Read El Fuego Online

Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (58 page)

BOOK: El Fuego
2.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

EMMA JUNG y MARIE-LOUISE VON FRANZ,

La leyenda del Grial

v
ivo.

Por supuesto.

Me sentí como si hubiera puesto un pie en un planeta extraño que diera vueltas en el espacio y el tiempo.

Y desde esa nueva perspectiva, incluso los acontecimientos más descabellados y más ilógicos de aquellos últimos días —fiestas improvisadas, paquetes misteriosos enviados desde otros países, el truco de desaparición de mi madre, que Key me secuestrara— de pronto cobraban sentido.

A lo mejor esa revelación fue la gota que colmó el famoso vaso. De lo contrario, la verdad es que no sé cómo conseguí conciliar el sueño después de eso. Cuando desperté, sin embargo, estaba completamente rendida, tumbada en la oscuridad de la parte trasera del fuselaje sobre un improvisado lecho de mochilas.

Pero no estaba sola.

Junto a mí había algo cálido. Algo que respiraba.

Tardé un momento en darme cuenta de que el motor del avión estaba en silencio. No se veía a Key por ninguna parte. Debía de ser ya bien pasada la medianoche, que era cuando habíamos hecho escala en nuestra segunda parada, cerca de Pierre, en Dakota del Sur. Fue entonces cuando Key nos había anunciado que tenía que echarse una cabezadita, y que a todos nos vendría bien hacer como ella antes de seguir rumbo a las montañas.

En ese momento me encontraba con las piernas casi encima del firme cuerpo de Vartan Azov, que estaba tumbado boca abajo con un brazo echado lánguidamente sobre mí desde atrás y el rostro hundido en mi pelo. Pensé en deshacerme de ese azaroso abrazo, pero me di cuenta de que podía despertarlo y razoné que seguramente él necesitaba dormir tanto como yo.

Además, me sentía muy a gusto.

¿Qué pasaba entre Vartan y yo? Tendría que preguntárselo.

Si esperaba a que Key regresara de repostar el avión o lo que fuera que estuviese haciendo en ese momento, puede que consiguiera un breve espacio para pensar, sin motores vibrantes ni el repetido latigazo de todos esos golpes emocionales que no dejaban de llegar, únicamente con el tranquilo sonido de la respiración rítmica de un jugador de ajedrez dormitando a mi oído.

Y sabía que tenía mucho que pensar: la mayoría, por desgracia, para intentar desentrañar las enmarañadas madejas de lo completamente impensable. A fin de cuentas, apenas hacía unas horas que me había enterado de por qué se había escondido mi madre, por qué nos había sacado a todos de allá donde estuviéramos y nos había mantenido
in albis
todo este tiempo… es decir, a todos menos a Nokomis Key.

Sin embargo, lo había comprendido todo en algún lugar entre nuestra primera parada del día, en los campos de osarios de los piscataway de Moyaonc, y aquel primer alto para repostar en Duluth —cuatro horas después, no estaba mal—, cuando por fin me enfrenté a Key y logré que admitiera el papel que desempeñaba en realidad.

Ella era la Reina Blanca.

—Nunca dije que Galen no dijera la verdad —había protestado Key cuando le refresqué la memoria en cuanto a su anterior negación, en la escalera del Four Seasons—. Sólo te dije que no le hicieras caso. Al fin y al cabo, todos esos idiotas ya han tenido su oportunidad en este juego. Ahora le toca a otra persona volver las tornas. Eso es lo que tu madre y yo intentamos.

Mi madre y Nokomis Key. Aunque me costaba visualizarlas a las dos unidas así, si era del todo sincera conmigo misma, tenía que admitir que desde el principio, desde que éramos pequeñas, Key siempre había sido la hija que mi madre nunca tuvo.

La Reina Negra y la Reina Blanca conchabadas.

No hacía más que oír un estribillo, una de esas cancioncillas sacadas de
Alicia en el país de las maravillas
, algo así como «Vayamos a tomar el té sin falta, que nos esperan la Reina Roja y la Blanca».

