No obstante, no pude evitar preguntarme cómo nos las íbamos a arreglar con el servicio de los platos estando él y yo solos. Los lunes como aquel, cuando el restaurante solía estar cerrado, eran días de prácticas para los camareros. Aprendían a disponer correctamente los cubiertos y las copas, y a saber qué hacer cuando un comensal —jamás se los llamaba «clientes»— derramaba la bebida o un poco de salsa sobre el mantel. Si eso ocurría, incluso estando los comensales en mitad de un plato, media docena de camareros y ayudantes se presentaban de inmediato junto a la mesa, lo retiraban todo sin molestar, reemplazaban rápidamente el mantel y lo devolvían todo a su sitio, cada copa y cada plato a su comensal correspondiente, como por arte de birlibirloque.
Rodo los cronometraba: el proceso completo no debía prolongarse más de cuarenta segundos.
Observar a Rodo en aquellos momentos, moviéndose en silencio entre los hogares, encomendándome sin palabras tareas de segundo orden, suponía una lección en sí misma que jamás podría impartirse en ninguna escuela. Había que presenciarlo. Y sólo un auténtico perfeccionista con una larga experiencia a sus espaldas podía demostrar la veracidad del lema predilecto de Key Por difícil que Rodo fuera, nunca había lamentado entrar a trabajar de aprendiza para él.
Hasta aquella noche, claro está.
—
Neskato!
—me llamó Rodo cuando yo, arrodillada, daba la vuelta a las verduras con unas pinzas—. Quiero que subas ahora mismo, desconectes el interfono y el teléfono, y me los traigas.
Al mirarlo extrañada, él asestó una fuerte palmada a la pared de piedra de la bodega y me brindó una insólita sonrisa.
—¿Ves estas piedras? —dijo.
Por primera vez, observé con detenimiento las rocas talladas a mano de la pared, probablemente cortadas y colocadas allí hacía más de doscientos años. Eran de un blanco lechoso, mechado por una extraña veta de color albaricoque.
—Cristal de cuarzo, extraído de esta zona —informó Rodo—. Posee excelentes propiedades como transmisor de las ondas sonoras, pero interferirá en la comunicación a menos que esté… ¿cómo lo decís?… Integrado.
Manos a la obra, a desmantelar el teléfono y el interfono. Y a echar el cerrojo de las demás puertas. Rodo no era tonto. Estaba claro que tenía que decirme algo y, aunque yo me moría por oírlo, no era capaz de calmar el cosquilleo que sentía en el estómago sabiendo que las más altas esferas de los servicios de seguridad del gobierno revoloteaban justo detrás de aquella puerta principal.
Cuando volví con el equipo, él lo cogió y lo guardó dentro de la nevera gigante. Luego se volvió hacia mí y me tomó de las dos manos.
—Quiero que te sientes en este taburete y que escuches la breve historia que voy a contarte —dijo.
—Espero que vaya a dar respuesta a alguna de las preguntas que te he hecho esta mañana —le contesté—. Bueno, si estás completamente seguro de que nadie va a oírnos.
—No, nadie va a oírnos, motivo también por el que decidí que la cena de esta noche se celebrara aquí abajo. En cualquier caso, es posible que ese teléfono por el que hablabas antes y mi casa, Euskal Herria, sean harina de otro costal. Ya te hablaré de eso después —añadió—. Hay algo más urgente, más importante: el motivo por el que estamos aquí. ¿Conoces la historia del Olentzero? —Al verme negar con la cabeza mientras tomaba asiento en la trona, dijo—: Con un nombre como Olentzero, obviamente era vasco. Es una leyenda que representamos todos los años la víspera de Navidad. Yo mismo suelo encarnar en la danza al famoso Olentzero, para lo cual hay que conocer bien los pasos. Ya te lo enseñaré algún día.
—Vale —dije, pensando: «¿Adonde demonios quiere ir a parar?».
—Como ya sabrás —prosiguió Rodo—, la Iglesia Católica Romana sostiene que el Niño Jesús fue descubierto por los tres Reyes Magos, aquellos adoradores zoroastrianos del fuego procedentes de Persia. Pero nosotros creemos que esa historia no es del todo cierta. Fue Olentzero, un vasco, el primero en ver al Niño Jesús. Olentzero era un… ¿cómo lo decís?… Un
charbonnier
, un carbonero; ya sabes, uno de esos que viajaban de tierra en tierra, cortando y quemando madera para venderla como carbón para cocinar y calentarse. Era nuestro antepasado. De ahí que los vascos seamos famosos por ser grandes cocineros…
—¡Uau! —exclamé—. ¿Me has hecho venir corriendo de Colorado, atravesar una tempestad y bajar a esta bodega sin haber comido ni bebido nada para quedarte a solas conmigo y contarme la historia de un vasco mítico que bailaba por las calles y vendía carbón hace dos mil años?
