MATEMÁTICAS VASCAS
4 + 3 = 1
Erramon y yo entramos en la enorme cocina por la fachada de la cristalera y la brigada empezó a colocar con gran eficacia las cajas en la sala.
Encontramos a Rodo de espaldas a nosotros. Su corpulenta figura estaba inclinada sobre la cocina; removía algo con una cuchara de madera grande. El pelo moreno y largo de Rodo, por lo general cepillado desde la nuca hacia un lado del cuello, como la crin de un caballo, estaba aquel día recogido en una cola, coronada con la habitual boina roja en lugar del gorro de chef, para protegerla del fuego. Iba vestido, como tenía por costumbre, de blanco: pantalones de sport, camisa de cuello abierto y alpargatas atadas a los tobillos con lazos largos, el atuendo que suele llevarse en ocasiones festivas con el pañuelo al cuello y el fajín de color rojo intenso. Aquella mañana lo protegía con un gran delantal blanco de carnicero.
Rodo no se volvió cuando entramos. Cortaba en trozos una tableta grande de chocolate amargo de Bayona y los fundía al baño María. Deduje que aquella noche degustaríamos su especialidad, una versión de la
euskal txapela
: el
Béret Basque
, un pastel que rellenaba con chocolate negro deshecho y cerezas maceradas en licor. Empecé a salivar.
Sin alzar la mirada de su tarea, Rodo murmuró: —¡Bien! ¡La
Errauskine
vuelve de pasar toda la noche bailando con el príncipe! —Su pequeña Cenicienta predilecta, me llamaba—.
Quelle surprise!
¡De vuelta en la cocina para rastrillar las cenizas! ¡Ja!
—No ha sido exactamente eso lo que he estado bailando —le aseguré. La
ezpata-dantza
era una de esas entusiastas danzas vascas que Rodo adoraba, con exagerados alzamientos de piernas y los brazos en jarras sin dejar de saltar—. He estado a punto de quedarme aislada por la nieve en medio de la nada. He tenido que conducir en plena tempestad para llegar aquí a tiempo de ayudar con los preparativos de esta imprevista
boum
tuya. ¡Podría haberme matado! ¡Eres tú quien debería darme las gracias!
Estaba que echaba humo, pero había método en mis invectivas. Para tratar con Rodo, sabía por experiencia que había que combatir el fuego con fuego. Y, por lo general, quien consiguiera prender la primera cerilla sería el vencedor de la contienda.
Tal vez no fuera así en esta ocasión.
Rodo dejó caer la cuchara en la cazuela del chocolate y se volvió hacia Erramon y hacia mí. Sus cejas, negras y virulentas, se habían unido como una nube tormentosa condensándose, y una de sus manos empezó a agitarse frenéticamente en el aire.
—¡Bien! ¡El
hauspo
cree que es el
su
! —gritó. «El fuelle cree que es el fuego.» No podía creer que fuera capaz de soportar aquello a todas horas—. ¡Por favor, no olvides quién te dio un empleo! No olvides quién te rescató de…
—… la CIA. —Acabé la frase por él—. Pero quizá tú sí que merezcas un empleo en la otra CIA: la Agencia Central de Inteligencia. Si no, ¿cómo has sabido que me marché para asistir a una fiesta? Tal vez puedas explicar por qué tuve que volver tan deprisa…
Esto descolocó a Rodo un breve instante. Se recuperó enseguida y, con un bufido, se quitó la boina roja y la arrojó al suelo con un ademán melodramático, su táctica predilecta siempre que se quedaba sin palabras, lo cual no ocurría a menudo.
A aquello le sucedió un torrente en euskera del que sólo entendí algunas palabras sueltas. Iba dirigido con apremio al solemne y peliblanco conserje Erramon, que seguía a mi lado y no había pronunciado palabra desde que habíamos entrado.
Erramon asintió en silencio y se encaminó hacia los fogones, apagó el gas y extrajo de la cazuela del chocolate la cuchara que Rodo había olvidado en su interior. Tenía un aspecto terrible. Después de dejarla con sumo cuidado sobre el recipiente que tenían a tal efecto, el conserje se dirigió de nuevo a la puerta de la cristalera que conducía al exterior. Una vez allí se dio la vuelta, como esperando que lo siguiera.
—Debo llevarte inmediatamente de vuelta por el
sugeldu
—dijo, refiriéndose a las brasas; por lo visto tenía que prepararlas para la cena de la noche—. Después, cuando los hombres hayan acabado de lavar los ingredientes, monsieur Boujaron llevará en persona todo lo necesario para que puedas ayudarlo a preparar la cena privada de esta noche.
—Pero ¿por qué yo? —pregunté, volviéndome hacia mi jefe en busca de una explicación—. ¿Quiénes son esos «dignatarios» que vienen esta noche para que merezcan tanto subterfugio? ¿Por qué no va a poder verlos nadie excepto tú y yo?