Pero, por atónita que me sintiera, no tenía palabras para agradecer que mi madre hubiera decidido «poner punto final», como me había dicho Key en la primera etapa de nuestro viaje, y unir fuerzas con los demás, conllevara lo que conllevase.

Ya no me importaba un comino por qué había cortado mi madre aparentemente toda relación con mi tío, ni por qué Key les había cerrado la puerta del hotel a unos cuantos que bien podrían haber sido jugadores del equipo de las blancas. Ya descubriría el motivo más adelante. Ahora mismo sólo sentía alivio.

Porque al fin había comprendido una cosa: por qué Key había sonreído enigmáticamente y por qué había hecho esos comentarios crípticos sobre el cementerio de Piscataway. Incluso por qué habíamos visitado ese osario de Moyaone, para empezar. «Todos los huesos y todos los secretos», había dicho.

Ahora comprendía que, si mi padre estaba vivo, como había dicho Key, y si mi madre se había enterado, estaba claro que todo ese tiempo no había sido a mí a quien protegía mi madre, ni siquiera a ella misma. Había sido mi padre, desde el principio, el que había estado claramente en verdadero peligro.

Y ahora sabía también por qué mi madre había tenido tanto miedo todos esos años, incluso antes de Zagorsk: era ella quien lo había puesto en esa situación. Los secretos del ajedrez de Montglane no estaban enterrados con los huesos de Piscataway, como tampoco las piezas.

Estaban enterrados en la mente de mi padre.

Alexander Solarin era el único de todos los que estaban implicados en el juego que sabía dónde se encontraban esas piezas. Si seguía con vida —y estaba convencida de que Key y mi madre debían de tener razón en eso—, teníamos que encontrarlo antes que nadie.

Recé porque no fuera ya demasiado tarde.

Key no había hablado en broma cuando, ya en la carretera, me había preguntado si tenía «la más remota idea» de lo difícil que había sido organizar mi seudosecuestro. Mientras el cielo se iba tiñendo de lavanda, aceleramos el Bonanza y saltamos por encima de Black Hills y el monte Rushmore rumbo a las Rocosas. Key amplió entonces detalles sobre unos cuantos puntos técnicos. Había escogido un avión cuya licencia no estaba a su nombre y tampoco había entregado el plan de vuelo para que resultara difícil seguirnos… o adivinar siquiera adonde nos dirigíamos.

Siempre y cuando el personal de los aeródromos privados te conociera, explicó, no había mucho problema. Sólo había aterrizado para repostar en lugares en los que estaba segura de que podría ponerse en contacto por adelantado con alguien que conociera, aun de noche, cuando el personal del campo de aviación no estaba; como su amigo el mecánico de la reserva sioux que nos había llenado el depósito la noche anterior, en Pierre, para que pudiésemos despegar sin demora antes del alba.

Ahora volábamos por encima del mundo abrigados con los equipos térmicos que Key había traído en las mochilas.

—¡El alba! —exclamó Key mirando a las montañas—. ¡Qué forma de despertar! ¡Dichosos los ojos!

Volar a cuatro mil quinientos metros en una pequeña avioneta por encima de las Rocosas justo después del alba era sobrecogedor. Las montañas estaban a sólo trescientos metros por debajo. Con el sol saliendo por detrás de nosotros y deslizándose sobre nuestras alas, la avioneta atravesaba jirones de nubes rosa como un ave rapaz suspendida en los cielos. Veíamos con detalle todo lo que quedaba por debajo: la roca escarpada y violeta, veteada de nieve color plata; las abruptas laderas cargadas de pinos y píceas; los cielos de un turquesa brillante.

Aunque había hecho decenas de vuelos sobre la montaña como ese con Key, nunca me cansaba. Vartan estaba prácticamente babeando en la ventanilla, contemplando esa vista espectacular. La tierra de Dios, como la llamaban los lugareños.

Aterrizar en Jackson Hole cuatro horas después ya fue otra cosa. Key atravesó como una flecha esos pasos entre las montañas que casi se nos echaban encima a lado y lado. Siempre inquietaba un poco. Después descendió en picado y con precisión hacia el fondo del valle. En realidad, la precisión era un requisito indispensable para aterrizar un avión en el hoyo sin fondo del «Hole».