Estaba fuera de mí, pero intentaba contener la ira porque no tenía la certeza de que nadie pudiera oírnos.
—No exactamente —contestó Rodo, impertérrito—. Estás aquí porque es la única manera de que podamos hablar a solas antes de la cena de esta noche. Y es crucial que lo hagamos. ¿Entiendes que corres un grave peligro?
Peligro.
Ahí estaba. De nuevo esa palabra. Me sentí como si me hubieran vaciado los pulmones de golpe. Lo único que podía hacer era seguir mirándolo petrificada.
—Mucho mejor así—dijo—. Por fin consigo que me prestes un poco de atención.
Se acercó al hogar y removió la bullabesa unos instantes antes de volver hasta mí con un semblante grave.
—Adelante, vuelve a hacerme esas preguntas —me invitó—. Las responderé.
Supe que tenía que serenarme; daba la impresión de que era entonces o nunca. Apreté las mandíbulas.
—De acuerdo. ¿Se puede saber cómo te enteraste de que me había ido a Colorado? —le pregunté—. ¿De qué va la boum de esta noche? ¿Y por qué crees que corro peligro en relación con ella? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?
—¿De verdad no sabes quiénes son exactamente los carbonarios? —Rodo cambió de tema, aunque reparé en que esta vez utilizó un concepto ligeramente distinto al de «carbonero» y otro tiempo verbal: ya no había dicho «eran» sino «son». —Sean quienes sean —insistí—, ¿cómo va a responder eso ninguna de mis preguntas?
—Podría responder todas tus preguntas. Y otras que aún ni siquiera conoces —me informó Rodo bastante serio—. Los
charbonniers
, a los que en Italia llamaban
carbonari
, son una sociedad secreta que lleva existiendo más de doscientos años, aunque ellos afirman que es mucho más antigua. Y aseguran tener un poder tremendo. Como los rosacruces, los francmasones y los
illuminati
, estos carbonarios también dicen estar en posesión de un saber secreto que sólo conocen los iniciados, como ellos mismos. Pero no es verdad. Ese secreto se desveló en Grecia, Egipto, Persia, e incluso antes en la India…
—¿Qué secreto? —pregunté, aunque temía saber ya qué era lo que iba a oír a continuación.
—Un secreto que finalmente fue plasmado por escrito hace mil doscientos años —contestó—. Entonces corrió el peligro de que dejara de ser secreto. Aunque nadie consiguió descifrar su significado, fue ocultado en un juego de ajedrez que se creó en Bagdad. Luego, durante mil años, permaneció enterrado en los Pirineos, en las Montañas de Fuego de Euskal Herria, hogar de los vascos, que ayudaron a protegerlo. Pero ahora ha vuelto a emerger, hace sólo dos semanas, lo que podría suponer un gran peligro para ti… a menos que seas capaz de comprender quién eres y qué función deberás desempeñar esta noche.
Rodo me miraba como si eso hubiese dado respuesta a todas mis preguntas. Ni de lejos.
—¿Qué función? —pregunté—. ¿Y quién soy?
Me sentía mareada, enferma. Quería acurrucarme debajo de la trona y llorar.
—Como siempre te he dicho —respondió Rodo con una extraña sonrisa—, eres
Cendrillon
, o
Errauskine
, la Cenicienta, la que duerme entre las cenizas detrás del hogar. La que luego se alza de esas cenizas para convertirse en reina, como descubrirás en sólo unas horas. Pero yo estaré contigo, porque son ellos quienes van a cenar aquí, con todo este secretismo, esta noche. Son ellos quienes pidieron que estuvieras presente, y son ellos quienes sabían que te habías ido a Colorado. Yo me enteré de tu escapada demasiado tarde.
—¿Por qué yo? Creo que sigo sin entenderlo —dije, aunque más que miedo era terror lo que me producía la sospecha de, en efecto, estar entendiéndolo.
—La persona que organizó esta cena te conoce bastante bien, eso me ha parecido —contestó Rodo—. Se llama Livingston.
Basil Livingston.
Por supuesto que era un jugador. ¿Por qué iba a sorprenderme? Pero ¿acaso podría ser algo más que eso, teniendo en cuenta sus sospechosas y duraderas conexiones con el recientemente asesinado Taras Petrosián?
Con todo, me sentía perpleja por estar allí, sepultada en aquella bodega-mazmorra con mi loco jefe vasco, que parecía saber más que yo de los peligros que representaba aquel aún más loco juego. Decidí seguir escuchando. Y, por muy excepcional que fuera, por una vez Rodo parecía más que dispuesto a abrirse.
—¿Te suena la
Chanson de Roland
—empezó a preguntar, mientras colocaba cerca de media docena de cazuelas de cerámica en el hogar—, ese relato medieval sobre la famosa retirada de Carlomagno por el desfiladero de Roncesvalles, en los Pirineos? Contiene la clave de todo. ¿La conoces?
