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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (25 page)

BOOK: El Fuego
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Sujetando con fuerza la piedra lisa en la mano, Charlot avanzó a solas hasta la primera fila y se colocó directamente bajo la tarima donde se hallaba la hilera de mujeres desnudas y aterrorizadas. Sin embargo, cuando levantó la vista sólo vio a Haidée. Ella lo miraba sin rastro de temor en los ojos, con una confianza ciega en él.

Ambos sabían lo que debía hacer Charlot. Puede que este hubiese perdido su clarividencia, pero sabía con total certeza que se disponía a hacer lo correcto…

Pues sabía que Haidée era la nueva Reina Blanca.

EL HOGAR

Todo estado griego tenía un pritaneo […]. En su hogar ardía un fuego perpetuo. El pritaneo estaba consagrado a Hestia, la diosa personificada del hogar […]. El interrogante sigue vigente: ¿por qué se otorgaba tanta importancia al mantenimiento de un fuego perpetuo? […] Su historia se remonta al estado embrionario de la civilización humana.

JAMES GEORGE FRAZER,

The Prytaneum, 1885

Washington, abril de 2003

M
e apeé del taxi en M Street, en el corazón de Georgetown, justo cuando las campanas de la iglesia jesuita que había al final de la manzana anunciaban el ocaso del domingo.

Sin embargo, Rodo me había dejado tantos mensajes en el móvil para que empezara a poner en marcha los fuegos que, exhausta como estaba, y aunque sabía que Leda me cubriría, ya había decidido que no iría a casa, sino a las cocinas que quedaban a sólo una manzana de donde vivía para preparar el nuevo ruego de la semana, como de costumbre.

Decir que estaba exhausta era en realidad el eufemismo del milenio. Las últimas horas en Colorado no habían ido exactamente como había previsto.

Cuando los Livingston se marcharon el viernes, después de cenar, el resto estábamos ya derrotados. Lily y Vartan seguían rigiéndose por la hora de Londres. Key dijo que se había levantado antes del amanecer y que necesitaba ir a casa y echar una cabezada. Y con los traumas emocionales y el dolor psíquico a que había estado sometida desde el mismo instante de mi llegada a aquella cumbre montañosa de Colorado, tenía la cabeza tan atestada de movimientos, de ataques y contraataques, que las piezas me impedían ver el tablero.

Lily, al ver nuestros rostros demacrados, afirmó que había llegado el momento de levantar la sesión. Volveríamos a reunirnos a primera hora de la mañana, dijo, cuando estuviéramos en mejores condiciones para elaborar una estrategia.

Su idea se basaba en actuar en múltiples frentes: ella misma indagaría para obtener más información sobre las actividades de Basil Livingston en el mundo del ajedrez, y Vartan exprimiría a sus contactos rusos para sonsacarles cuanto pudiera sobre la sospechosa muerte de Taras Petrosián. Nokomis investigaría las posibles vías de escape que mi madre pudiera haber tomado tras abandonar la casa de Cuatro Esquinas e intentaría trazar su ruta; a mí se me asignó la ingrata tarea de hablar con mi esquivo tío y sonsacarle cuanto supiera de su desaparición y del «regalo» que supuestamente había enviado, como había dicho en su misterioso mensaje. Todos convinimos en que encontrar a mi madre era la prioridad absoluta, y en que yo llamaría a Key el lunes para que me informase de lo que hubiese averiguado.

Key hablaba por teléfono con su equipo para conocer el estado del coche de Lily, que habían enviado a Denver en un tráiler. Fue entonces cuando nos llegó la noticia de que habría un cambio en nuestros planes.

—Oh, no… —exclamó, y me miró con un semblante adusto y el auricular pegado a la oreja—. El Aston Martin ha llegado bien a Denver, pero se acerca un temporal de nieve desde el norte. Ahora está afectando al sur de Wyoming. Es probable que llegue aquí mañana antes del mediodía. El aeropuerto Cortez va a estar cerrado el fin de semana, como todo lo demás.

Ya había tenido que vérmelas antes con esa clase de tormentas, por lo que conocía bien sus consecuencias. Aunque aún era viernes y no tenía reservado el vuelo de vuelta a Washington hasta el sábado, si al día siguiente el temporal dejaba suficiente nieve era probable que perdiera el vuelo de conexión en Denver. Algo aún peor, e inconcebible: podríamos quedarnos todos varados allí, en las montañas, durante días, con un único cuarto de baño y una sola cama, sobreviviendo a base de conservas. De modo que tendríamos que marcharnos a primera hora de la mañana —los tres con Zsa-Zsa y el equipaje— mucho antes de que llegara la nevada, y recorrer algo más de ochocientos kilómetros entre las Rocosas con mi coche de alquiler, que podía devolver en el aeropuerto de Denver.

