El Fuego (8 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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D = 500

C = 100

L = 50

X = 10

V = 5

I = 1

Si se sumaban se obtenía el 666, el número de la Bestia del
Apocalipsis
.

La Bestia no me preocupaba, había de sobra repartidas por toda la casa, protegiéndonos en forma de tótems de animales, pero por primera vez empecé a inquietarme de verdad por mi madre. ¿Por qué había utilizado aquel trillado enigma seudomilenario para llamar mi atención? Y ese pisapapeles, una manida alusión a «tener la negra encima», ¿qué narices quería decir?

¿Y qué se suponía que debía hacer con esa chorrada alquímica de «Así arriba como abajo»?

Claro, ya estaba, ya lo tenía. Aparté la bola y el pedazo de papel, los dejé en el atril del teclado y abrí el piano. Antes de que pudiera encajar el pie de la tapa en su sitio para que esta se mantuviera abierta, estuvo a punto de resbalárseme de las manos.

En el interior, dentro de la caja hueca del instrumento, vi algo que jamás pensé que volvería a ver en casa de mi madre mientras ella siguiera viva: un juego de ajedrez.

Pero no un juego de ajedrez cualquiera, sino un juego de ajedrez con una partida empezada, a medio jugar. Había piezas apartadas del tablero y colocadas sobre las cuerdas del teclado, a ambos lados, blancas y negras.

Lo primero en lo que me fijé fue en que faltaba la reina negra. Volví la vista hacia la mesa de billar y —por todos los cielos, madre, ¡de verdad!— vi que alguien había colocado la reina extraviada en el triángulo, en el lugar de la bola negra.

Era como verse arrastrada hacia un remolino. Empecé a sentir que había una verdadera partida en juego. Por Dios, cuánto había echado de menos aquello… ¿Cómo había podido pasar la página y dar la espalda a esa parte de mi vida? No era una droga, como la gente decía a veces, sino una inyección de vida.

Olvidé las piezas que había fuera del tablero, o con la negra encima; podía reconstruir la partida con las que todavía quedaban en pie. Durante un buen rato, olvidé a mi madre ausente, a mi tía Lily perdida en el Purgatorio con su chófer, su perro y su coche. Olvidé lo que había sacrificado, en qué se había convertido mi vida en contra de mi voluntad. Lo olvidé todo salvo la partida que tenía ante mí, la partida oculta en el vientre de aquel piano como si se tratara de un oscuro secreto.

Sin embargo, reconstruyendo los movimientos, la luz del alba se alzó a través de los altos ventanales al tiempo que una pasmosa visión alboreó en mi mente. No conseguí detener el terror que me producía aquella partida. ¿Cómo iba a detenerlo, cuando llevaba jugándola mentalmente esos últimos diez años?

La conocía muy bien.

Era la partida que había acabado con la vida de mi padre.

LA CHIMENEA

MOZART:
Confutatis Maledictim
… ¿Cómo se traduciría?

SALIERI: «Confiado a las llamas de la aflicción.»

MOZART: ¿Crees en ello?

SALIERI: ¿En qué?

MOZART: En el fuego inextinguible en el que ardes para siempre.

SALIERI: Ah, sí […].

PETER SHAFFER,

Amadeus

E
n el profundo vientre del hogar, el fuego se desparramaba por los lados del tronco gigantesco como si fuera calor líquido.

Me senté en la repisa del murillo de piedra arenisca que rodeaba completamente la chimenea y contenía el fuego, y contemplé las llamas con la mirada perdida. Estaba medio aturdida, intentando no recordar.

Aunque, ¿cómo olvidarlo?

Diez años. Habían pasado diez años, diez años en los cuales creía haber conseguido reprimir, camuflar, enterrar un sentimiento que había estado a punto de enterrarme a mí, un sentimiento que irrumpía una fracción de segundo antes de presentarse. Ese instante detenido en el tiempo en el que todavía crees tener ante ti toda tu vida, tu futuro, todo lo que prometes, cuando todavía imaginas —¿qué era lo que decía mi amiga Key?— que tienes «el mundo a tus pies».

Y luego ves la mano que empuña la pistola. Y luego ocurre. Y luego se acaba. Y luego ya no hay presente, sólo pasado y futuro, sólo el antes y el después. Sólo ese «luego» y… luego ¿qué?

Eso era aquello de lo que nunca hablábamos. Era aquello en lo que nunca pensaba. Ahora que mi madre, Cat, había desaparecido, ahora que había dejado ese mensaje cruel alojado en las entrañas de su piano favorito, comprendí lo que no había dicho, alto y claro: tienes que recordarlo.

Sin embargo, mi pregunta era: ¿cómo quería que me acordara de aquella niña de apenas once años, allí de pie, en aquellos duros y fríos escalones de mármol de aquella dura y fría tierra extranjera? ¿Cómo quería que me recordara a mí misma atrapada entre los muros de piedra de un monasterio ruso a kilómetros de distancia de Moscú y a miles de kilómetros de cualquier lugar o de cualquier persona que conociera? ¿Cómo quería que recordara a mi padre, asesinado por la bala de un francotirador? Una bala que, tal vez, fuera dirigida a mí. Una bala que ella siempre había creído que iba dirigida a mí.

¿Cómo quería que recordara a mi padre, desplomándose en un charco de sangre, sangre que me había quedado mirando horrorizada mientras se mezclaba e iba empapando la sucia nieve rusa? ¿Cómo quería que recordara el cuerpo tendido en los escalones, el cuerpo de un padre al que se le va la vida, con sus dedos enguantados aferrando todavía mi manita enfundada en una manopla?

La verdad era que, ese día de hacía diez años, mi padre no había sido el único que había visto su futuro y su vida truncados en aquellos escalones de Rusia. La verdad era que los míos también se truncaron. Con once años, no fui capaz de ver lo que se me venía encima:
Amaurosis Scacchistica
. Gajes del oficio.

Y ahora no me quedaba más remedio que admitir la realidad: que no había sido la muerte de mi padre o los miedos de mi madre lo que me había llevado a abandonar el juego. La verdad era…

«Está bien. ¡Vuelve a la realidad!»

La verdad era que no necesitaba la verdad. La verdad era que en esos momentos no podía permitirme aquella introspección. Intenté atajar esa descarga inmediata de adrenalina que siempre acompañaba a cualquier asomo a mi pasado, por breve que fuera. La verdad era que mi padre estaba muerto y que mi madre había desaparecido, y que un juego de ajedrez que alguien había dejado dentro del piano sugería que todo estaba directamente relacionado conmigo.

Sabía que aquella partida mortífera que seguía acechándome en el piano, contando los minutos que pasaban, era algo más que varias piezas dispuestas al azar. Aquella era la partida. La última partida, la partida que había acabado con mi padre.

Cualesquiera que fueran las implicaciones de su misteriosa aparición ese día en ese lugar, esa partida permanecería por siempre grabada a fuego en mi memoria. Si la hubiera ganado diez años antes en Moscú, el torneo ruso habría sido mío, lo habría logrado: me habría convertido en la gran maestra más joven de la historia, lo que mi padre siempre había querido. Lo que siempre había esperado de mí.

Si hubiera ganado la partida de Moscú, nunca habríamos tenido que ir a Zagorsk para jugar la definitiva, esa partida de «prórroga», una partida que, debido a «trágicas circunstancias», estaba destinada a no jugarse.

Era evidente que su presencia en esa casa era un mensaje en sí, como el resto de las pistas que había dejado mi madre, un mensaje que yo debía ser la primera en descifrar.

Sin embargo, de una cosa estaba segura: se tratara de lo que se tratara, aquello no era un juego.

Respiré hondo y, al levantarme de la repisa, estuve a punto de darme en la cabeza con uno de los cacharros de cobre que había colgados. Lo arranqué de la campana y lo dejé de un golpe sobre el aparador de al lado. Luego me acerqué al piano de cola, abrí la cremallera del cojín del banco, recogí todas las piezas de las cuerdas y las metí en la funda, junto con el tablero. Dejé la tapa del piano abierta, como solía estar siempre. Cerré la cremallera de la abultada funda y la arrojé sobre el aparador.

Casi me olvido de la reina negra que faltaba. La saqué del triángulo de las bolas de la mesa de billar y devolví la bola negra a su sitio. El triángulo de bolas de colores me recordó algo, pero en ese momento no supe qué. Además, tal vez sólo se tratara de mi imaginación, y aunque daba la impresión de que la reina pesaba un poco más que las otras piezas, el círculo de fieltro de su base parecía intacto. Estaba pensando si levantarlo con la uña cuando sonó el teléfono. Al recordar que tía Lily estaba a punto de invadirnos, con chófer y perro escandaloso incluidos, me metí la reina en el bolsillo junto con el pedazo de papel que contenía el mensaje «codificado» de mi madre, corrí hacia el escritorio y levanté el auricular al tercer timbrazo.

—Has estado ocultándome secretitos —oí que decía Nokomis Key, mi mejor amiga desde que éramos pequeñas, con voz cristalina.