Ya era media mañana para cuando tomamos tierra, así que sacamos las mochilas, las cargamos en el Land Rover que Key siempre dejaba en el aeropuerto y, por acuerdo tácito, fuimos a buscar algo que llevarnos a la boca.

Mientras repostábamos huevos con beicon, tostadas con mermelada, patatas fritas, frutas, zumo y toneladas de café espumoso, de pronto me di cuenta de que era la primera vez que comía desde el desayuno del día anterior, cortesía de mi tío Slava.

Tenía que conseguir dejar de alimentarme al ritmo de una comilona de esas al día.

—¿Dónde nos espera nuestra amiga? —le pregunté a Key cuando pagamos la cuenta y salimos del restaurante—. ¿En el piso?

—Ya lo verás —respondió.

Key tenía un apartamento en el Racquet Club para que, cuando había que hacer una escala para dormir durante un vuelo, los pilotos de sus avionetas con destino al norte del país tuvieran siempre un baño y una cama. Yo misma había estado unas cuantas veces allí. Lo había diseñado un cliente que era constructor naval para conseguir un aprovechamiento máximo del espacio, y era cómodo y regio a la vez. Tenía incluso varias pistas de deportes y una sala de gimnasio para los más obsesionados por la forma física.

Mi madre no estaba allí. Key nos dijo que dejáramos las bolsas y, después de calcular la altura de Vartan, sacó del armario tres buzos térmicos de un tejido ligero y nos dijo que nos los pusiéramos, así como las botas de nieve impermeables de cremallera. Regresamos al coche y Key enfiló la carretera sin dar más explicaciones.

Pero una media hora después, cuando atravesamos la entrada a Tetón Village y el lago Moran, supe que estábamos dejando atrás lo que podríamos llamar civilización, así que no pude evitar ponerme nerviosa.

—Pensaba que habías dicho que íbamos a buscar a mi madre para ayudarla a encontrar a mi padre —dije—. Pero esta carretera sólo lleva al Parque Nacional de Yellowstone.

—Justo —me aseguró Key con su habitual miradita sarcástica—. Pero para recoger a tu madre, antes tenemos que encontrarla. Está escondida, como bien recordarás.

En cuanto conseguí un momento para sopesar las cosas con claridad, confieso que tuve que quitarme el sombrero ante Key. Su planificación de la misión había sido impecable de principio a fin. Yo misma no habría sido capaz de idear un lugar mejor que el invernal Parque Nacional de Yellowstone para ocultar a mi madre garantizando el mínimo de visibilidad. Y es que allí todavía era invierno, por mucho que el calendario oficial pudiera hacer pensar lo contrario.

En Washington puede que a principios de abril llegara el Festival del Cerezo en Flor y la temporada turística; pero allí, en el norte de Wyoming, los postes rojos y amarillos de señalización para la nieve de tres metros y medio llevaban colocados en los márgenes de la carretera desde mediados de septiembre. Por aquellos pagos continuaría siendo invierno durante un par de meses más. Hasta junio ni siquiera se permitiría acampar.

Desde el 1 de noviembre hasta mediados de mayo, el parque estaba cerrado a toda clase de tráfico salvo a motos de nieve y
snowcoach
, y aun estos tenían que reservarse. El invierno siguiente, incluso las motos de nieve quedarían vetadas en este, nuestro histórico y primer parque nacional a causa de un nuevo decreto federal. Ese día, la carretera principal —
Grand Loop
, una pista de doscientos veinticinco kilómetros retorcida en forma de ocho— estaría cerrada en gran parte de su extremo septentrional.

BOOK: El Fuego
2.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Earth Colors by Sarah Andrews
Lady of the Star Wind by Veronica Scott
Return to Her by Alexandra O'Hurley
Southern Spirits by Edie Bingham
Never Alone by Elizabeth Haynes
To Make a Marriage by Carole Mortimer
The Inferno by Henri Barbusse
Fire and Ice by Lacey Savage
Nightswimmer by Joseph Olshan