¿Me habría dejado una lámpara encendida sin darme cuenta?
Después de todo lo que me había pasado en los últimos cuatro días, tenía derecho a preocuparme. Saqué el móvil y marqué el número de Rodo. No podía estar a más de una o dos manzanas de allí, probablemente aún no hubiera llegado ni al coche, pero no contestó, de modo que colgué. Podía volver a llamarlo apretando una sola tecla si me encontraba con algo realmente desagradable ahí arriba.
Empecé a subir con sigilo y llegué a la puerta de mi apartamento. No tenía cerradura, pero siempre la cerraba cuando salía de casa. La encontré entornada. Y no había duda: dentro había una lámpara encendida. Estaba a punto de pulsar la tecla de rellamada cuando oí una voz conocida.
—¿Dónde has estado, querida? Llevo horas esperándote.
Empujé la puerta y la abrí del todo. Allí, sentado en mi cómodo sillón de cuero, como si fuera el amo del lugar, con la luz de la lámpara derramándose sobre su pelo rizado y cobrizo, un vaso de mi mejor jerez en una mano y un libro abierto sobre el regazo, estaba mi tío Slava.
El doctor Ladislaus Nim.
Medio juego: fase del juego que prosigue a la de apertura. Es la fase más difícil y hermosa, en la que la imaginación vivida dispone de una gran oportunidad para elaborar combinaciones maravillosas.
NATHAN DIVINSKY,
The Batsford Chess Encyclopedia
N
im me miró con su habitual sonrisa irónica, pero apenas un instante. Debí de parecerle un desastre viviente. Como adivinando todo lo que había ocurrido, dejó el vaso y el libro a un lado, se acercó a mí y, sin pronunciar palabra, me abrazó.
No era consciente de lo destrozados que tenía los nervios, pero en el mismo instante en que me abrazó, las esclusas se abrieron y me sorprendí sollozando incontroladamente sobre su manga. El miedo que había sentido hacía sólo unos segundos empezó a transformarse en alivio. Por primera vez en más tiempo del que podía recordar, me encontraba protegida por alguien en quien podía confiar por completo. Él me acarició el pelo con una mano, como si fuera su animal de compañía, y yo noté que al fin me relajaba.
Mi padre había apodado «Slava» a mi tío, un nombre ambiguo mezcla de Ladislav, la pronunciación de su nombre, y de la acepción rusa de «Gloria», la estrella de ocho puntas que forma un halo en iconos rusos de figuras como Dios, la Virgen o los ángeles. Mi Slava estaba definitivamente instalado en su propia aura, rodeada de un halo de pelo cobrizo. Y aunque desde que me hice mayor lo llamaba Nim, como todos los demás, seguía pensando en él como mi ángel de la guarda.
Era la persona más fascinante que había conocido en la vida, creo que en parte porque había sido capaz de conservar un rasgo que la mayoría poseemos de niños, pero pocos conseguimos mantener al ir creciendo: Nim seguía siendo fascinante porque siempre estaba fascinado, por cualquier cosa y por todo. Su consejo predilecto resumía su filosofía; de niña, siempre que lo reclamaba para que me divirtiera o entretuviera, él decía: «Sólo las personas aburridas se aburren».
Bien fascinante o bien misterioso para los demás, Nim hacía sido el ingrediente más estable de mi corta vida. Tras la muerte de mi padre y el distanciamiento de mi madre después de que me arrancara del mundo del ajedrez, mi tío me había hecho dos regalos importantes que me ayudaron a sobrevivir, regalos que también eran herramientas que habíamos utilizado a lo largo de todos aquellos años para comunicarnos y no hablar de temas profundos que obviamente nos dolían a ambos: el arte de la cocina y los enigmas.
Y mi intrigante tío estaba allí precisamente entonces, aquella noche, para hacerme un tercer regalo, algo que yo jamás habría esperado, ni buscado, ni siquiera deseado.
Pero en aquel momento, cobijada en sus brazos mientras los sollozos amainaban, me sentí como sumergiéndome en el olvido del agotamiento, demasiado débil para verbalizar las muchas preguntas que tenía por hacer, demasiado exhausta para entender la respuesta que mi tío había ido a ofrecerme, ese «regalo» que estaba a punto de cambiarlo todo: el conocimiento de mi propio pasado.
—¿Es que nunca te da de comer ese jefe tuyo? ¿Cuándo fue la última vez que comiste algo? —me preguntó Nim, irritado, Pese a su tono sarcástico, había preocupación genuina en sus extraños ojos bicolor (uno azul, el otro castaño) que siempre parecían estar mirándote y viendo tu exterior y tu interior al mismo tiempo. Con la frente fruncida y los codos apoyados sobre la mesa de la cocina, observó cada cucharada que yo tomaba del segundo plato ya de sopa, una sopa deliciosa que había preparado con ingredientes que había conseguido encontrar en mi árida cocina. Había ingeniado aquel brebaje después de que, por lo visto, yo perdiera el conocimiento en sus brazos y él me dejara tumbada en el sofá del salón.
