Dos semanas antes, en la madrugada del 20 de marzo, las tropas estadounidenses habían invadido Irak. Lugar de nacimiento del ajedrez de Montglane. Dos semanas antes se había efectuado el primer movimiento: el juego había empezado de nuevo.
NIGREDO
Uno […] debe indagar en las causas de todo, esforzarse en comprender cómo se produce el proceso de generación y renacimiento por medio de la descomposición, y cómo toda la vida surge de la putrefacción […]. Todo debe perecer y desintegrarse, y una vez más, por la influencia de las estrellas, que actúan a través de los elementos, regresará a la vida y se transformará de nuevo en un ente celestial que morará en la región más elevada del firmamento.
BASILIO VALENTÍN,
La octava llave
De pronto comprendí que ya no era un prisionero, ni en cuerpo ni en alma, que no estaba condenado a la muerte […]. Mientras me quedaba dormido, dos palabras latinas merodeaban por mis pensamientos, sin razón aparente:
magna mater
. A la mañana siguiente, cuando me desperté, caí en la cuenta de lo que significaban […]. En la antigua Roma, los candidatos al culto secreto de la Magna Mater tenían que someterse a un baño de sangre. Si sobrevivían, volverían a nacer.
JACQUES BERGIER y Louis PAUWELS,
El retorno de los brujos
Son únicamente esta muerte y esta resurrección iniciáticas lo que consagra a un chamán.
MIRCEA ELIADE,
El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis
Dolena Geizerov, Dalnyi Vostok
(Valle de los Geiseres, Extremo Oriente), abril de 2004
S
e sintió como si estuviera ascendiendo desde una gran profundidad, flotando hacia la superficie de un oscuro mar. Un mar sin fondo. Tenía los ojos cerrados, pero podía percibir la oscuridad que lo envolvía. A medida que subía hacia la luz, la presión que lo oprimía parecía aumentar, una presión que le dificultaba la respiración. Con gran esfuerzo, se llevó una mano al pecho. Contra su piel notó una tela suave, alguna prenda fina que apenas pesaba.
¿Por qué no podía respirar?
Si se concentraba en su respiración, advertía que esta se tornaba más ligera, más rítmica. Su sonido le resultaba extraño, nuevo, como si nunca antes lo hubiese oído con claridad. Escuchó cómo este sonido aumentaba y disminuía con una cadencia suave, tenue.
Con los ojos aún cerrados, casi pudo visualizar una imagen rondándole cerca. Una imagen que parecía muy importante. Si pudiese atraparla… Pero apenas la atisbaba. Su perfil era vago y borroso. Se esforzó por verla mejor: tal vez fuera una especie de estatuilla. Sí, era la figura esculpida de una mujer, que refulgía con una luz dorada. La mujer estaba sentada dentro de un pabellón parcialmente entelado. ¿Acaso era él el escultor? ¿La había esculpido él? Parecía muy importante. Si al menos pudiera apartar las cortinas mentalmente y mirar dentro… Veía la figura, pero cada vez que intentaba imaginarse haciéndolo, un fulgor intenso y cegador inundaba su mente.
Hizo un sobreesfuerzo y al fin consiguió abrir los ojos; intentó enfocar la vista y observar su entorno. Se encontraba en un espacio indefinido lleno de una luz extraña, un esplendor incandescente que parpadeaba a su alrededor. Más allá se extendían las impenetrables sombras marrones y, en la distancia, un sonido que no supo identificar, semejante al de una corriente de agua.
Entonces pudo verse una mano, la que aún descansaba sobre su pecho, desvaída como un pétalo desprendido de su flor. Parecía irreal, como si se hubiese desplazado hasta allí por propia voluntad, como si fuera la mano de otra persona.
¿Dónde estaba?
Intentó incorporarse, pero se sorprendió demasiado débil para siquiera hacer el esfuerzo. Tenía la garganta seca y rasposa, no podía tragar.
—Agua —intentó decir. La palabra apenas brotó de sus labios agostados.
—Yah nyihpuhnyee mahyoo —
repuso una de las voces: «No le entiendo»
.
Pero él sí la había entendido a ella.
—Kan Tohri Eechahs? —
preguntó a la voz en la misma lengua que ella había empleado, aunque él aún no alcanzaba a identificarla. «¿Qué hora es?»
Y, aunque tampoco distinguía formas ni rostros en aquella penumbra parpadeante, sí atisbo la esbelta mano femenina que descendió para posarse con delicadeza en la suya, aún sobre su pecho. Entonces, la voz, una voz distinta de la primera —una voz conocida—, le habló al oído. Era tenue, líquida y sosegante como una canción de cuna.
