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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (11 page)

BOOK: El Fuego
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—Nada sospechoso —dije yo, evasiva. ¿Qué otra cosa podía decir?

Gracias a Dios que había tenido la precaución de guardar ese juego mortífero en la funda del cojín antes de que Varían Azov apareciera en mi puerta. Sin embargo, la nota en clave que había dejado mi madre encima del piano, junto con la reina negra hueca y su contenido, seguían quemándome en el bolsillo, donde parecían estar abriendo un agujero. Por no hablar de mi cabeza.

¿Cómo podía haber aparecido ese trozo de cartón allí de repente, cuando, por lo que yo sabía, sólo lo habíamos visto mi padre y yo, hacía diez años y a miles de kilómetros de distancia? Durante la conmoción y el caos que había seguido a la muerte de mi padre en Zagorsk, casi no había pensado en aquella extraña mujer ni en el mensaje que me había entregado justo antes de la partida. Luego, más adelante, di por hecho que la tarjeta había desaparecido, igual que ella. Hasta ahora.

Tenía que quitar de en medio a Vartan Azov, y enseguida, para poder abordar algunos de esos asuntos con mi tía. Sin embargo, antes de que pudiera pensar cómo, vi que Lily se había detenido frente al escritorio de campaña inglés y había dejado a Zsa-Zsa en el suelo. Con las yemas de los dedos iba siguiendo el recorrido del cable que iba del teléfono a un agujero en el costado del escritorio. Tiró del cajón, pero no sirvió de nada.

—Esos cajones son un asco, siempre se encallan —dije desde el otro extremo de la sala, pero mi corazón volvió a acelerarse: ¿cómo no se me había ocurrido a mí primero algo tan evidente?

Dentro de ese cajón estaba el rústico contestador automático de mi madre. Me acerqué mientras Lily lo forzaba con un abrecartas. Aquel no era el público que yo habría elegido para escuchar la cinta privada de mi madre, pero, como diría Key, a falta de pan…

Lily alzó la mirada hacia mí y apretó el botón de
play
mientras Vartan y Nokomis se acercaban para unirse a nosotras junto al escritorio.

Había dos mensajes que le había dejado yo desde Washington; luego, unos cuantos de la tía Lily, en su caso, quejándose por tener que viajar al «páramo», como llamaba ella al recóndito refugio de montaña de mi madre. Me esperaban unas cuantas sorpresas desagradables, empezando por otra «invitada» al cumpleaños: una voz que, por desgracia, conocía demasiado bien.

—Catherine, querida —dijo el afectado acento de clase alta de Rosemary Livingston, nuestra vecina más cercana (lo que venía a ser a dos mil hectáreas de distancia); su voz resultaba quizá más brusca que normalmente a causa de los crujidos de la cinta—. ¡Siento mucho perderme esa
soirée
maravillosa! —espetó con voz lisonjera—. Basil y yo estaremos fuera, pero a Sage le encantará asistir… ¡Está loca de contenta! Y nuestro nuevo vecino dice que te diga que él también podrá. ¡Hasta otro ratito!

La única perspectiva menos apetecible que pasar un rato con el aburrido y oficioso multimillonario Basil Livingston y la cazaestatus de su esposa, Rosemary, era la idea de verme obligada a estar aunque sólo fuera un instante más con su pretenciosa hija, Sage —reina del baile profesionalizada y presidenta emérita del Club Escolar—, que ya me había torturado durante seis años de primaria e instituto. Sobre todo una Sage, como había dicho Rosemary, «loca de contenta».

Aunque parecía que al menos podríamos disfrutar de un breve respiro antes de que nos cayera aquella encima, ya que la fiesta estaba planeada en forma de velada, y no de merendola.

La gran pregunta que me hacía era por qué estaban invitados los Livingston, teniendo en cuenta lo mucho que detestaba mi madre cómo había forjado Basil sus diversas fortunas, casi siempre a expensas de la civilización. En pocas palabras, como pionero en las inversiones de capital riesgo, Basil se había valido de su control del DOP (Dinero de Otras Personas) para comprar enormes parcelitas de la meseta del Colorado y ponerlas al servicio de la industria petrolera: inclusive tierras defendidas por las tribus indias de la zona, para quienes eran territorio sagrado. Esas habían sido algunas de las guerras territoriales a las que Key había hecho alusión.

En cuanto a lo de invitar a ese «nuevo vecino» que había mencionado Rosemary, ¿en qué narices estaba pensando mi madre? Nunca había confraternizado con los lugareños. Cada vez se veía más claro que ese sarao de cumpleaños contaba con todos los elementos de una fiesta estilo
Alicia en el país de las maravillas
: de la taza de té más cercana podía salir reptando cualquier cosa.

El siguiente mensaje, en la extraña voz de un hombre con acento alemán, sólo sirvió para confirmar mis peores temores.


Grüssgott, mein Liebchen
—dijo el interlocutor—.
Ich bedaure sehr
… Bueno, por favor, perdona que mi inglés no es muy bueno. Espero que será comprensible de todo mi significado.

Soy tu viejo amigo, el profesor Wittgenstein, de Viena. Me sorprendo mucho de saber de tu fiesta. ¿Cuándo planeaste? Espero que recibes el regalo que envío a tiempo por el importante día. Por favor, abre enseguida para que no se estropea el contenido. Lamento que no puedo venir, es un auténtico sacrificio. Para mi ausencia, la única defensa es que tengo que asistir al Torneo de Ajedrez del Rey, en India…

Cuando sentí que la vieja señal de peligro volvía a encenderse, apreté el botón de
pause
y fulminé a Lily con la mirada. Por suerte, de momento parecía seguir en la inopia, pero yo veía claro que había demasiadas palabras clave sueltas por ahí: la más evidente, desde luego, era «ajedrez».

En cuanto al misterioso «profesor Wittgenstein de Viena», no estaba segura de cuánto había tardado mi madre en comprenderlo, ni sabía cuánto tardaría Lily en caer en la cuenta, pero, con acento o sin él, a mí me habían bastado exactamente doce segundos para «ser comprensible de todo su significado», inclusive quién era en realidad el interlocutor.

El verdadero Ludwig Wittgenstein, el eminente filósofo vienés, llevaba ya más de cincuenta años muerto. Había sido famoso por obras incomprensibles, como el
Tractatus Logico-Philosophicus
, pero más al caso del mensaje venían dos textos oscuros que Wittgenstein había imprimido personalmente y había repartido entre sus alumnos de la Universidad de Cambridge. Consistían en dos pequeños libros de apuntes con cubiertas de papel, uno de color marrón y el otro azul, que desde entonces recibieron por siempre la denominación de
Los cuadernos azul y marrón
. Su tema principal eran los juegos del lenguaje.

Lily y yo, claro está, sabíamos de alguien que profesaba una devota obsesión por esos juegos y que incluso había publicado algún que otro tratado propio, entre ellos uno acerca de esos textos de Wittgenstein. A eso se añadía el bonito detalle de que había nacido con la peculiaridad genética de tener un ojo azul y el otro castaño. Se trataba de mi tío Slava: el doctor Ladislaus Nim.

Sabía que ese lacónico mensaje encubierto de mi tío, que nunca usaba el teléfono, tenía que contener un núcleo de significado de vital importancia que seguramente sólo mi madre sería capaz de entender. Tal vez algo que la había hecho abandonar la casa antes de que llegáramos ninguno de su ecléctica caterva de invitados.

Sin embargo, si tan preocupante era, o incluso peligroso, ¿por qué había dejado el mensaje en el contestador en lugar de borrarlo? Además, ¿cómo es que Nim había mencionado el ajedrez, un juego que mi madre despreciaba, un juego del que no sabía lo más mínimo? Partiendo de las pistas que había dejado mi tío, ¿qué podía querer decir todo aquello? Parecía que ese mensaje no estuviera dirigido únicamente a mi madre: también tenía que ser para mí.

Antes de que pudiera seguir pensando, Lily había vuelto a darle al
play
del contestador y obtuve mi respuesta.

—Pero sobre encender las velas de tu pastel —dijo, con ese glacial acento vienés, la voz que yo sabía que era de Nim—, sugiero que es tiempo de ceder la cerilla encendido a otra persona. Cuando el Fénix vuelve a levantar de las cenizas, ten cuidado, o puedes quemarte…

—¡BIP, BIP! ¡FINAL DE LA CINTA! —chirrió el rechinante contestador.

Y gracias a Dios, porque no habría soportado oír nada más.

No había lugar a error: la pasión de mi tío por los juegos lingüísticos, todas esas palabras en clave y calibradas con inteligencia: «sacrificio», «el Torneo del Rey», «India» y «defensa»… No, ese mensaje estaba inextricablemente relacionado con lo que fuera que estaba sucediendo, y no comprender su significado podía acabar siendo igual de definitivo, de irrevocable, que haber realizado aquella fatídica jugada. Sabía que tenía que deshacerme de esa cinta sin perder un instante, antes de que Vartan Azov, que estaba justo a mi lado, o cualquier otro tuvieran ocasión de descubrir esa relación.

Arranqué la cinta del contestador, eché a andar y la tiré al fuego. Mientras veía cómo la cinta y su estuche de plástico burbujeaban y se fundían en las llamas, la adrenalina empezó a fluir otra vez tras mis ojos en forma de un dolor palpitante y ardiente, como si estuviera mirando un fuego demasiado deslumbrante.

Cerré los ojos con fuerza; lo mejor para ver en el interior.

La última partida que había jugado en Rusia —la temible partida que mi madre me había dejado allí, apenas unas horas antes, dentro de nuestro piano— era una variante universalmente conocida en el lenguaje ajedrecístico como «
defensa india de rey
». Hacía diez años había perdido aquella partida a causa de un error garrafal derivado de un riesgo que había corrido mucho antes en la partida: un riesgo al que jamás debería haberme expuesto, ya que no tenía forma de ver todas las repercusiones que podía conllevar.