En la planta de arriba, asigné a la tía Lily y a su acompañante Zsa-Zsa la única cama de verdad de que disponíamos, la cama de latón de mi madre, que estaba embutida en uno de los habitáculos de la galería octogonal. Ambas se quedaron dormidas incluso antes de acabar de acomodarse en el colchón. Vartan me ayudó a sacar los futones y los sacos de dormir, y se ofreció a echarme una mano para recoger el desbarajuste resultante de la cena.

Mis huéspedes debían de haber reparado en que las comodidades del octágono de mi madre eran primitivas, pero además yo había olvidado mencionar que la casa sólo disponía de un pequeño cuarto de baño —situado en la planta baja, en el hueco de la escalera—, sin ducha, con una bañera de patas con forma de garras y un lavamanos de hierro grande y antiguo. Como bien sabía por mi larga experiencia, también era allí donde tendríamos que lavar los platos.

Al pasar frente a la puerta abierta, Key echó un vistazo al interior, donde Vartan, con las mangas de cachemir arremangadas por encima de los codos, fregaba los platos en el lavamanos y los enjuagaba en la bañera. Vartan me pasó un plato húmedo por el hueco de la puerta para que lo secara.

—Lamento no poder reclutarte: no hay sitio —dije, haciendo un gesto hacia el abarrotado espacio.

—No hay nada más sexy que ver a un hombre fuerte esclavizado sobre un fregadero lleno de platos calientes y rebosantes de espuma —opinó Key con una amplia y picara sonrisa. Me reí y Vartan hizo una mueca—. Ahora bien, por mucho que os estéis divirtiendo —dijo—, por favor, no os paséis la noche despiertos jugando con las burbujas. Mañana vais a tener por delante una carretera bastante tortuosa.

Y desapareció de la vista.

—Pues en realidad sí es divertido —me dijo Vartan en cuanto Key se hubo marchado. En ese momento me pasaba tazas y vasos por el vano de la puerta—. Cuando era pequeño, en Ucrania, también ayudaba a mi madre —prosiguió—. Me encantaba estar en la cocina, y el olor del pan horneándose. Ayudaba en todo: a moler café, a desgranar guisantes…; era imposible quitárseme de encima. Los demás niños decían que estaba… ¿cómo lo decís vosotros?… pegado a las faldas de mi madre. Incluso en la mesa de la cocina fue donde aprendí a jugar al ajedrez, mientras ella cocinaba.

Admito que me costaba imaginar al mago del ajedrez, aquel muchacho arrogante y despiadado de mi último encuentro, como a un niño enmadrado, según acababa de describirse. Aún más extraña resultaba la disparidad de nuestras culturas, que en ese instante volvían a hacerse patentes.

Mi madre sabía prender un fuego, pero en lo referente al arte de los fogones, apenas era capaz de introducir una bolsa de té en el agua caliente. Las únicas cocinas que yo había conocido de niña distaban mucho de ser acogedoras: un hornillo de dos quemadores en nuestro apartamento de Manhattan, en contraste con los inmensos y viejos hornos de leña de mi tío Slava y la gran chimenea de su mansión de Long Island, donde se podía cocinar para una caterva de vaqueros en la recogida del ganado. Aunque, siendo una persona tan solitaria como era, nunca lo hizo. Y mi aprendizaje del ajedrez difícilmente podía considerarse idílico.

—Tus experiencias en la cocina suenan fantásticas para alguien como yo, una cocinera —le comenté a Vartan—. Pero ¿quién te enseñó a jugar al ajedrez?

—También fue mi madre. Me regaló un pequeño tablero y me enseñó a jugar. Yo era muy pequeño —me dijo, mientras me pasaba los últimos cubiertos de plata—. Fue justo después de que mataran a mi padre.

Cuando Vartan advirtió mi reacción de sorpresa, alargó las manos y las posó sobre las mías, en las que aún sostenía el trapo de cocina y los cubiertos.

—Lo siento. Creía que ya lo sabía todo el mundo —se apresuró a disculparse. Cogió los cubiertos de mis manos y los apartó—. Ha salido publicado en todas las columnas sobre ajedrez desde que soy gran maestro. Pero la muerte de mi padre no fue como la del tuyo.

—¿Cómo ocurrió? —pregunté. Sentí ganas de llorar. Estaba a punto de desplomarme de agotamiento. Era incapaz de pensar con claridad. Mi padre estaba muerto, mi madre había desaparecido. Y, para colmo, aquello.