—Supongo que tanto Rodo como yo hemos pasado por alto que no he comido casi nada últimamente —admití—. En estos días todo ha sido tan confuso… Creo que mi última comida de verdad fue la que yo misma preparé en Colorado.
—¡Colorado! —exclamó Nim casi sin aliento, y dirigió una mirada fugaz hacia la ventana. Luego bajó aún más el tono de voz—: Así que es allí donde has estado. Llevo días persiguiéndote. He ido varias veces al restaurante.
De modo que él era el misterioso hombre de la gabardina que había estado merodeando por Sutaldea… Pero, de pronto, sin previo aviso, Nim estampó con fuerza una mano sobre la encimera de la cocina.
—Cucarachas —dijo, con la palma de la mano en alto, limpia, y una ceja levemente arqueada a modo de advertencia—. Ahora he visto una, pero podría haber muchas más. Cuando te acabes la sopa, saldremos afuera a tirarla.
Lo entendí de inmediato: esa mano limpia sugería que mi casa estaba «infestada», sí… pero de algo diferente, micrófonos ocultos, así que no podríamos hablar allí. Me escocían los ojos por la llorera, me dolía la cabeza por la falta de sueño; pero, hambrienta y exhausta o no, comprendía tan bien como él la urgencia de nuestra situación. Realmente teníamos que hablar.
—Estoy bastante cansada —le dije a mi tío con un bostezo que no necesité fingir—. Salgamos ya y así me acostaré antes.
Descolgué el tazón de café del gancho del que colgaba, sobre los fogones, y lo llené de sopa a cucharones. Me dije que más tarde anotaría la receta de aquella fusión mágica de sabores que Nim había conseguido mezclando latas polvorientas y sobres de papel: un cremoso caldo de maíz sazonado con curry y zumo de limón, y espolvoreado con coco rallado y tostado, carne de cangrejo y jalapeños troceados. Pasmoso. Una vez más, mi tío había dado muestra de aquello de lo que más se enorgullecía: ser capaz de elaborar una comida mágica sencillamente hurgando en un vulgar armario de cocina en busca de restos. Impresionaría a Rodo.
Nos pusimos las chaquetas. Metí la cuchara en el tazón y seguí a mi tío por la oscura escalera hacia la húmeda y negra noche. Tanto el camino de sirga del canal, que quedaba abajo, como el sinuoso sendero que conducía al parque Key estaban en penumbra y desiertos, de modo que ascendimos hacia M Street, donde las farolas siempre arrojaban charcos de luz titilante y dorada durante toda la noche. Convinimos en silencio doblar a la izquierda, hacia el puente Key, también iluminado.
—Me alegro de que te hayas traído la sopa. Acábatela, por favor. —Nim asintió mirando el tazón y me pasó un brazo por los hombros—. Querida, estoy seriamente preocupado por tu salud. Tienes un aspecto horrible. Aunque lo cierto es que lo que acaba de ocurrirte, que ya me contarás más tarde, no me preocupa tanto como lo que pudiera estar a punto de ocurrir, que más que preocuparme me aterra. ¿Qué demonios te entró para que de repente te fueras a Colorado?
—La fiesta de cumpleaños de mi madre —contesté entre dos sorbos de la fabulosa sopa—. Tú también estabas invitado. O, al menos, eso decías en el mensaje que dejaste en el contestador…
—¡El mensaje! —exclamó, retirando el brazo de mis hombros.
—
Jawohl, Herr Professor Doktor Wittgenstein
—dije—. Declinabas la invitación, estabas camino de la India para participar en un torneo de ajedrez. Oí el mensaje en el contestador de mi madre. Todos lo oímos.
—¡Todos! —gritó Nim. Se había parado en seco al llegar al extremo superior del parque y el acceso al puente—. Después de todo, quizá sea mejor que me cuentes qué pasó exactamente en Colorado. ¿Quién más estaba allí?
Y así, bajo la luz de la farola en el límite del parque, mientras oíamos las campanadas que anunciaban las dos de la mañana, me apuré a poner al corriente a mi tío sobre la llegada, uno a uno, del variopinto grupo de invitados al cumpleaños de mi madre y lo que supe de cada uno de ellos. Pero su atención se intensificó cuando le referí la historia de Lily sobre el juego, como si intentara reproducir los movimientos de una importante partida de ajedrez que hubiesen jugado hacía años. Y probablemente lo estuviera haciendo.
Estaba a punto de llegar a la parte crucial del hallazgo del paño con el ajedrez en el cajón y a lo que Varían me había revelado sobre la Reina Negra rusa y la muerte de mi padre, cuando de pronto mi tío me atajó con una impaciencia apenas disimulada.
—¿Y qué hizo tu madre mientras tanto, mientras llegaban todos esos «huéspedes»? —preguntó—. ¿Te dijo algo que pudiera explicar sus actos? ¿Te contó por qué fue tan insensata de arriesgarse a celebrar esa fiesta precisamente en la fecha de su cumpleaños pese al evidente peligro que conllevaba? ¿Quién más estaba invitado? ¿Quién faltó? Santo cielo, después de todos los nombres que acabas de darme, rezo por que tuviera la sensatez de no mencionar el regalo que le envié.
Yo seguía tan derrotada por la falta de sueño que no estaba segura de haberle oído bien. ¿Era posible que no lo supiera?
—Pero mi madre en ningún momento estuvo en la fiesta —le dije—. Por lo visto abandonó la casa poco antes de que yo llegara. Y no volvió. Sencillamente, desapareció. La tía Lily y yo confiábamos en que tú tuvieras alguna idea de su paradero.
Nunca antes había visto aquella expresión en el rostro de mi tío: parecía atónito, como si estuviera hablándole en alguna lengua exótica que no entendiera. Al cabo, sus ojos bicolores se clavaron en los míos a la luz de la farola.
—Desaparecido —dijo—. Esto es mucho peor de lo que había supuesto. Tienes que venir conmigo. Hay algo que debes saber.
De modo que no sabía que mi madre había desaparecido.«Esto es mucho peor de lo que había supuesto», había dicho. Pero ¿cómo podía ser? Nim siempre lo sabía todo. Si él no lo sabía, ¿dónde estaba mi madre?
En aquel momento, sola con mi tío en Georgetown, en algún momento entre la medianoche y el amanecer, de pronto me sentí tan hundida en el desánimo que ni siquiera era capaz de atisbar su fondo.
Cruzamos juntos la calle, accedimos al puente y nos detuvimos en mitad del mismo, en el punto más elevado sobre el agua. Nim me indicó con un gesto que me sentara a su lado en la base de cemento que servía de soporte a la baranda del puente.
Nos sentamos en el charco de luz lechosa y rosácea que arralaban los faroles que colgaban sobre nuestras cabezas. Su brillo fantasmagórico tiñó de dorado los rizos cobrizos de mi tío. De cuando en cuando, un coche cruzaba el puente, pero los conductores no podían vernos, aun estando sentados a sólo unos metros de ellos, justo detrás de nuestra barrera protectora.
Nim agachó la mirada al tazón que yo aún sostenía en la mano. —Veo que aún no te has acabado la sopa, y deberías hacerlo. Seguramente se habrá enfriado ya.
Obediente, tomé otra cucharada —seguía estando deliciosa— y después me llevé el tazón a los labios y lo apuré. Luego miré a mi tío, esperando su revelación.
—Debo empezar —me informó— diciendo que tu madre siempre ha sido una mujer de ideas fijas. Muy terca, vaya, ¡Menuda novedad para mí!
—Hace sólo unas semanas —prosiguió—, poco antes de enterarme de que estaba planeando esta disparatada confrontación que tuvo el descaro de llamar «fiesta de cumpleaños» le envié un paquete importante. —Hizo una pausa y añadió—: Un paquete muy importante.
Estaba bastante segura de saber qué podía haber contenido ese paquete. Muy probablemente fuera lo mismo que en ese preciso instante estaba oculto en el relleno de mi parka. Pero si Nim estaba dispuesto a hablar, no iba a cortar el hilo de sus pensamientos con nimiedades como la destreza de Vartan Azov con la censura. Mi tío bien podría ser la única persona que poseyera las piezas del rompecabezas que faltaban y que yo necesitaba en aquel, el más peligroso de todos los juegos.
Pero ansiaba saber algo.
—¿Cuándo enviaste exactamente ese paquete a mi madre? —le pregunté.
—«Cuándo» lo envié es lo de menos —contestó Nim—. Lo importante es «por qué» lo envié. Es un objeto de enorme trascendencia, aunque no me pertenecía. Era de otra persona… Me sorprendió recibirlo y se lo envié a tu madre.
—Muy bien; entonces, ¿por qué? —insistí.
—Porque Cat era la Reina Negra, la que estaba al mando —respondió, y me miró impaciente—. No sé cuánto te habrá contado Lily de todo esto, según me has dicho, pero su imprudencia podría habernos puesto a todos, especialmente a ti, en peligro, un tremendo peligro. —Nim cogió mi tazón y lo dejó en el suelo, a un lado. Luego me tomó de ambas manos y siguió hablando—: Era el dibujo de un ajedrez —me dijo—. Hace treinta años, cuando tu madre se erigió en custodia de las otras piezas, se desconocía el paradero de esa pieza parte del puzzle, aunque nosotros sí sabíamos, por un diario, que había sido capturado por una monja conocida como Mireille.