Sentí un gran alivio. Aunque hacía años que no hablábamos, Key era la única persona que se me ocurría capaz de dar con el modo de sacarme del atolladero en el que me encontraba. Key nunca se enfadaba por nada y en los momentos críticos siempre encontraba la manera de solucionar los problemas con la gracia y la indiferencia mordaz de un hada madrina providencial. Recé para que en esos instantes sacara su varita mágica y practicara su magia una vez más. Por eso le había pedido que fuera a buscar a Lily y la trajera a casa.

—¿Dónde estás? —pregunté—. ¿Has recibido mi mensaje?

—Nunca me habías dicho que tenías una tía —contestó Key—. ¡Y vaya tía! La he encontrado al borde de la carretera, acompañada de un perro de origen genético irreconocible, flanqueada por una montaña de maletas de marca y varada en la nieve en un coche de doscientos cincuenta mil dólares digno de James Bond. Por no hablar de la joven «compañía», quien podría sacarse la misma pasta a la semana con sólo pasearse por el Lido luciendo un bañador de tanga.

—¿Te refieres al chófer de Lily? —dije, sorprendida.

—¿Así los llaman ahora? —contestó Key, echándose a reír.

—¿Un gigoló? No le pega mucho —objeté.

Aunque tampoco encajaba demasiado con la larga sucesión de chóferes estirados y formales que mi tía había empleado toda la vida. Y mucho menos con la Lily Rad que yo conocía desde la infancia, demasiado preocupaba por su imagen internacional como reina del ajedrez para malgastar su tiempo, sus energías o sus montañas de dinero en mantener a un hombre. Aunque tenía que admitirlo, todo lo demás —el coche, el perro y el equipaje— encajaba a la perfección con Lily.

—Créeme, este tipo está tan cañón que el humo le sale por la nariz. Y por el humo se sabe dónde está el fuego. Además, tu tía está hecha unos zorros. —Sólo había una cosa que superaba la pasión de Key por las frases hechas y los coloquialismos: el metal. Del que lleva volante—. Eso sí, ese coche atrapado en la nieve es un Vanquish —me informó, casi sin aliento—, un Aston Martin de edición limitada. —Me empezó a recitar de un tirón números, pesos, cambios de marcha y válvulas hasta que se contuvo y se dio cuenta de con quién estaba hablando. Resumiéndolo para los poco duchos en mecánica, añadió—: ¡Ese monstruo vuela a trescientos kilómetros por hora! ¡Tiene suficientes caballos para llevar a
Ophelia
de aquí a China!

Esa debía de ser
Ophelia Otter
, la avioneta preferida de Key y la única máquina en la que confiaba cuando debía adentrarse en esos parajes donde llevaba a cabo su trabajo. Conociendo a Key, podía seguir hablando de caballos de potencia durante horas si no se le ponía freno. Tenía que tirar de las riendas, y rápido.

—Bueno, y ¿dónde está ahora la extraña pareja y su coche? —la apremié, con urgencia—. La última vez que supe algo de Lily se dirigía hacia aquí para asistir a una celebración, y de eso debe de hacer menos de una hora. ¿Dónde está?

—Tenían hambre, así que mientras mi equipo está desenterrando su coche, tu tía y su esbirro están abrevando y poniéndose como cerdos en el Mother Lode —contestó Key.

Se refería a un restaurante alejado de la carretera, especializado en carne de caza. Conocía bien el sitio. Había tanta cornamenta, asta y cartílago en exposición repartido por las paredes que caminar por la sala sin prestar atención era tan peligroso como correr delante de los toros en Pamplona.

—Por amor de Dios —dije, devorada por la impaciencia—. Tráela aquí de una vez.

—Los tendrás ahí en menos de una hora —aseguró Key—. Están dándole de beber al perro y acabándose sus bebidas, pero el coche es otro cantar: tendremos que enviarlo a reparar a Denver. Ahora mismo estoy en la barra y ellos siguen en su mesa, como uña y mugre, hablando en voz baja y dándole al vodka.

Key soltó una risotada en el auricular.

—¿Qué es tan gracioso? —pregunté, irritada ante aquel nuevo contratiempo.

¿Por qué Lily, que jamás bebía, necesitaba un trago a las diez de la mañana? ¿Y el chófer? Aunque, para ser justos, si el vehículo había sufrido tantos daños como decía Nokomis, no parecía que le quedara mucho coche que conducir por allí. Lo confieso, me costaba imaginar a mi extravagante tía jugadora de ajedrez, con su manicura perfecta y su ropa exótica, almorzando en un lugar como el Mother Lode, con los suelos llenos de churretes de cerveza y cascaras de cacahuetes, probando los platos típicos de la casa: guiso de zarigüeya, filete de serpiente cascabel y «ostras de las Rocosas», un eufemismo que utilizaban en Colorado para referirse a los testículos de buey fritos. Aquello era marciano.

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