—Hijo mío —dijo—. Por fin has vuelto.
Pero los hombres, salvajes y civilizados por igual, tienen que comer.
ALEXANDRE DUMAS,
Grand Dictionnaire de Cuisine
Basta con saber comer.
Dicho vasco
Washington, 7 de abril de 2003
A
las diez y media de la mañana del lunes, conducía el Volkswagen Tuareg de Rodo entre la llovizna neblinosa; subía por River Road en dirección a Kenwood, al norte del distrito, y a la suntuosa casa de campo de mi jefe, Euskal Herria, «País Vasco».
Era la chófer designada para garantizar que las vituallas frescas llegaban intactas a su destino. Siguiendo las instrucciones que Rodo había dejado en el contestador de mi casa, ya había recogido el marisco congelado en el Cannon Seafood de Georgetown y las verduras frescas en el Eastern Market de Capitol Hill. La plantilla fija de esclavos culinarios a sueldo las lavaría, las pelaría, las cortaría en juliana o en rodajas, las trocearía, las picaría o las molería bajo la supervisión personal de Rodo, preparándolas para la «secretísima» cena que iba a tener lugar aquella noche en Sutaldea.
No obstante, aunque había conseguido dormir un poco y por la mañana Leda había llevado hasta mi puerta café recién hecho en la brasa, seguía estando tan irritada que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para asegurarme de llegar intacta.
Mientras conducía por la tortuosa y deslizante carretera con los limpiaparabrisas batallando contra una borrosa pantalla de agua, cogí un puñado de grosellas que llevaba en el asiento del acompañante, destinadas a la guarnición de la cena, y me las zampé con la ayuda de un trago del café-almíbar de Leda. El primer alimento fresco que ingería en días. Caí en la cuenta de que también era la primera vez en cuatro días que podía pensar en soledad, pero tenía demasiado en que pensar.
La única idea que me acosaba una y otra vez, a pesar de mis esfuerzos por quitármela, era que, como diría Key, «demasiados cocineros arruinan el caldo». Sabía que aquella bullabesa de coincidencias y claves contrapuestas contenía un exceso de ingredientes potencialmente letales para la digestión. Y había demasiada gente sirviendo muchos otros como por arte de magia.
Sin ir más lejos, si los Livingston y la tía Lily conocían a Taras Petrosián, el organizador del último torneo de ajedrez, en el que asesinaron a mi padre, ¿por qué durante la cena nadie —ni siquiera Varían Azov— se dignó mencionar el detalle que sin duda todos tenían que saber: que el mismo tipo que recientemente habían dejado muerto en Londres era el padrastro de Vartan?
Y si todos habían estado relacionados en el pasado y habían corrido peligro o incluso habían muerto asesinados —incluida la familia de Lily y la mía propia—, ¿por qué iba ella a levantar la liebre con respecto al juego en presencia de Vartan y Nokomis Key? ¿Creía Lily que también ellos eran jugadores? ¿Y qué había de la familia Livingston y de Galen March, todos ellos también invitados por mi madre? Sencillamente, ¿hasta qué punto eran peligrosos?
Sin embargo, al margen de quiénes fueran los jugadores o cuál fuera el juego, ahora comprendía que mis piezas tenían más valor en el cómputo de la partida. En el ajedrez, nos referimos a esto como a «ventaja material».
En primer lugar, por lo que sabía hasta el momento, yo era la única persona (a excepción de mi difunto padre) que había descubierto que podían existir no sólo una sino dos reinas negras en el ajedrez de Montglane. Y, en segundo lugar, además de quienquiera que fuese la misteriosa persona que había dejado aquel ejemplar de
The Washington Post
frente a mi puerta a las dos de la madrugada, también podía ser yo la única que había relacionado aquel ajedrez de joyas engastadas elaborado en Bagdad hacía mil doscientos años con los acontecimientos que estaban ocurriendo en aquel momento y en aquel lugar, y que también había relacionado todo lo anterior con ese otro peligroso juego.
No obstante, en lo referente a este último, ahora sabía algo con absoluta certeza: Lily se había equivocado en Colorado al decir que necesitábamos un plan maestro. A mi entender, estábamos en un estadio demasiado temprano de la partida para plantear estrategias; no convenía hacerlo encontrándonos aún en los movimientos de apertura —«la Defensa»—, como la propia Lily había dicho.
