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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (9 page)

BOOK: El Fuego
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—Es que no me cuadra—dijo Key, en voz baja, como si me leyera el pensamiento—. No tengo nada en contra de tu tía, que conste, pero el tío está muy macizo, parece un actor italiano. El personal y la clientela dejaron de hablar cuando hizo su entrada estelar, y la camarera todavía está babeándose la camisa del uniforme. Lleva tantas pieles encima como tu tía Lily, por no mencionar el elegante traje de diseño, de primerísima calidad y hecho a medida. Este tío podría tener a quien quisiera. Así que, discúlpame, pero ¿podrías explicarme qué hace con tu tía?

—Sí, creo que tienes toda la razón —convine con ella, echándome a reír—, debe de considerarla un tesoro. —Al ver que Key no decía nada, añadí—: De cincuenta millones.

Key se puso a refunfuñar y colgué el teléfono.

Estaba convencida de que conocía a Lily Rad mejor de lo que nadie podría llegar a conocer a una excéntrica como ella. A pesar de la diferencia de edad, teníamos mucho en común. Para empezar, era consciente de que todo se lo debía a Lily. Por ejemplo, Lily fue quien descubrió mis dotes ajedrecísticas cuando yo sólo tenía tres años y quien convenció a mi padre y a mi tío de que aquellas aptitudes debían ser pulidas y explotadas, pasando por encima de la firme, y al final incluso furiosa, oposición de mi madre.

Aquel vínculo con Lily era lo que hacía que me pareciera tan rara la conversación telefónica que había mantenido con Key. A pesar de los años que llevaba sin ver a mi tía y de que ella, además, había abandonado el mundo del ajedrez, no me tragaba que de repente las hormonas le hubieran hecho perder el norte por un guaperas a una persona que para mí había sido como una hermana mayor, al tiempo que una maestra y una madre. No, algo no encajaba en todo aquello. Lily no era así.

Hacía tiempo que Lily Rad se había ganado el sobrenombre de la Elizabeth Taylor del ajedrez. Con sus curvas voluptuosas, sus joyas, sus pieles, sus flamantes coches y una liquidez que rayaba en lo obsceno, Lily había llevado el glamour al ajedrez profesional sin la ayuda de nadie, ella sola había llenado ese enorme agujero negro de lasitud soviética, todo lo que quedaba allá por los setenta, después de que Bobby Fischer dejara de jugar.

Sin embargo, Lily era algo más que una cara bonita con estilo. La gente acudía a sus partidas en tropel, y no sólo para mirarle el canalillo. Hacía treinta años, en el momento cumbre de su carrera, mi tía Lily podía presumir de una puntuación Elo que rozaba la de los prodigios del ajedrez de los últimos tiempos, las hermanas húngaras Pólgar. Y durante veinte años, el mejor amigo y entrenador de Lily, mi padre, Alexander Solarin, había perfeccionado sus magníficas defensas y la había ayudado a mantener su estrella en lo más alto del empíreo del ajedrez.

Tras la muerte de mi padre, Lily había recurrido a su antiguo maestro y entrenador: el brillante especialista e historiador de este arte ancestral, que al mismo tiempo resultaba ser su abuelo y su único pariente vivo, Mordecai Rad.

Pero un buen día, la mañana del quincuagésimo aniversario de mi tía, las luces de la carpa de ajedrez de Lily se apagaron de manera súbita e inesperada.

Cuenta la leyenda que, la mañana de su cumpleaños, Lily llegaba con retraso a la cita, para desayunar con su abuelo. El chófer de la limusina había recogido a Lily delante del bloque de apartamentos donde vivía, había enfilado la calle hacia Central Park South y, tras unas hábiles maniobras para sortear el denso tráfico de la mañana, había conseguido tomar la West Side Highway. Acababan de dejar atrás Canal Street cuando, en lo alto, en el cielo, vieron cómo el primer avión impactaba contra la primera torre.

Miles de coches frenaron en seco y el tráfico quedó detenido al instante. Todos los conductores tenían la mirada puesta en aquella larga y oscura columna de humo que se extendía como la cola de un enorme pájaro negro, un augurio silencioso.

En el asiento trasero de la limusina, presa del pánico, Lily intentó sintonizar la televisión en el canal de noticias, tanto daba la cadena, pero en vano fue pasando de una emisora a otra. Sólo se veían interferencias. La desesperación se apoderó de ella.

Su abuelo estaba en lo alto de aquel edificio. Habían quedado a las nueve de la mañana en un restaurante llamado Windows on the World. Mordecai tenía un presente especial para Lily, algo que deseaba revelarle a su único descendiente aquel día especial, el día del quincuagésimo aniversario de su nieta: el 11 de septiembre de 2001.

En cierto modo, Lily y yo éramos huérfanas. Ambas habíamos perdido al familiar al que estábamos más unidas, la persona que lo había dado todo para instruirnos en el campo que habíamos elegido. Jamás me había detenido a pensar por qué Lily había cerrado el gigantesco apartamento de Central Park South la misma semana de la muerte de su abuelo, por qué había hecho una única maleta —como luego me informó por carta— y se había ido a Inglaterra. Aunque no sentía un gran aprecio por los ingleses, Lily había nacido allí y su difunta madre era inglesa, por lo que tenía doble nacionalidad. No podía enfrentarse a Nueva York.

Desde entonces, apenas había tenido noticias de ella. Hasta hoy.

Aun así, sabía que la persona a quien tenía que ver en esos momentos, tal vez la única que conocía a todos aquellos que habían desempeñado un papel importante en nuestras vidas, la única que podría poseer la clave de la desaparición de mi madre, Cat, puede que incluso de los mensajes cifrados que de algún modo parecían estar relacionados con la muerte de mi padre, era Lily Rad.

Oí sonar un teléfono.

Tardé unos instantes en comprender que no se trataba del teléfono del escritorio, sino del móvil que llevaba en el bolsillo. Me sorprendió que siguiera funcionando en aquella zona tan remota de Colorado. Además, sólo le había dado el número a un par de personas.

Saqué el teléfono del bolsillo y leí en la pantallita el nombre de quien llamaba: Rodolfo Boujaron, mi jefe en Washington. Seguramente Rodo habría acabado de llegar a trabajar a su famoso restaurante, Sutaldea, y se habría enterado de que el pajarillo que debía de estar haciendo el turno de noche había ahuecado el ala.

Sinceramente, si se me hubiera ocurrido pedirle permiso a mi jefe, lo más probable era que jamás me hubiera concedido unos días libres. Rodo era un adicto al trabajo convencido de que los demás también tenían que serlo. Le gustaba mantener una estrecha vigilancia de «veinticuatro horas al día, siete días a la semana» sobre sus empleados porque «A los fuegos hay que atizarlos a todas horas, pero "con cariño"», como diría él con ese acento tan cerrado que para abrirse camino a través de él se necesitaba una cuchilla de carnicero.

Sin embargo, en esos momentos no estaba de humor para aguantar los sermones de Rodo, así que esperé hasta que vi aparecer el aviso de «mensaje de voz» en la pantallita del teléfono y luego escuché lo que había dejado grabado: «
Bonjour, Errauskine sugeldo!
». «Cenicienta» era el apodo que me había puesto en vasco, su lengua materna, en alusión a mi trabajo como pájaro del fuego: yo era la persona encargada de atizar las ascuas. «¿Y eso? ¡Te escabulles en medio de la noche y por la mañana descubro al Cisne en tu lugar! Espero que no nos ponga…
arrautzak
. ¿Cómo lo decís vosotros?
Oeufs?
Si comete ese error, ¡lo limpias tú! Según me ha dicho el Cisne, abandonas tu puesto sin avisar a nadie por una
boum d'anniversaire
. Muy bien, pero te quiero de vuelta en los fogones antes del lunes para encender un nuevo fuego. ¡Qué ingrata! ¡Espero que recuerdes por qué tienes trabajo! ¡Que fui yo quien te rescató de la CIA!» Rodo colgó, estaba claro que había tenido uno de sus típicos arrebatos hispanovascofranceses, aunque tanta incoherencia cobraba sentido cuando se aprendía a descifrar sus «multilengualismos»: con el Cisne (de quien había sugerido que podría poner un huevo durante el turno de noche), en mi ausencia, se refería a mi compañera de trabajo, Leda la Lesbiana, quien había accedido con mucho gusto a sustituirme hasta mi regreso, si era necesario.

Cuando se trataba de mantener encendidos esos enormes hornos de leña por los que era conocido el restaurante Sutaldea (de ahí su nombre en vasco: El Hogar), Leda —tan elegante como era ella cuando debía exhibirse (que era casi siempre)— tampoco se quedaba atrás en las cocinas. Sabía utilizar una pala, conocía la diferencia entre un fuego medio apagado y unas brasas y prefería hacerse cargo de mi retén nocturno y solitario del viernes a hacer frente a sus obligaciones habituales a la hora del cóctel en el salón del restaurante, donde miembros de grupos de presión de K Street demasiado animados y demasiado bien pagados no dejaban de intentar ligársela.

En cuanto al comentario de Rodo sobre la gratitud, «la CIA»

de la que me había «rescatado» no era la Agencia Central de Inteligencia del gobierno de Estados Unidos, sino el sencillo Culinary Institute of America, una escuela para chefs de alta cocina alejada del bullicio de la Gran Manzana y la única institución educativa en la que me habían suspendido. Allí pasé seis infructuosos meses después del instituto. Como no acababa de decidirme acerca de qué estudiar ni en qué universidad, mi tío Slava, Ladislaus Nim, pensó que debía formarme para poder conseguir un trabajo en aquella otra única cosa que siempre se me había dado bien además del ajedrez, algo para lo que el propio Nim me había estado preparando desde pequeña: la cocina.

No tardé en encontrar el ambiente de la escuela ligeramente parecido al de un campamento de entrenamiento para tropas de asalto: clases de contabilidad y gestión empresarial que se me hacían eternas, memorización de listas interminables de términos culinarios y poca práctica. Cuando abandoné los estudios, decepcionada y con la sensación de no servir absolutamente para nada, Slava me animó a someterme a un período de aprendizaje mal pagado —durante el que no se me permitiría saltarme las clases, hacer el vago, tomarme descansos o irme por las ramas— en el único establecimiento de cuatro estrellas del mundo especializado en cocina a la lumbre, es decir, cocina sobre brasas, rescoldos, cenizas y fuego.

En esos momentos, después de casi cuatro de los cinco años que estipulaba mi contrato, si debía ser sincera conmigo misma, no me quedaba más remedio que confesar que me había convertido en una persona tan solitaria —aun viviendo en el mismo centro de la capital de nuestra nación— como mi madre en su completo retiro en lo alto de su montaña de Colorado.

En mi caso no era difícil encontrar una explicación convincente; después de todo estaba atada contractualmente a la obsesiva agenda esclavista de monsieur Rodolfo Boujaron, el empresario restaurador que se había convertido en mi jefe, mi maestro e incluso en mi casero. Aquellos últimos cuatro años no había tenido tiempo para la vida social con Rodo vigilándome y haciendo restallar el famoso látigo.

De hecho, el absorbente trabajo en Sutaldea, donde mi tío me había encerrado con tan buen criterio, le proporcionaba a mi vida exactamente la misma organización —el ejercicio, la tensión, el mareaje del tiempo— que por desgracia me había faltado desde la muerte de mi padre y el abandono obligado de la práctica del ajedrez. La tarea de preparar y mantener vivo el fuego durante una semana entera de cocina, un día tras otro, requería de la diligencia que se necesitaba para el cuidado de un niño o la atención de un rebaño de animales jóvenes: no podía permitirme ni pestañear.

Con todo, siendo completamente sincera conmigo misma, estaba obligada a admitir que mi trabajo me había aportado mucho más que organización, diligencia o disciplina durante esos últimos cuatro años. La convivencia con el fuego —la contemplación de las llamas y las ascuas un día tras otro hasta dominar su altura, su calor y su fuerza— me había enseñado a tener una nueva «visión» de las cosas. Y gracias al último rapapolvo injurioso de Rodo, acababa de ver algo nuevo: acababa de ver que mi madre podría haberme dejado otra pista, una en la que debería de haber reparado nada más entrar por la puerta.

BOOK: El Fuego
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