El Fuego (33 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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Pero, por supuesto, Alí había sacrificado también algo más.

Ese algo podía ser el único significado del mensaje.

Y es que, aunque la nota que Letizia Buonaparte había enviado a Byron era una evidente respuesta a su interpelación previa acerca de Shelley, la trascendencia del mensaje que ella expresaba en su mezcla de idiomas no podía ser más obvia:

Á Signor Gordon, Lord Byron

Palazzo Lanfranchi, Lungarno, Pisa

Cher Monsieur,

Je vous invite á un vernissage de la pittrice Inglese, Mme.

María Hadfield Cosway, date: le 21 Janvier, 1823; lieu: Palazzo

Falconieri, Roma. Nous attendons votre réponse.

Les sujets des peintures suivi:

Siste viator

Ecce signum

Urbi et orbi

Ut supra, ut infra

Con esto, se lo invitaba a una exposición de pintura de madame Cosway, una mujer cuya reputación él conocía bien, dada la fama de la que su último esposo había disfrutado como pintor de cámara del príncipe de Gales. Y ella misma era la protegida no sólo del cardenal Fesch sino que también, durante años, en París, lo había sido del famoso pintor francés Jacques-Louis David.

Sin embargo, no era la invitación en sí sino el significado del mensaje lo que había captado la atención de Byron y había precipitado su partida de Genova. En primer lugar, los «temas» de los «cuadros» de madame Cosway difícilmente se encontraban entre los que los artistas solían escoger, pero todos resultaban muy significativos si se leía la invitación entre líneas.

Siste viator
, «Detente, viajero»: un epitafio presente en los sepulcros que salpicaban los caminos de la antigua Roma.

Ecce signum
, «He aquí la señal»: siempre iba seguida de un pequeño triángulo.

Urbi et orbi
, «A la ciudad y al mundo»: un lema de Roma, la Ciudad Eterna.

Ut supra, ut infra
, «Así arriba como abajo»: un lema de la alquimia.

Tampoco podía tratarse de una coincidencia que se lo convocara en la misma fecha y el mismo lugar del entierro del pobre Percy Shelley, que, gracias a Dios misericordioso, se había celebrado varias horas antes de que Byron llegara a Roma. No lamentaba no haber podido asistir. Por mucho que lo intentara, era incapaz de olvidar lo que había tenido que soportar el día de la incineración de Shelley, muchos meses atrás, ni los temores que desde entonces albergaba por su propia vida.

El mensaje estaba claro: «Deja de buscar y contempla lo que Hemos encontrado: la señal, el triángulo de la famosa pirámide funeraria de Roma que los carbonarios, los francmasones y otros grupos semejantes adoptaron como signo fraternal. Representaba un nuevo orden que conectaba espíritu y materia, los mundos de arriba y abajo».

Este era el mensaje que Percy Shelley había intentado enviarle justo antes de que lo mataran. Ahora Byron comprendía su significado, aunque le helaba la sangre. Pues aunque Letizia Buonaparte y sus cohortes supieran algo del misterio, o de la desaparecida Reina Negra (según sugería aquella invitación), ¿cómo podían haber adivinado aquella palabra? La única palabra, sin duda, que habría llevado a Byron a Roma; nada más lo habría conseguido. La palabra que Letizia Buonaparte había empleado para firmar la carta.

El nombre predilecto de Byron, el que había compartido como santo y seña con una única persona en la Tierra: Alí Bajá, que ahora estaba muerto.

Pero, justo cuando pensaba en aquel nombre, oyó cómo la puerta se abría y una voz suave le hablaba desde el otro extremo de la sala.

—Padre, soy vuestra hija. Haidée.

Tenía una hija llamada Haidée,

de las Islas Orientales heredera,

pero tan hermosa su sonrisa era

que a su dote hacía palidecer.

LORD BYRON,

Don Juan
, Canto II, CXXVIII

Byron no podía contenerse. Ni siquiera podía pensar en la pieza de ajedrez que seguramente ella llevaba consigo, pues lo abrumaba la dicha. Lloraba, primero estrechándola con fuerza, luego sujetándola frente a sí para contemplarla, sacudiendo la cabeza, incrédulo, mientras sentía las lágrimas calientes surcando el polvo que aún cubría su rostro.

¡Dios misericordioso! Era la viva imagen de Vasiliki, que debía de tener sólo unos pocos años más cuando se enamoró de ella en Janina. Lucía los mismos ojos plateados de Vasia, que parecían espejos luminosos, aunque Haidée también había heredado rasgos de su padre: el mentón hendido y aquella piel pálida, translúcida, que a él le había granjeado el apodo de Alba, que significaba «blanco».

