»Del mismo modo en que Jefferson había sucedido a Benjamín Franklin como emisario en Francia, el duque de Orleans sucedió a Franklin como gran maestro de los francmasones de París. Sus iniciaciones secretas a menudo tenían lugar entre las grutas y las ruinas clásicas de estos jardines.
»Pero más intrigante le pareció a Thomas Jefferson la alusión de Richard a otro enclave misterioso, más alejado de París, camino de Versalles, que había creado un amigo íntimo del duque, Nicolás Racine de Monville. Según el duque, por lo que mi esposo nos reveló aquella noche, su parque, de más de treinta y seis hectáreas, repleto de extraños símbolos místicos, ocultaba un secreto tan antiguo como las pirámides; de hecho, alardeaba de una pirámide que era una réplica exacta a esta en la que nos encontramos. Allí se había representado
La flauta mágica
, de un músico austríaco, el señor Mozart.
»Había algo aún más intrigante relacionado con aquel lugar; tanto, que el señor Jefferson no perdió tiempo en abandonar su trabajo ministerial y disponer una excursión, sólo unos días después, a la campiña para visitar juntos aquel jardín escondido.
»Desde el relato de aquel primer jardín perdido bíblico, los seres humanos siempre hemos parecido valorar más las cosas cuando las hemos perdido. En el caso de monsieur Racine de Monville, con el albor de la Revolución francesa ya cerca, pronto perdería su fortuna y también sus jardines. El duque de Orleans tendría aún peor suerte: apodado a sí mismo Philippe Égalité, apoyó la Revolución, votó por condenar a su primo, el rey, y sin embargo acabó guillotinado por los revolucionarios.
»En cuanto a Thomas Jefferson y a mí, aquel día encontramos algo en el jardín de Monville, algo que ninguno de los dos esperaba encontrar: la clave de una sabiduría ancestral. El mismo jardín proporcionaba esa clave.
»Se llamaba el Désert de Retz. En el hablar antiguo, significaba "el páramo del rey": el Dominio Perdido.
EL RELATO DEL ARTISTA Y EL ARQUITECTO
Pero los jardines también existen en el inconsciente colectivo. El jardín fue el primer dominio del hombre, y en el transcurso de los siglos este le dio numerosos nombres que significaban «el paraíso terrenal», el Edén. Los jardines colgantes de Babilonia fueron una de las Siete Maravillas del Mundo […]. Nuestros esfuerzos por recrearlo siempre se quedan en obras de la imaginación.
OLIVIER CHOPPIN DE JANVRY,
Le Désert de Retz
Sólo se me ocurre que intentaba imitar la Torre de Babel.
THOMAS BLAIKIE, jardinero de la corte, hablando del Désert of Retz
Partimos de París aquel viernes, el 8 de septiembre, en el elegante carruaje de caballos del señor Jefferson; cruzamos el río y enfilamos hacia la gloriosa campiña. Pero nada iba a resultar más glorioso que nuestro destino, el Désert de Retz.
Nos apeamos del carruaje y accedimos al parque a pie a través de una abertura entre las rocas, en un paisaje encantado, semejante a un cuadro de Watteau de colores otoñales, de malva y violeta brumosos, y tonos de herrumbre. Las suaves colinas y los senderos sinuosos que cruzaban el parque estaban salpicados de bosquecillos de hayas rojas, granados y mimosas, junto con otros árboles bicentenarios: sicómoros, arces, tilos y carpes; todos ellos con especial significado para el ojo iniciado.
A cada vuelta del camino y por todo aquel paisaje había interesantes edificaciones que daban la impresión de aparecer como por un truco de prestidigitación, asomando desde el seno de alguna arboleda o alzándose de un lago por arte de magia.
La pirámide de piedra fue la que Jefferson observó con la misma emoción que había manifestado al ver por vez primera el Halle au Ble.
—Una réplica de la tumba de Cayo Cestio —dijo—. La reconozco por el prototipo, aquella famosa edificación romana con forma de pirámide egipcia, una «montaña de fuego», de la cual su compatriota, Piranesi, efectuó infinidad de grabados, muy populares.
»La original, la de Roma —añadió—, posee propiedades insólitas. La base cuadrangular mide nueve por nueve, un número de gran relevancia, pues su suma da trescientos sesenta, el número de grados de un círculo. ¡"Cuadrar el círculo"! Ese era el enigma más desafiante y trascendental de la antigüedad, algo que entrañaba varios significados. Eran incontables los hombres que en el pasado no sólo habían intentado dar con alguna fórmula matemática exacta que los capacitara para convertir el área de un círculo en la de un cuadrado, sino mucho, mucho más. Para ellos, cuadrar el círculo significaba una clase de transformación muy profunda: transformar el círculo que representa el reino celestial en el cuadrado, es decir, el mundo material. Traer el cielo a la tierra, podría decirse.