¿Y cuál había sido ese riesgo? Había sacrificado mi reina negra.

Entonces supe más allá de toda duda que, al margen de qué o quién hubiera matado a mi padre hacía diez años, el sacrificio de mi reina negra en aquella partida estaba relacionado con todo aquello. En ese momento vi algo con tanta claridad como los escaques blancos y negros en un tablero de ajedrez.

Mi madre estaba en verdadero peligro en esos instantes, puede que tanto como lo había estado mi padre diez años atrás… Y acababa de pasarme a mí esa cerilla encendida.

LOS CARBONARIOS

Como cualquier otra asociación, los carbonarios, o «carboneros», se atribuyen una enorme antigüedad […]. Sociedades parecidas surgieron en muchos países montañosos y se rodearon de ese misticismo del que hemos visto ya numerosos ejemplos. Su lealtad mutua y para con la sociedad era tal que en Italia acabó desembocando en el dicho «Por la fidelidad de un carbonaro» […]. A fin de evitar toda sospecha de asociación delictiva, se dedicaron a cortar madera y producir carbón […]. Se reconocían entre sí mediante señales, roces y palabras […].

CHARLES WILLIAM HECKETHORN,

The Secret Societies of All Ages and Countries

Entre las sociedades secretas italianas, ninguna abarcaba tanto en sus objetivos políticos como la de los carbonarios. A principios de la década de 1820 eran algo más que un simple poder en el país y se vanagloriaban de poseer sociedades filiales en confines tan alejados como Polonia, Francia y Alemania. La historia de estos «carboneros», según ellos mismos, comenzó en Escocia.

ARKON DARAUL,

A History of Secret Societies

Pero soy medio escocés de nacimiento y he criado a uno entero […].

LORD BYRON,

Don Juan
, Canto X

Viareggio, Italia, 15 de agosto de 1822

A
rreciaba el calor de la canícula. Allí, bajo el sol abrasador de la Toscana, en un tramo aislado de playa de la costa ligur, los arreciaba el calor de la canícula. Allí, bajo el sol abrasador de guijarros de la arena conformaban una plancha tan ardiente que incluso a esas horas, a media mañana, podía uno cocer
pani
en su superficie. A lo lejos, al otro lado de las aguas, las islas de Elba, Capraia y la pequeña Gorgona surgían del mar como destellantes apariciones.

En el centro de la hoz de la playa, al abrigo de los altos montes circundantes, se había reunido un pequeño grupo de hombres. Sus caballos no soportaban el ardor de las arenas, así que los habían dejado en un bosquecillo cercano.

George Gordon, lord Byron, aguardaba apartado de los demás. Se había sentado en una gran roca negra que las olas lamían; aparentemente para que su afamado perfil romántico, inmortalizado en tantísimos cuadros, quedara recortado en la postura más favorecedora contra el fondo ofrecido por el titilante mar. Aunque, de hecho, la oculta deformidad que aquejaba a su pie derecho desde su nacimiento casi le había impedido bajar siquiera de su carruaje esa mañana. Su pálida tez, que le había valido el apodo de Alba, quedaba a la sombra de un ancho sombrero de paja.

Desde allí, tristemente, disfrutaba de una posición privilegiada para observar cada detalle de la espantosa escena que se desarrollaba en la playa. El capitán Roberts —patrón del barco de Byron, el
Bolívar
, que estaba anclado en la ensenada— supervisaba los preparativos de los hombres. Estaban levantando una gran hoguera. El edecán de Byron, Edward John Trelawney —llamado el Pirata por su rudo aspecto oscuramente atractivo y sus excéntricas pasiones—, acababa de montar la jaula de hierro que haría las veces de parrilla.

La media docena de soldados de Lucca que los asistían habían exhumado el cadáver de su tumba provisional, cavada a toda prisa donde la marea había dejado varado el cuerpo. Los despojos apenas se asemejaban a un ser humano: los peces habían rebañado el rostro a mordiscos, y la carne putrefacta estaba manchada de un añil oscuro y espectral. Habían realizado la identificación gracias a la conocida casaca corta, en uno de cuyos bolsillos habían encontrado un pequeño tomo de poesía.

Colocaron entonces el cuerpo en la jaula parrilla y lo dispusieron sobre las ramas secas de balsamina y las maderas traídas por las olas que habían recogido de la playa. Esos escuadrones de soldados eran una presencia necesaria en una exhumación al uso, según había sido informado Byron, a fin de garantizar que se seguían los procedimientos adecuados de inmolación para luchar contra la fiebre amarilla de América, que estaba causando estragos en la costa.

Byron observó cómo Trelawney vertía el vino, las sales y el aceite sobre el cadáver. La llama rugiente saltó como un bíblico pilar de Dios hacia el severo cielo de la mañana. Una única gaviota volaba en círculos muy por encima de la columna llameante; los hombres intentaban ahuyentarla a gritos mientras agitaban sus camisas en el aire.

BOOK: El Fuego
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