—No hay ningún misterio —contestó Rodo, eludiendo mi pregunta—. Pero llegas tarde al trabajo. Erramon te aclarará por el camino cuanto necesites saber. —Desapareció airado de la cocina y cerró la puerta interior a su paso.
La audiencia con el jefe parecía haber concluido, de modo que seguí al majestuoso conserje por la terraza hasta el coche y subí al asiento del acompañante. Conduciría él.
Quizá fuera fruto de mi imaginación, o quizá sólo consecuencia de mis precarios conocimientos de la lengua vasca, pero estaba casi segura de haber entendido dos palabras consecutivas de la diatriba de Rodo. Y, si estaba en lo cierto, esas palabras en concreto no iban a contribuir a que me relajara. En absoluto.
La primera era
arrisku
, una palabra que Rodo empleaba a todas horas cuando estaba alrededor de las cocinas: «peligro». Era imposible no recordar aquella misma palabra manuscrita en ruso en una cartulina que aún llevaba, incluso en aquel momento, en el bolsillo. Pero la segunda palabra, que había oído a continuación de la primera,
zortzi
, era aún peor, aunque no significaba «Cuidado con el fuego».
En euskera,
zortzi
significa «ocho».
Mientras conducía el Tuareg por River Road de regreso a Georgetown, Erramon no despegaba la mirada de la carretera ni las manos del volante, haciendo gala de la destreza propia de un conductor de campo que se había pasado la vida sorteando cerradas curvas de montaña, como probablemente era su caso. Sin embargo, aquella atención obsesiva no iba a disuadirme de hacer lo que sabía que tenía que hacer en aquel momento: sonsacarle información (como Rodo había prometido evasivamente que conseguiría), sonsacarle «por el camino cuanto necesitaba saber».
Conocía a Erramon, obviamente, desde hacía los mismos años que llevaba trabajando como aprendiza de monsieur Rodolfo Boujaron. Y, aunque conocía mucho menos al
consiglieri
que al
don
, había algo que sí sabía: Erramon, con su cabellera plateada, bien podía encarnar el papel del dignatario y factótum de la baronía de Rodo, pero, al margen de su puesto oficial, era un vasco recalcitrante con todo lo que ello conllevaba. Es decir, tenía un sentido del humor disparatado, un especial interés por las damas —sobre todo por Leda— y una inexplicable debilidad por el
sagardo
, la espantosa sidra vasca que ni los españoles son capaces de beber.
Leda siempre decía que el
sagardo
le recordaba «a meados de cabra», aunque yo nunca supe a ciencia cierta en qué basaba aquel juicio culinario. No obstante, tanto ella como yo habíamos llegado a apreciar la sidra, por un motivo obvio: tomar de vez en cuando un vaso de zumo de manzana amargo, espumoso y fermentado en compañía de Erramon era el único modo que se nos ocurría de ganarnos a nuestro jefe común, el tipo al que Leda gustaba referirse como «el maestro de los menús».
Y, atrapada en un coche durante al menos media hora, como en ese momento lo estaba con Erramon, tuve la impresión de que, como diría Key, era «ahora o nunca».
Así que mi sorpresa fue mayúscula cuando fue él quien rompió el hielo, y además de la manera más insospechada.
—Quiero que sepas que E.B. no está enfadado contigo —me aseguró Erramon.
Erramon siempre llamaba a Rodo «E.B.» (algo así como «Eredolf Boujaron»), por una broma privada que había iniciado con Leda y conmigo en una de nuestras últimas noches de sidra. Por lo visto, en euskera no hay ningún nombre que empiece por R; de ahí el nombre Erramon: Ramón en español, Raymond en francés. Y «Rodolfo» casi parecía italiano. Este defecto lingüístico parecía convertir a Rodo en algo similar a un «bastardo vasco».
Pero el mero hecho de que pudiera tener ocurrencias graciosas con respecto a un volcán tiránico como Rodo ponía de manifiesto que la relación entre ambos era más cercana que la propia entre un patrón y un sirviente. Erramon era la única persona que se me ocurría que podría tener una pista de lo que Rodo se traía entre manos para aquella noche.
—Entonces, si no está enfadado conmigo —puntualicé—, ¿cómo se explica el chocolate quemado, la boina en el suelo, el chorreo en euskera, el portazo, el botón del eyector automático
pour moi
?
Erramon se encogió de hombros y esbozó una sonrisa enigmática, manteniendo en todo momento la mirada pegada a la carretera como con velero.
—E. B. nunca sabe qué hacer contigo. —Y se desvió hacia el tema que mejor dominaba—. Tú eres diferente. No está acostumbrado a tratar con mujeres. Al menos, no en el ámbito profesional.
