mi fecha de nacimiento sea la opuesta a la de mi madre…
Pero me detuve, pues los ojos bicolores de Nim se habían tornado fríos y distantes. Seguía inmóvil en el umbral con la bandeja del desayuno en las manos, pero de pronto parecía otra persona totalmente distinta.
—¿Por qué mencionó Boujaron tu fecha de nacimiento? —preguntó—. ¿Te lo explicó?
—Rodo dijo que era importante —contesté, turbada ante su vehemencia—. Dijo que yo podría estar en peligro por eso, que debía mantener los ojos bien abiertos durante la cena, para captar alguna clave.
—Pero tenía que haber algo más —insistió—. ¿Comentó qué podría significar para aquellas personas?
—Me dijo que la gente que iba a cenar anoche sabía que nací el de octubre, la fecha opuesta a la del cumpleaños de mi madre y a de la fiesta que había organizado para el fin de semana pasado. Ah, y después dijo algo aún más raro: que creían saber quién soy yo en realidad.
—¿Y a quién se refería? —preguntó Nim con una expresión tan adusta que casi me hizo temblar.
—¿Estás seguro de que no va a oírnos nadie? —susurré. Él asintió—. No lo sé con exactitud —proseguí—, pero Rodo por alguna razón dijo que suponen que yo soy la nueva Reina Blanca.
—¡Por el amor de Dios! ¡Debo de estar volviéndome completamente loco! —exclamó Nim—. O quizá es sólo que con la edad me estoy volviendo algo distraído. Pero una cosa tengo clara ahora: si Rodolfo Boujaron te dijo todo eso, es evidente que alguien sabe más de lo que había imaginado. De hecho, han conseguido dilucidar mucho más de lo que yo había concluido hasta este preciso instante.
»Pero combinando lo que tú misma me has contado con las conclusiones a las que llegué anoche —añadió mi tío—, creo que ahora lo entiendo todo. Aunque van a hacer falta algunas explicaciones y comprobaciones.
«
Quel
alivio… —pensé—, al menos alguien lo entiende. Aunque ya no me parecían noticias que ansiara oír.
Nim insistió en que me vistiera y me tomara una o dos tazas más de café de Java antes de empezar a ponerme al corriente de las epifanías que había acumulado desde la noche anterior. Ya en el salón, nos sentamos en el sofá en el que él había dormido. Entre ambos quedó su cartera abierta con la vieja fotografía a la vista. Nim la tocó delicadamente con la yema de un dedo.
—Nuestro padre, Iósif Pavlos Solarin, un marinero griego, se enamoró de una chica rusa y se casó con ella, nuestra madre Tatiana —me dijo—. Construyó una pequeña flota pesquera en el mar Negro y ya no quiso marcharse. De pequeños, mi hermano Sasha y yo creíamos que nuestra madre era la mujer más hermosa del mundo. Claro que, en aquel extremo aislado de la península de Crimea donde vivíamos, no habíamos visto a muchas mujeres. Pero no era sólo su belleza. Había algo mágico en nuestra madre. Es difícil de explicar.
—No tienes que hacerlo. La vi en Zagorsk —le recordé.
Tatiana Solarin. En el fondo, casi no soportaba mirar aquella fotografía tintada. La mera imagen de aquella mujer me devolvía todo el dolor acumulado en los últimos diez años. Pero ahora que aquella primera pregunta, «¿Quién era esa mujer?», tenía ya respuesta, sólo consiguió provocar otro aluvión imparable de interrogantes.
¿Qué significaba realmente la advertencia que me hizo aquel día, «Peligro. Cuidado con el fuego»? ¿Estaba al corriente de la Reina Negra que pronto mi padre y yo encontraríamos dentro del tesoro? ¿Sabía el riesgo que supuso para él haberla visto?
¿La había reconocido mi padre aquel lóbrego día de invierno en Zagorsk? Sí, debió de reconocerla; al fin y al cabo, era su madre. Pero ¿cómo podía ella seguir teniendo el mismo aspecto hace diez años que en aquella vieja fotografía que le habían hecho cuando mi padre y mi tío eran tan pequeños? Además, si todos habían dado por hecho durante todo aquel tiempo que estaba muerta, como me había asegurado Nim, ¿dónde se había escondido? ¿Y qué, o quién, había provocado que, precisamente ahora, volviera a aparecer?
Estaba a punto de saberlo.
—Cuando Sasha tenía seis años y yo diez —empezó a explicar Nim—, una noche, en nuestra aislada casa de la costa de Krym, hubo una tormenta tremenda. Tu padre y yo dormíamos en nuestra habitación, en la planta baja. De pronto oímos repicar en la ventana y vimos a una mujer vestida con una capa larga fuera, en plena tormenta. Cuando la dejamos entrar por la ventana, se presentó como nuestra abuela Minerva y dijo que venía de un país muy lejano en una misión muy urgente para encontrar a mi madre. Aquella mujer era Minnie Renselaas. Y desde el momento en que cruzó aquella ventana, nuestras vidas empezaron a correr peligro.
—Minnie… La tía Lily nos dijo que es la mujer que aseguraba ser Mireille —dije—, la monja francesa inmortal.
Pero enseguida me maldije por haberlo interrumpido, pues Nim tenía algo mucho más importante que revelar.
—Minnie nos dijo que teníamos que marcharnos de inmediato —prosiguió—. Llevaba consigo tres piezas de ajedrez: un peón de oro, un elefante de plata y un caballo. A mi hermano lo enviaron, con esas piezas y en medio de la tormenta, a preparar a barca para que pudiéramos huir todos. Pero, antes de que consiguiéramos salir, llegaron los soldados y capturaron a mi madre; Minnie escapó conmigo y con tu padre por la ventana de la planta de arriba. Nos escondimos en los acantilados bajo la lluvia hasta que los soldados se marcharon, y luego intentamos llegar al barco que mi padre tenía en Sebastopol. Pero el pequeño Sasha no podía escalar lo bastante deprisa, así que tuve que ir yo solo a reunirme con mi padre en el barco. —Me dirigió una mirada grave—. Y lo conseguí. Esperamos durante horas a que llegaran Minnie y Sasha. Al final, al ver que no aparecían, tal como mi padre había prometido a mi madre, nos vimos obligados a zarpar rumbo a América. Muchos días después, Minnie tuvo que dejar a Sasha en un orfanato para poder volver en busca de mi madre y rescatarla. Pero todo parecía ya perdido.
Era cierto que sabía que mi padre había crecido en un orfanato soviético, pero él siempre se había negado a hablar del tema. Ahora entendía por qué. Mi madre no era la única que había intentado protegerme del juego.
—Sólo Cat conoce el resto de nuestra historia —me dijo Nim—. Sasha y yo, que nos separamos en aquel momento en Krym, tampoco supimos qué había pasado hasta muchos años después, cuando, gracias a tu madre, nos reencontramos y nos pusimos al día de nuestras respectivas vidas. Nuestro padre murió poco después de que llegáramos a Estados Unidos. Yo había perdido a mi madre, a mi hermano y a Minnie en una sola noche, y no tenía modo de ponerme en contacto con ellos. Hasta muchos años después, creí que ninguno había sobrevivido.