En toda partida de ajedrez, si bien se necesita una perspectiva amplia del tablero —un panorama completo, una estrategia a largo plazo—, a medida que la partida progresa, el paisaje cambia rápidamente. Para conservar el equilibrio, para poder caer de pie, es preciso que la visión de largo alcance no distraiga la atención de aquellas amenazas inmediatas que siempre acechan, aquellas aproximaciones en un mar en constante cambio, con peligrosas guiñadas y contraguiñadas por los dos costados. Es algo que requiere táctica.
Esa era la parte del juego que mejor conocía. Esa era la parte del juego que adoraba: aquella en la que todo es aún potencial, en la que elementos como la sorpresa y el riesgo merecen la pena.
Mientras franqueaba con el Tuareg los grandes portones de piedra de Kenwood, supe con exactitud qué clase de peligro podía tener más cerca en aquel preciso instante, dónde esas maniobras tácticas podrían resultarme de utilidad muy pronto: a menos de trescientos metros colina arriba, en la Villa Euskal Herria.
Había olvidado, hasta que entré en Kenwood, que aquella semana se celebraba el Cherry Blossom Festival en Washington, donde todos los años miles de turistas abarrotaban el National Malí para hacer fotografías del estanque y los cerezos japoneses en flor que se reflejaban en su superficie.
Sin embargo, allí daba la impresión de que esos poco conocidos cerezos de Kenwood sólo los habían descubierto los japoneses. Centenares de visitantes nipones habían llegado ya y deambulaban como espectros bajo la lluvia por el herboso y serpenteante perfil del estanque, protegidos bajo paraguas de colores oscuros. Seguí subiendo por la colina; pasé junto a ellos y luego me interné en la pasmosa catedral formada por las ramas negras de los cerezos, tan viejos y nudosos que parecían haber sido plantados hacía cien años.
Ya en lo alto de la colina, al bajar el cristal de la ventanilla junto a la cancela privada de Rodo para teclear el código en el interfono, un remolino brumoso penetró en el coche como si fuera humo acuoso. Llegaba impregnado del embriagador aroma de las flores de los cerezos y me aturdió levemente.
Entre la neblina que se extendía más allá de los portones de hierro, atisbé varias hectáreas de los adorados
xapatak
de Rodo, los árboles vascos que producen abundantes cerezas negras por el día de San Juan, todos los meses de junio. Y más allá de la neblina, flotando sobre el mar de cerezos y su manto espumoso de flores magenta, se extendía Villa Euskal Herria, con sus tejados árabes y sus grandes terrazas. Tenía las contraventanas pintadas de un intenso
rouge basque
, el color de la sangre de la ternera, y las fachadas de rosa flamenco, estucadas y surcadas por buganvillas encarnadas; todo parecía sacado de un cuadro fauvista. De hecho, el complejo de Euskal Herria siempre había tenido un aire ilusorio y extraño, especialmente allí, tan cerca de Washington. Daba más la impresión de que lo hubieran dejado caer desde los cielos de Biarritz.
Cuando la cancela se abrió, maniobré por el camino circular y me dirigí a la parte trasera de la casa, donde estaban las cocinas y la enorme cristalera de parteluces. En los días despejados, desde aquella enorme terraza enlosada podía verse la totalidad del valle. Erramon, el conserje de Rodo de cabellera plateada, ya me esperaba para descargar el coche junto con su banda, media docena de tipos musculosos vestidos de negro, con pañuelos y
txapelas
, grandes boinas oscuras: la Brigada Vasca. Mientras Erramon me ayudaba a apearme del Tuareg, ellos abordaron en silencio la tarea de llevar adentro las cajas de productos frescos, huevos y marisco congelado.
Siempre me había parecido interesante que Rodo, un hombre que había crecido como una cabra silvestre en los puertos de montaña de los Pirineos, cuyo blasón familiar incluía un árbol, una oveja y varios cerdos, que aún se ganaba la vida atizando fuegos y abonaba sus cosechas, siguiera llevando un estilo de vida consistente en diversas villas, una plantilla permanente de sirvientes y un conserje a tiempo completo.
La respuesta era sencilla: todos eran vascos, de modo que en realidad no eran empleados, sino hermanos.
Según Rodo, los vascos eran hermanos al margen de la lengua que hablasen, ya fuese francés, castellano o euskera. Y al margen de su procedencia, alguna de las cuatro provincias vascas que pertenecían a España o alguna de las tres que formaban parte de Francia. Consideraban las regiones vascas un único país.
Como para subrayar este relevante principio, justo encima de la cristalera, en unos azulejos pintados a mano y colocados sobre la fachada de estuco, se leía una de las máximas predilectas, si bien íntima, de los vascos: