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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (45 page)

BOOK: El Fuego
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»Esa es la razón por la que el centro de la casa, el centro del templo y el centro de la ciudad se llamaban
focus
—añadió—, es decir, el hogar. Los cocineros somos los bienaventurados de nuestra época porque hubo un tiempo en que ser cocinero o mago, un maestro del fuego, de la fiesta y el sacrificio, estaba considerada como la labor más sagrada.

Sin embargo, Carême no pudo proseguir. A pesar del aire fresco del jardín, o tal vez a causa de ello, su tos crónica regresó para atenazar su garganta una vez más.

—Te has sacrificado a tu sagrada profesión y a tus brasas, amigo mío —observó Talleyrand, alzando una mano para llamar a un sirviente, quien salió corriendo de la casa con otra copa de champán, que le tendió al cocinero. Cuando el sirviente se hubo ido, Talleyrand añadió—: No dudo de que conoces la razón por la que te he hecho venir hasta aquí.

Carême asintió con la cabeza, dándole sorbos al champán mientras trataba de recuperar la respiración.

—Por eso me he apresurado a venir, señor, aunque tal vez no debiera haberlo hecho, pues como veis, estoy enfermo —consiguió decir al final, casi sin aliento—. Es por la mujer, ¿verdad? La mujer que se presentó en París en medio de aquella noche de hace tantos años, cuando yo era el primer
sous-chef
de Boucher en vuestro palacio de la rue de Bac, el Hôtel Galliffet. Ha vuelto. La mujer que luego apareció en Bourbon l'Archambault con Charlotte. La mujer por la cual me habéis hecho reunir todas esas piezas. Mireille…

—No debemos hablar de ello tan abiertamente, mi leal amigo —lo interrumpió Talleyrand—. Tú y yo somos las únicas personas sobre la faz de la tierra que conocen la historia, y aunque pronto tendremos que compartirla con alguien, de hecho, esta misma noche, deseo que conserves las fuerzas para ese encuentro. Eres el único que podría estar en posición de ayudarnos, pues como bien sabes, eres el único a quien he confiado toda la verdad.

Carême asintió para indicarle que volvía a estar preparado para servir al hombre a quien siempre había considerado su mejor patrón. Y muchas otras cosas.

—Entonces, ¿es a esa mujer a la que se espera esta noche en Valençay? —preguntó Carême.

—No, es a su hijo —contestó Talleyrand, apoyando una mano sobre el hombro del cocinero con desacostumbrada familiaridad. Luego, tras un profundo suspiro, añadió en voz baja—: Es decir, a su hijo y el mío.

Maurice sintió deseos de echarse a llorar al ver a su hijo por segunda vez en su vida, abrumado por los amargos recuerdos de aquella ahora tan lejana separación en Bourbon l'Archambault, que súbitamente habían asaltado su memoria.

Después de que el personal de la casa hubiera cenado y los niños se hubieran ido a dormir, Maurice se sentó en el jardín y estuvo contemplando el horizonte hasta que la puesta de sol se diluyó en un crepúsculo de color lavanda, su momento preferido del día. Sin embargo, en su mente batallaban un millar de emociones enfrentadas.

Carême los había dejado solos para que hablaran, pero había accedido a reencontrarse con ellos después, junto con un barrilete de un madeira de crianza y algunas de las respuestas que ambos buscaban.

Maurice miraba al joven que se sentaba al otro lado de la pequeña mesa de jardín que el cocinero había preparado para ellos bajo las ramas de un enorme tilo. Estudiaba al joven de aspecto romántico, fruto de la pasión que lo había arrebatado hacía más de treinta años, y debía admitir que jamás había creído sentir tanto dolor.

Chariot, recién llegado de París y todavía ataviado con la ropa de montar, sólo había tenido tiempo de sacudirse el polvo del camino y ponerse una camisa y un pañuelo limpios. Llevaba el cabello cobrizo retirado hacia atrás, recogido en la nuca en una perfecta coleta de la que sólo unos cuantos mechones rebeldes conseguían escapar. Incluso aquel detalle insignificante conseguía evocar con fuerza la fragante melena de rizos bermejos de su madre, en la que Maurice todavía recordaba haber hundido la cara cuando hacían el amor.

Antes de que ella lo dejara.

Sin embargo, mientras intentaba mantener a raya los recuerdos, Maurice comprobó que en Charlot se reconocía a su verdadero padre en cuanto a todo lo demás. Esos fríos ojos de color azul que parecían asegurar que no revelarían los pensamientos más íntimos de su dueño. La frente despejada, el mentón pronunciado y hendido y la nariz respingona, todos ellos rasgos característicos de la larga y noble línea de los Talleyrand de Périgord. Y esos labios sorprendentemente sensuales… Una boca que delataba al entendido nato en vinos selectos, mujeres bellas y todos los deleites del hedonista.

Aunque Maurice tampoco había tardado en comprender que su hijo no podía ser ninguna de aquellas cosas.

Esa había sido la razón por la que Maurice había atendido la petición de Charlot, cuando apenas siendo este un niño le había sugerido que casara a Charlotte con alguien de la familia Talleyrand, para que ella no compartiera el mismo destino que él, su hermano. Debido en buena parte a la insensatez que cometieron sus padres al no casarse, Charlot jamás podría ostentar ningún derecho de primogenitura por ser hijo ilegítimo, ni siquiera podría heredar las propiedades de su padre. En realidad, y teniendo en cuenta que Maurice no podía hacer nada contra la ley francesa, era probable que los atributos físicos fueran la única herencia que Charlot recibiría del noble linaje de los Talleyrand-Périgord.

Aun así, Maurice reparó en que la fisonomía de Charlot parecía rebelarse contra su disposición innata. Tal vez su boca sugiriera una sensualidad manifiesta, pero su expresión revelaba la fuerza interior que lo había llevado hasta allí procedente de sabe Dios qué tierras remotas, con un propósito que no admitía aplazamientos. Un propósito que, por el semblante de Charlot, no estaba relacionado con su madre, sino con él mismo.

Y esa mirada que a primera vista le había parecido tan fría y reservada… En el fondo de aquellos ojos de tintes añiles, Maurice había atisbado un secreto, un misterio que había empujado a Charlot a atravesar aquella distancia para compartirlo únicamente con su padre.

Aquello fue lo único que le permitió a Maurice aferrarse por primera vez a la esperanza de que, después de todo, tal vez aquella visita, aquella reunión no acabaría siendo lo que él había imaginado y había estado temiendo los últimos veinte años. Además, era consciente de que había llegado el momento de que él también revelara algo.

—Hijo mío, Antonin Carême pronto se reunirá con nosotros, como ha de ser —empezó—, pues durante esos años en que tuve que llevar a cabo ciertas tareas de suma importancia que me encomendó tu madre, Antonin fue el hombre a quien le confié mi vida, todas nuestras vidas.

»Sin embargo, antes de que regrese, y mientras todavía estamos solos, desearía que habláramos con franqueza. Hace mucho tiempo que deberíamos haberlo hecho. Como tu padre que soy, te pido y te suplico tu perdón. Si no tuviera la edad que tengo, que no por falta de predisposición, me arrodillaría ante ti, en este mismo instante, y te besaría la mano para implorarte…

Se detuvo, pues Chariot se había levantado como impulsado por un resorte y había rodeado la mesa para ayudar a su padre a ponerse en pie y besarle ambas manos. Luego, lo abrazó.

—Veo cómo os sentís, padre —dijo—, mas podéis estar seguro de que no estoy aquí por lo que creéis.

Al principio, Talleyrand lo miró sorprendido, pero luego una sonrisa cauta afloró a sus labios.

—Había olvidado por completo el don que posees —admitió—, esa facultad para leer los pensamientos y las profecías.

—Yo también casi lo había olvidado —dijo Chariot, correspondiendo a su sonrisa—, pero no he venido hasta aquí en busca de mi hermana Charlotte, como parecíais temer hace unos instantes. No; por lo que a mí respecta, no es necesario que sepa nada sobre nosotros, pues veo que la amáis profundamente y deseáis protegerla. Ni tampoco es necesario que, en el futuro, se relacione con el ajedrez de Montglane o el juego.

—¡Pero creía que el juego había terminado! —se horrorizó Talleyrand—. Es imposible que haya vuelto a empezar. Mireille accedió a que fuera yo quien criara aquí a la pequeña Charlotte para evitarlo, donde estaría a salvo. Lejos del juego, lejos de las piezas, ¡lejos de la partida! Y lejos de la Reina Negra, su madre, pues esa era la profecía.

—La profecía estaba equivocada —dijo Charlot; la sonrisa había desaparecido, aunque todavía conservaba las manos de su padre entre las suyas— y parece ser que la partida ha vuelto a iniciarse.

—¡Otra vez! —exclamó Talleyrand, aunque enseguida bajó la voz, a pesar de que no había nadie que pudiera oírlos—. Pero, Charlot, si fuiste tú el primero en lanzar la profecía. Dijiste que «la partida sólo volverá a empezar cuando el contrario nazca de las cenizas». ¿Cómo puedes asegurar que tu hermana está a salvo si ha empezado de nuevo? Sabes que el cumpleaños de Charlotte, el 4 de octubre, es la fecha contraria al de tu madre, la Reina Negra. ¿Acaso no significa eso que, si empezara una nueva partida, Charlotte sería la Reina Blanca tal como hemos creído todos estos años?

—Me equivoqué —dijo Charlot, en voz baja—. La partida ha vuelto a empezar. Las blancas han hecho el primer movimiento y ha aparecido una pieza negra importante.

—Pero… —musitó Talleyrand—. No lo entiendo. —Al ver que Carême cruzaba el jardín en su dirección, se dejó caer de nuevo en la silla, miró a Charlot y añadió—: Hemos recuperado casi todas las piezas con la ayuda de Antonin Carême, gracias a su presencia en esos hogares y palacios, ¡desde Rusia a Gran Bretaña! Mi esposa, madame Grand, la Reina Blanca, está fuera de juego, sus fuerzas se han disuelto o han muerto. Mireille lleva años oculta donde nadie pueda encontrarla, ni a ella ni las piezas. ¿Y aun así insistes en que ha vuelto a empezar? ¿Cómo es posible que las blancas hayan iniciado el movimiento y que Charlotte no corra peligro? ¿Qué pieza negra importante puede tener el otro equipo que no hayamos recuperado?

—Eso es precisamente lo que he venido a descubrir, con vuestra ayuda y la de Carême —contestó Charlot, arrodillándose en la hierba, junto a su padre—. Sin embargo, sé que es cierto, porque lo he visto con mis propios ojos. He visto a la nueva Reina Blanca. Apenas es una chiquilla, pero tiene un gran poder. He tenido en mis manos la valiosa pieza de ajedrez con la cual se ha hecho la Reina Blanca y de la que ahora es dueña. Esa pieza es la Reina Negra del ajedrez de Montglane.

—¡Imposible! —gritó Talleyrand—. ¡Esa es la figura que Antonin trajo consigo, la que le entregó el propio Alejandro de Rusia! Pertenecía a la abadesa de Montglane. Alejandro prometió protegerla por tu madre, Mireille, mucho antes de que se convirtiera en zar. ¡Y mantuvo su promesa!

—Lo sé —dijo Charlot—. Ayudé a mi madre a esconderla cuando regresó de Rusia, pero parece que la figura que tiene la Reina Blanca llevaba oculta mucho más tiempo. Eso es lo que he venido a averiguar… con la esperanza de que Carême pudiera ayudarnos a encontrar la explicación al hecho de que existan dos Reinas Negras.

—Pero si la partida ha vuelto a empezar tal como dices, si las blancas han resurgido de súbito con su poderosa pieza y han hecho el primer movimiento, ¿por qué se han confiado a ti? —preguntó Talleyrand—. ¿Por qué te la han mostrado precisamente a ti?

—¿No lo entendéis, padre? —dijo Charlot—. Por eso no fui capaz de interpretar correctamente la profecía. Es cierto que las blancas se han alzado de las cenizas del contrario, pero no como había imaginado. No pude verlo porque estaba relacionado conmigo. —Al descubrir la expresión de desconcierto en el rostro de Talleyrand, Charlott añadió—: Padre, soy el nuevo Rey Blanco.

EL FOUR SEASONS

Seminate aurum vestrum in terram albam foliatum.
«Siembra tu oro en la blanca tierra labrada.» La alquimia (llamada a menudo «agricultura celestial») adopta numerosas analogías de la labranza […] el epigrama […] incide en la necesidad de observar «como en un espejo» la lección del grano de trigo […] el excelente tratado (Secretum) publicado en Leiden en 1599 […] comparaba en detalle las labores de la labranza del trigo con las labores de la obra alquímica.

STANISLAS KLOSSOWSKI DE ROLA,

El juego áureo

S
egún Nim, no teníamos tiempo. El enemigo, quienquiera que fuera, estaba en situación de ventaja: había puesto en peligro a mi madre desaparecida y al resto de nosotros, y todo porque yo había sido una completa boba y había hecho caso omiso de las señales de advertencia, aunque estas habían estado centelleando con tanta fuerza como las luces de pista, como diría Key.

¿Y qué hacía yo? Pues nada, ahí estaba, con ataques de llorera —tres en las últimas doce horas, por el amor de Dios—, secándome las lágrimas, dejando que mi tío me diera un beso en la cabeza y se ocupara de todo y, en general, comportándome como si volviera a tener doce años.

De hecho, si la memoria no me fallaba, con doce años conservaba más dignidad, era una campeona de ajedrez de talla mundial que había visto cómo asesinaban a su padre ante sus ojos y que había conseguido sobrevivir a ello y seguir adelante. ¿Qué me estaba pasando? Estaba actuando como una gallina.

Sólo había una cosa que pudiera explicar mi conducta: que aquellos últimos diez años mezclando la receta de Sage Livingston, alias doña Perfecta, en la coctelera Molotov de la grandilocuencia a la brasa de Rodo Boujaron, debían de haber dado como resultado el ablandamiento y la conversión en buñuelos de plátano de lo que fuera que antes considerara cerebro.

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