—Me temo que no la he leído —admití—, pero sé de qué va: la derrota de Carlomagno frente a los sarracenos, o, como se los suele llamar, los moros. Aniquilaron a toda la retaguardia cuando su ejército retrocedía de vuelta a Francia desde España. A su sobrino Roland, el héroe de la canción, lo mataron en el desfiladero, ¿no?
—Sí, esa es la historia que han contado —contestó Rodo—. Pero oculto en ella está el verdadero misterio, el verdadero secreto de Montglane. —Había sumergido los dedos en aceite de oliva y untaba el interior de las cazuelas.
—¿Y qué tienen que ver la retirada de Carlomagno y ese «secreto de Montglane» con el misterioso aquelarre de esta noche? ¿O con ese ajedrez del que has hablado? —le pregunté.
—Comprenderás, Cenicienta, que no fueron los musulmanes quienes destruyeron la retaguardia de Carlomagno y mataron a su sobrino Roland —contestó Rodo—. Fueron los vascos.
—¿Los vascos?
Rodo retiró los paños húmedos que envolvían las boules de masa rellena de carne y colocó una en cada cazuela. Le tendí la pala de mango largo para que acercara más las cazuelas a las brasas. Cuando hubo amontonado la ceniza alrededor, se volvió hacia mí y prosiguió:
—Los vascos siempre habían controlado los Pirineos, pero la
Chanson de Roland
se escribió siglos después de que ocurrieran los acontecimientos que narra. Cuando tuvo lugar la retirada por el desfiladero de Roncesvalles, en el año 778, Carlomagno aún no era poderoso ni célebre. Todavía era, sencillamente, Kart, rey de los francos, unos meros e incultos campesinos del norte. Tendrían que pasar más de veinte años para que el Papa lo ungiera como emperador del Sacro Imperio Romano, Carolus Magnus o Karl der Grosse, como lo llamaban los francos, Defensor de la Fe. Carlos el Franco se convirtió en Carlomagno porque para entonces ya tenía en su poder y defendía el juego de ajedrez conocido como «ajedrez de Montglane».
Sabía que al fin estábamos llegando a algo. Esto corroboraba la teoría de mi tía Lily sobre el legendario ajedrez y sus fabulosos poderes. Pero las aportaciones de Rodo aún no habían contestado a todas mis preguntas.
—Creía que el Papa nombró a Carlomagno emperador del Sacro Imperio con la intención de conseguir su ayuda en la defensa de la Europa cristiana contra las incursiones musulmanas —dije, rebuscando en mi cerebro todas las trivialidades medievales que pudiera haber retenido—. Sólo en el cuarto de siglo anterior a la llegada de Carlomagno, ¿no había conquistado ya la fe islámica la mayor parte del mundo, incluida la Europa occidental?
—Exacto —convino Rodo—. Y sólo cuatro años después de la retirada forzada de Carlomagno por Roncesvalles, la posesión más poderosa del islam había caído en las manos del peor enemigo del islam.
—Pero ¿cómo consiguió Carlomagno hacerse tan deprisa con ese juego de ajedrez? —pregunté.
Absorta por la conversación, había olvidado que tenía un trabajo por hacer y que pronto se abatiría sobre nosotros una bandada de «comensales» indeseables. Pero Rodo no. Me pasó la caja con los huevos y una pequeña pila de cuencos mientras seguía hablando.
—Se dice que el gobernador musulmán de Barcelona le envió el ajedrez, aunque por motivos que no están muy claros —me explicó Rodo—. Desde luego, no lo hizo para que Carlomagno «ayudara» contra los vascos, a los que nunca había derrotado y que, de todos modos, tampoco actuaban cerca de Barcelona.
»Es más probable que el propio gobernador, Ibn al-Arabi, tuviera alguna razón importante para querer esconder el ajedrez lo más lejos posible del islam, y la corte franca de Aix-la-Chapelle, o Aquisgrán, estaba a más de mil kilómetros al norte en línea recta.
Rodo hizo una pausa para inspeccionar mi técnica de separación de claras y yemas. Siempre insistía en que se hiciera con una sola mano, vertiendo las yemas y las claras en cuencos separados, y dejando las cascaras en un tercero, para el abono orgánico. «Quien no malgasta no pasa necesidades», como diría Key.
—Pero ¿por qué un jefe andalusi iba a querer enviar algo a un monarca cristiano a mil kilómetros de distancia, sólo para alejarlo de manos islámicas? —pregunté.
—¿Sabes por qué llaman a ese juego «el ajedrez de Montglane»? —contestó—. Es un nombre revelador, pues en aquel entonces no existía ningún lugar con ese nombre en los Pirineos vascofranceses.