Qué bendición, pensó. Y es que había perdido a sus otras hijas de un modo u otro: por muerte, separación, calumnias, exilio… La pequeña Ada, la hija legítima de su matrimonio con Annabella, que tendría sólo siete años. No había vuelto a verla desde que nació, debido a las habladurías que lady Byron había hecho circular y que habían obligado a Byron a exiliarse todos aquellos años, el rumor de que la hija de su hermana Augusta, Medora, que ahora tenía ocho años, también era hija de Byron.

Y su hija con Claire Clairmont, hermanastra de Mary Shelley, que se había enamorado de Byron hasta el punto de seguirlo desde Londres a lo largo y ancho de Europa hasta que había conseguido su objetivo: un hijo del famoso poeta. Era su querida pequeña Allegra, que había muerto el año anterior a la edad de cinco años.

Pero ahora le llegaba aquel regalo, aquella joya, aquella belleza inverosímil, Haidée, una hija de Vasiliki, quizá la única mujer a quien había amado de verdad. Una mujer que no le había reclamado nada, que no había buscado nada y que, a cambio, se lo había dado todo.

Byron comprendía que aquella chiquilla no era una muchacha corriente. Puede que Alí Bajá sólo hubiese sido su padre adoptivo, pero Haidée parecía poseer aquella fuerza interior que Byron raramente había atisbado y hacía ya tiempo que había olvidado. Como los valientes guerreros independentistas de ojos grises, los
palikaria
del bajá, en las montañas de Albania. Como rslan el León, el propio Alí Bajá.

El bajá y Vasia debían de haber sido muy fuertes para lograr el aplomo que requería, en esos últimos momentos, enviar a ron a su propia hija para salvaguardar la valiosa Reina y depositarla en sus manos. Byron confiaba en tener la misma fuerza para llevar a término lo que en ese instante supo que tenía que hacer. Pero también conocía, mejor que nadie, el riesgo que ello conllevaba, no sólo para sí mismo, sino también, sin duda, para Haidée.

Ahora que había encontrado a aquella hija, ¿estaba preparado para perderla tan pronto, como había perdido a todas las demás?

Pero Byron vio algo más: que el bajá debía de haber planeado aquel momento hacía mucho tiempo, tanto incluso como el que había transcurrido desde el nacimiento de Haidée. ¿Acaso no le habría puesto aquel nombre a la niña por el código secreto que compartían, el nombre con que sólo Byron llamaba a su madre, Vasiliki? Aun así, nunca había sabido de la existencia de su hija, ni de la función para la que ella había sido escogida, tal vez incluso entrenada, desde el principio.

Pero ¿en qué consistía con exactitud esa función? ¿Por qué estaba Haidée allí, precisamente allí, en aquel
palazzo
situado en el corazón de Roma, y precisamente aquel día, el día del Fuego? ¿Quiénes eran los demás? ¿Qué función desempeñaban? ¿Por qué habían llevado a aquel lugar a Byron por medio de códigos secretos, en lugar de conducir a Haidée y la pieza del ajedrez hasta él?

¿Era aquello una trampa?

Y con la misma urgencia, en la función de Byron como Alba, necesitaba descubrir, y deprisa, el papel que ahora desempeñaba él en aquel gran juego.

Pues si fallaba, el equipo blanco perdería toda esperanza.

Porto Ostia, Roma, 22 de enero de 1823

Haidée apenas podía sofocar la infinidad de emociones enfrentadas que la embargaban. Había intentado contenerlas desde aquella mañana, hacía varias semanas, en que había visto por primera vez el rostro de Kauri junto a los demás, mirando hacia abajo desde aquel parapeto de Fez, la mañana en que ella supo, contra toda esperanza o expectativa, que él finalmente la había encontrado y que ella se salvaría. Era libre, al fin, y la llevaron a una tierra exótica y extraña que jamás había soñado que existiera, Roma, y a un padre cuya misma existencia le parecía igual de exótica y extraña.

Con todo, la noche anterior, debido a la dureza del largo y penoso viaje, y al efecto que este había tenido sobre su frágil estado de salud —por no hablar de la proximidad del nutrido séquito del
palazzo
—, Byron había dormido en la intimidad de los aposentos que su ayuda de cámara Fletcher había reservado. Habían acordado que aquella madrugada, antes del amanecer y de la reunión prevista en la pirámide, Haidée, con Kauri como protector, saldría del
palazzo
de incógnito para encontrarse con él.

Los tres (Byron aferrado a la mano de su hija) se encaminaron por las desérticas calles entre la neblina plateada que precedía al amanecer. Haidée sabía, dado todo lo que había descubierto durante su encierro en Marruecos y todo lo que Charlot y Shahin le habían referido a bordo del barco, que el propio lord Byron podría ser la única persona con vida que conocía el misterio de la Reina Negra de Alí Bajá. Y sabía que la reunión clandestina de aquella mañana con su recién encontrado padre podría ser su única oportunidad para averiguar lo que con tanta desesperación necesitaba saber.

Mientras se alejaban del centro de la ciudad, dejando atrás los baños públicos en dirección a las afueras de Roma, donde se hallaba la pirámide, los jóvenes, por petición de lord Byron, le narraron cómo la Reina Negra había sido retirada de su escondrijo en Albania, la llegada de Baba Shemimi a través de las montañas, su importante relato sobre la verdadera historia de la creación del ajedrez del
tarikat
de al-Jabir, y las últimas palabras de Alí Bajá en el monasterio de San Pantaleón, justo antes de la llegada de los turcos.

Byron los escuchó con atención hasta que acabaron. Luego, sin soltar la mano de su hija, le apretó el hombro al chico a modo de agradecimiento.

—Tu madre fue muy valiente —le dijo a Haidée— al enviarte a mí en el momento en que ella y el bajá podían estar enfrentándose a su propia muerte.

—Lo último que mi madre me dijo fue que os había amado mucho —repuso Haidée—, y el bajá afirmó que sentía lo mismo. Por alto que fuera el precio que fueran a pagar, padre, ambos confiaban plenamente en vos como depositario de la pieza de ajedrez, sabedores de que con vos nunca caería en malas manos. Y también el gran Baba Shemimi, que envió a Kauri para protegemos a mí y a la pieza.

»Sin embargo, a pesar de todos estos minuciosos planes -prosiguió—, las cosas no fueron como todos esperaban. Kauri y yo zarpamos en un barco con la intención de reunimos con vos en Venecia. Creíamos que no tardaríamos en alcanzar nuestro destino, pero estábamos equivocados. En el puerto de Pirene, los corsarios capturaron nuestra nave y la desviaron hacia Marruecos; a Kauri lo apresaron en el mismo puerto los comerciantes de esclavos. Desapareció de mi vida, y entonces temí que para siempre. Los hombres del sultán me arrebataron la Reina Negra, y a mí me llevaron a un harén de Fez. Viví sola y aterrada, rodeada de extraños, sin nadie en quien confiar. Me salvé de un destino peor, creo, sólo porque no sabían quién era. No sospecharon que yo, o aquel objeto de oro negro, pudiéramos tener algún valor que no se apreciara a simple vista.

—Y cuánta razón habrían tenido de haberlo sospechado —dijo Byron, desalentado, rodeando con un brazo los hombros de su hija—. Has sido muy fuerte ante semejantes peligros, hija mía. Otros murieron por el secreto que tú protegiste —añadió, pensando en Shelley.

—Haidée fue muy valiente —convino Kauri—. Incluso cuando conseguí escapar y buscar cobijo en las montañas, enseguida comprendí que, pese a mi relativa libertad, la había perdido irremediablemente, como ella a mí. Después, cuando el sultán murió, hace sólo unas semanas, y Haidée se vio amenazada con la esclavitud al igual que el resto del harén, siguió guardando silencio; se negó a revelar nada sobre sí misma ni sobre la misión que le había sido encomendada. Cuando la encontré, estaba ya en la tarima de las subastas.

Haidée no pudo controlar el espasmo que le provocó aquel recuerdo. Byron lo percibió en sus esbeltos hombros.

—Parece un milagro que hayáis sobrevivido los dos, y aún más que consiguierais rescatar el trebejo —dijo con voz grave, estrechándola contra sí mientras caminaban.

—Pero Kauri nunca me habría encontrado —repuso Haidée—, nunca habríamos llegado aquí, nunca habríamos cumplido la misión que nos habían confiado el bajá y
Baba
Shemimi de no haber sido por el padre de Kauri, Shahin. Y su acompañante, el hombre pelirrojo al que llaman Charlot…

Haidée miró a Kauri con una expresión inquisitiva. El muchacho asintió y dijo:

—Es Charlot de quien Haidée quería hablaros esta mañana, antes de que os reunáis con él y con los demás en la pirámide. Por eso quisimos acordar un encuentro más íntimo antes, para comentar con vos la secreta implicación de ese hombre con la Reina Negra.

—Pero ¿quién es ese Charlot del que habláis? —preguntó Byron—. ¿Y qué tiene que ver con la pieza de ajedrez?

—Kauri y yo no estamos refiriéndonos a la pieza de ajedrez —contestó Haidée—. La verdadera Reina Negra, la de carne y hueso, es la madre de Charlot, Mireille.

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