—Leda también es diferente —dije, poniendo el contrapunto con su violonchelo predilecto en forma de mujer—. Ella se encarga de servir las copas. Trabaja como una burra. Hace ganar una fortuna a Sutaldea. Rodo no puede negárselo.
—Ah, el Cisne. Es magnífica —repuso Erramon, con los ojos levemente húmedos. Luego se rió—. Pero él siempre me dice que, con ella, le estoy ladrando al caballo equivocado.
—Me parece que la expresión correcta es «ladrar al árbol equivocado».
Erramon pisó el freno. Habíamos llegado al semáforo del cruce de River Road y Wisconsin. Me miró.
—¿Cómo va nadie a «ladrar a un árbol»? —preguntó con tino.
A diferencia de mi amiga Key, en realidad yo nunca le había dedicado un solo pensamiento a esas frases hechas. Ni tampoco a la sabiduría popular.
—Pues entonces quizá deberíamos decir que estás ladrando al cisne equivocado —convine.
—Tampoco se ladra a los cisnes —replicó Erramon—, sobre todo a un cisne del que estás enamorado. Y yo estoy enamorado de ese, de verdad lo creo.
Oh, no… Esa no era exactamente la charla que esperaba mantener..
—Me temo que, con respecto a la observación de la naturaleza humana, esta vez Rodo podría haber acertado —le dije a Erramon—. Creo que el Cisne prefiere la compañía femenina.
—Tonterías. Es sólo una especie de…, ¿cómo lo llamáis? Una moda pasajera, o algo así. Como esas ruedas que le gusta llevar en los pies. Eso cambiará, esa necesidad de éxito, de poder sobre los hombres. No tiene por qué demostrarle nada a nadie —insistió.
Ah, pensé, la historia de siempre: «Nunca ha conocido a un hombre como yo».
Pero, cuando menos, había conseguido que Erramon hablara, al margen del tema que lo tuviera atrapado. Cuando el semáforo se puso en verde, empezó a prestarme algo más de atención a mí que a la carretera. Sabía que aquella podía ser mi última oportunidad, en los pocos kilómetros que nos separaban de nuestro destino, de averiguar qué era lo que realmente estaba ocurriendo entre bastidores.
—Hablando de demostrar cosas —dije, con el tono de voz más despreocupado que fui capaz de impostar—, me pregunto por qué monsieur Boujaron no le ha pedido a Leda ni a ningún otro que trabaje en la
boum
de esta noche. Al fin y al cabo, si los clientes son tan importantes, ¿no sería más lógico que quisiera alardear también de su excelencia? ¿Asegurarse de que su negocio funciona como un reloj? Todos sabemos lo perfeccionista que es, pero él y yo solos apenas podremos cubrir todas las bases, reemplazar a toda la plantilla de un restaurante. Si la cantidad de comida que acabo de llevar a Kenwood es indicativo de algo, debemos de estar esperando a un grupo bastante grande…
Lo estaba sondeando con la mayor indiferencia posible, hasta que observé que pasábamos junto a la biblioteca de Georgetown. Estábamos a punto de llegar a Sutaldea. Decidí apretar las tuercas un poco más, pero no iba a ser necesario.
Erramon se había desviado hacia una calle secundaria para evitar el tráfico de Wisconsin. Se detuvo en la señal del primer cruce y se volvió hacia mí.
—No. Como máximo vendrá una docena de personas, creo —me dijo—. Me han comentado que se trata de una especie de gala real, que a E. B. le han exigido muchas condiciones, que se ha solicitado el nivel de la más alta cocina, con platos especiales encargados con antelación. Por eso hemos tenido que hacer todos esos preparativos en
Euskal Herria
con la supervisión de E. B. Por eso a él le preocupaba tanto que llegaras a tiempo, que los fuegos quedasen perfectamente preparados anoche, para que hoy pudiésemos empezar el
méchoui
.
—¿Un
méchoui
? —exclamé, atónita.
Se tardaba un mínimo de doce horas en cocinar un
méchoui
, un cabrito o un cordero asado al espetón y aromatizado con hierbas, un plato muy codiciado en tierras árabes. Sólo se podía cocinar algo así en el hogar central de Sutaldea. Rodo debía de tener la intención de llevar a todo un batallón de ayudantes antes del anochecer para tenerlo listo a la hora de la cena.
—Pero ¿quiénes son esos misteriosos dignatarios? —volví a preguntar.
—Teniendo en cuenta el menú previsto, supongo que deben de ser gobernantes u oficiales de alto rango de Oriente Próximo —contestó—. Y he oído que se están observando muchas medidas de seguridad. En cuanto al motivo de que esta noche estés tú sola en el servicio, lo desconozco, pero E.B. nos aseguró que esta noche todo debe hacerse según se ha ordenado.