—El «Matrimonio Alquímico», el maridaje del espíritu y la materia —convine—. O también podría considerarse la unión de la cabeza y el corazón. Mi esposo, Richard, y yo hemos estudiado misterios ancestrales como este durante muchísimos años.
Jefferson se rió; parecía algo abochornado por su propia diatriba gratuita.
—¿Tantos? —preguntó con una sonrisa triunfal—. No aparentáis tener más de veinte, una edad improbable para que una joven mujer se impresione con el presuntuoso pontificar de un anciano estadista como yo.
—Veintiséis —repuse, y le devolví la sonrisa—. Pero el señor Cosway tiene vuestra misma edad, por lo que me he habituado
a los beneficios cotidianos de semejante sabiduría, que incita a la reflexión. Confío en que siga confiándomela.
Jefferson pareció complacerse al oír esto, pasó mi mano bajo su brazo y seguimos internándonos en el parque.
—¿Un matrimonio de la cabeza y el corazón, decís? —Repitió mi comentario sin dejar de sonreírme, con aire más bien irónico, desde su majestuosa estatura—. Sabiduría ancestral, tal vez, mi apreciada dama. Sin embargo, ¡yo a menudo sorprendo a mi cabeza y a mi corazón contendiendo en lugar de prepararse para recorrer el pasillo hasta el altar de la dicha marital!
—¿Qué clase de consternación podrían albergar esos órganos vuestros para llevarse tan mal? —le pregunté, divertida.
—¿No os lo imagináis? —me preguntó, por sorpresa.
Negué con la cabeza y confié en que la sombra del sombrero eclipsara el rubor que noté aflorar en mi rostro. Afortunadamente, las siguientes palabras que pronunció me aliviaron de forma considerable.
—En tal caso os prometo que algún día, muy pronto, pondré por escrito para vos todos mis pensamientos acerca de este asunto. Pero de momento, cuando menos —añadió—, dado que la cabeza está a cargo de todos los problemas matemáticos y ararquitectónicos como la descarga del peso de un arco o la cuadrarara del círculo, me informa de que el cuadrado de nueve por nueve de esta pirámide entraña un significado distinto, más importante. Si consultáramos a Herodoto, sabríamos que esa misma proporción aparecía en el trazado de la antigua Babilonia, una ciudad de nueve por nueve millas. Esto evoca un enigma matemático fascinante del que tal vez no haya oído hablar: el «cuadrado mágico», en el que en cada recuadro de esta matriz de nueve por nueve debe anotarse con un número, de tal modo que todas las hileras, todas las columnas y todas las diagonales sumen el mismo total.
Mi predecesor como delegado americano en Francia, Benjamin Franklin, era experto en cuadrados mágicos. Eran comunes a las culturas de China, Egipto y la India, tengo entendido. Se divertía completándolos sentado en el Congreso. Era capaz de crear uno, afirmaba, y sólo le llevaba el tiempo en que tardaba en anotar los números en los recuadros, y también descubrió muchas soluciones ingeniosas a las fórmulas.
—¿Descubrió el doctor Franklin una fórmula para el cuadrado de Babilonia? —pregunté, aliviada por habernos desviado hacia un sendero más seguro que el que parecía haber enfilado nuestro último intercambio.
Confieso, no obstante, que me sentía reticente a mencionar el verdadero motivo de mi interés. Yo misma había hecho copias, para la colección de obras extrañas y esotéricas de Richard, de una famosa pieza de Alberto Durero, un grabado en cobre de un cuadrado mágico que hizo en 1506 y que ilustraba su relación con la sección áurea de Pitágoras y los
Elementos
de Euclides.
—¡Franklin descubrió mucho más que eso! —Jefferson parecía encantado de que se lo hubiese preguntado—. El doctor Franklin creía que recreando fórmulas ancestrales para todos estos cuadrados podía demostrar que cualquier ciudad construida sobre ese patrón había sido creada para invocar los poderes específicos de esa fórmula, junto con su número, planeta o dios determinado.
»Franklin era, obviamente, francmasón, como nuestro general Washington, y algo místico. Pero, a decir verdad, poco misticismo hay en esa idea. Todas las grandes civilizaciones de la antigüedad, desde la china hasta las americanas, construían una ciudad en cuanto establecían un nuevo gobierno. Al fin y al cabo, es lo que significa el término "civilización",
civitas
, "de la ciudad", del sánscrito
çi
, "establecer, yacer, enraizar", en oposición al salvaje o al nómada que construía estructuras que pudiera desmontar y transportar con él, y que solían ser circulares. Creando ciudades con forma cuadrangular y con esas propiedades mágicas, los antiguos confiaban en invocar un nuevo orden mundial, un orden que sólo pueden crear los pueblos sedentarios, los arquitectos del orden, si así lo prefiere.