—A mi padre lo mataron en Afganistán cuando yo tenía tres años —me explicó Vartan—. Lo habían reclutado como soldado en el punto crítico de la guerra, pero no sirvió durante mucho tiempo, así que a mi madre no le concedieron la pensión. Éramos muy pobres. Por eso acabó haciendo lo que hizo.

Vartan tenía los ojos clavados en los míos. Había vuelto a tomarme de las manos y en ese instante las apretó con fuerza.

—Xie, ¿me estás escuchando? —preguntó con un tono que no le había oído emplear hasta entonces, tan apremiante que más parecía una orden para que le prestase atención.

—Veamos… —dije—. Erais pobres, a tu padre lo mataron en cumplimiento del deber. Hasta aquí te he seguido bien, ¿verdad? —Pero entonces reaccioné—. ¿Qué es lo que hizo quién? —pregunté.

—Mi madre —contestó Vartan—. Tardó varios años en comprender lo bien que se me daba jugar al ajedrez… lo bueno que podía ser. Ella quería ayudarme a cualquier precio. Me costó perdonarla, pero sabía que hizo lo que consideraba correcto casándose con él.

—¿Casándose con quién? —insistí, aunque deduje la respuesta antes de que la verbalizara.

Era evidente: el hombre que había organizado el torneo de ajedrez en el que mataron a mi padre, el hombre que era el socio criminal de Basil Livingston, el hombre al que los siloviki habían apiolado hacía dos semanas en Londres. No era nada más ni nada menos que el mismísimo padrastro de Vartan Azov…

—Taras Petrosián—

Ni que decir tiene que Vartan y yo apenas dormimos aquella noche. Su accidentada infancia soviética hizo que la de mi padre —cuando menos, lo poco que yo conocía de ella— pareciese feliz en comparación.

El quid de la cuestión era que a Vartan le molestó y le disgustó el nuevo padrastro que le había sido impuesto a la edad de nueve años, pero había dependido de él por el bien de su madre y de su propia formación y entrenamiento en el ajedrez. Tras erigirse en gran maestro —después de que su madre muriese y de que Petrosián decidiera exiliarse de Rusia—, Vartan apenas mantuvo relación con aquel hombre. Es decir, hasta el último torneo de ajedrez celebrado en Londres hacía dos semanas.

Aun así… ¿por qué no nos había hablado de tal vínculo horas antes, mientras barajábamos estrategias? Si había salido publicado en «todas las columnas sobre ajedrez», ¿estaba Lily al corriente?

En ese momento, sentados el uno al lado del otro, hundidos en los cojines junto a la menguante luz del fuego, me sentí demasiado exhausta para protestar o siquiera para hablar, pero también demasiado consternada para subir a la otra planta e intentar dormir un poco. Vartan había servido brandy para los dos de una botella que había en el aparador. Mientras lo tomábamos, alargó una mano y me acarició el cuello.

—Lo siento. Creí que debías saber todo esto —me dijo con la voz más amable de que fue capaz, masajeándome los tensos tendones del cuello—. Pero si realmente estamos implicados en esa gran partida, como ha dicho Lily Rad, creo que tu vida y la mía comparten demasiadas casualidades para que no unamos nuestras fuerzas.

Empezando por varios presuntos asesinatos en la familia, pensé, pero no dije nada.

—Me gustaría inaugurar este espíritu de cooperación —propuso Vartan con una sonrisa— ofreciéndote mi destreza en algo que se me da mejor aún que jugar al ajedrez.

Desplazó su mano del cuello hasta la barbilla y ladeó mi cara para que lo mirase. Yo estaba a punto de protestar cuando añadió:

—Esta destreza es otra de las cosas que mi madre me enseñó cuando era muy pequeño. Algo que creo que necesitarás antes de que nos marchemos de aquí mañana.

Se puso en pie y se dirigió al vestíbulo; regresó con mi muñida parka y la dejó sobre mi regazo. Luego se encaminó hacia el piano. Alarmada, me incorporé sobre los cojines mientras él abría la tapa, introducía una mano y sacaba el dibujo del ajedrez, el paño que, en mi estupor, de algún modo, había olvidado por completo.

—Tenías previsto llevarte esto, ¿verdad? —preguntó Vartan. Cuando asentí, prosiguió—: Entonces, agradecerás que tu parka sea lo bastante gruesa para ocultarlo en ella todo el camino.

¡Y agradécele también al cielo que mi madre me enseñara a coser!

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