—Pero ¿qué hay de esas ciudades diseñadas sobre un plano circular, como Viena, Karlsruhe o Bagdad? —pregunté.
Mi pregunta iba a recibir una respuesta inesperada, pues, justo en ese instante, mientras cruzábamos una arboleda de tilos, apartamos la maleza y vimos la torre. Jefferson y yo nos detuvimos atónitos, casi sin aliento.
La
Colonne Detruite
(o «columna en ruinas», como se la conocía) solía aparecer en los escritos, las ilustraciones y los grabados de aquellos que la habían visto. Pero ninguno de ellos hacía justicia al tremendo efecto que producía encontrársela en medio de un bosque como aquel.
Era una casa construida con forma de columna, un pilar enorme, almenado y de color crema, de casi veinticinco metros de altura, con un tejado irregular que daba la impresión de haber sido alcanzado por un rayo y partido en dos. En todo su perímetro tenía ventanas cuadradas, rectangulares y ovaladas. Cuando entramos, vimos que el centro de aquel amplio espacio estaba dominado por una escalera de caracol, inundada de luz natural, que parecía elevarse hacia el cielo. Del pasamanos colgaban cestos con flores exóticas de invernadero y parras silvestres.
Precedí a Jefferson por la escalera y ambos nos maravillamos ante la astucia de los espacios interiores. Cada planta circular estaba dividida en estancias ovaladas, intercaladas con salones en forma de abanico. Dos de las plantas quedaban bajo tierra, sumidas en la penumbra, y las otras cuatro sobre el nivel del suelo, rodeadas de ventanas. Coronándolas todas, un ático rodeaba el tragaluz cónico, por el que entraba una luz plateada que inundaba las plantas inferiores. Mientras subíamos pudimos apreciar las vistas que tenían las ventanas ovaladas, amplios panoramas del paisaje y la pirámide, ruinas góticas, templos consagrados a dioses, un pabellón chino y una tienda tártara. No intercambiareos palabra en todo aquel tiempo.
—Asombroso —dijo Jefferson al fin, cuando acabamos la visita regresamos a la planta baja… de nuevo a la tierra, según parecía—. Justo como las ciudades circulares por las que preguntaba antes, pero más como una ciudadela, una fortaleza… «La fortaleza», ya que es una torre de siete plantas en ruinas como la torre bíblica que se construyó como un altar, una escalera hacia Dios.
—Toda esta excursión parece cargada de simbolismo —convine—. A ojos de un artista, es como un relato pintado sobre la tierra: el relato de Babilonia a lo largo de la Biblia. En primer lugar, su legendaria historia como una sucesión de magníficos jardines, el Edén en el Tigris y el Eufrates, o los Jardines Colgantes de Babilonia, una de las siete maravillas del mundo. Luego su conjunción con los cuatro elementos. La tierra, el cuadrado mágico que ha descrito en la pirámide. Después esas catástrofes gemelas de la Biblia, la destrucción de la Torre de Babel, que simboliza el aire, el cielo, la lengua, la voz… Y el gran diluvio de Mesopotamia, que significa el agua. Y, por último, claro está, en el
Apocalipsis
, la destrucción final de una gran ciudad que acaba consumida por el fuego.
—En efecto —convino Jefferson—. Cuando el Edén del Este, Babilonia, es destruido, no obstante, lo reemplaza, según san Juan en el Apocalipsis, otro cuadrado mágico, una matriz de doce por doce que desciende del cielo: la Nueva Jerusalem
Cuando Maria Cosway concluyó su relato, miró a los demás y agachó la cabeza en un gesto reflexivo. Nadie habló en mucho rato.
Pero había algo extraño en aquel relato, y Haidée lo sabía. Miró a Kauri, que estaba sentado a su lado, y él asintió una sola vez para transmitirle su conformidad. Al fin Haidée, situada entre Kauri y Byron, se puso en pie y cruzó la estancia hasta situarse al lado de la anciana Maria, sobre cuyo hombro apoyó una mano.
—Madame Cosway—dijo Haidée—, nos habéis referido una historia muy diferente de aquella a la que a la mayoría de los aquí presentes nos han llevado a creer. Todos comprendemos que vuestro relato pretende aludir a esa otra matriz, la de ocho por ocho. El tablero del ajedrez. Antes incluso de que el señor Jefferson pudiera saber de la existencia del ajedrez de Montglane, antes incluso de que este fuera extraído de la tierra, él albergaba la idea de que en realidad era el tablero («la matriz», según la llamaba) y no las piezas la parte que podría ser más importante. ¿Dijo de dónde había sacado esa idea?