—Pero ahora los dos sabemos que tu madre está viva —dije—. Si, como tú creías, la capturaron y la encarcelaron, entiendo que estuviera incomunicada todos aquellos años. Pero hace diez estaba en Zagorsk, me dio la tarjeta. Y ahora crees que también fue ella quien te envió el dibujo del ajedrez. ¿Cómo llegó a sus manos? ¿Y por qué esperar tanto tiempo?
—Aún no tengo todas las respuestas —admitió Nim—, pero creo que sí tengo una. Para entenderlo, deberías conocer la famosa fábula de
El pájaro de fuego
que aparece en tu tarjeta y lo que significa para los rusos.
—¿Qué significa el pájaro de fuego? —pregunté, aunque me parecía tener el presentimiento de saberlo.
—Podría explicar por qué mi madre sigue viva, cómo sobrevivió —contestó Nim. Al verme sorprendida, añadió—: ¿Y si Minnie consiguió localizar a mi madre después de dejar a Sasha en el orfanato? ¿Y si Minnie la encontró en la cárcel, como todos suponíamos, a punto de ser sacrificada por las autoridades soviéticas como una baja más del juego? ¿Qué habría dado en realidad Minnie a cambio de garantizar la liberación de nuestra madre?
No tuve que preguntarlo. Por lo que yo sabía, sólo había una cosa posible que estuviera en manos de los rusos.
—¡La Reina Negra! —grité.
—Exacto —convino Nim con una sonrisa complacida—. Y tiene aún más lógica en el caso de que Minnie hubiese conseguido hacer una copia de la Reina y se hubiera quedado la auténtica! Eso explicaría la estrategia de la doble reina que has descubierto.
—Pero, entonces, ¿dónde se escondió tu madre después de quedar en libertad? ¿Y cómo consiguió el dibujo del ajedrez que te envió? —pregunté—. Dijiste que creías que también habías resuelto ese rompecabezas.
—Ese dibujo del ajedrez, de la abadesa de Montglane, era una pieza del puzzle que, por el diario de la monja Mireille, sabemos que estuvo en su poder —explicó Nim—. Pero nunca le fue entregado a Cat junto con las otras piezas. Por consiguiente, Minnie debió de dárselo a alguna otra persona para que estuviera a buen recaudo.
—¡A tu madre! —concluí.
—Al margen de dónde haya estado nuestra madre todos estos años —dijo Nim—, una cosa está clara: la tarjeta que os dio a tu padre y a ti contenía tanto un ave Fénix como un pájaro de fuego. Pero decía: «Cuidado con el fuego». El pájaro de fuego no es como el Fénix, que arde cada quinientos años y se alza después de sus cenizas. La fábula del Fénix se basa en el sacrificio propio y el renacimiento.
—Entonces, ¿qué significa el pájaro de fuego? —pregunté. El ansia por conocer la respuesta me dificultaba la respiración hasta el punto de ponerme de nuevo al borde del desmayo.
—Renuncia a su pluma dorada, algo de inmenso valor, como la Reina Negra de Minnie, para devolver la vida al príncipe Iván, a quien han matado sus despiadados hermanos. Cuando el pájaro de fuego aparece, el mensaje que debe entenderse es: «Devuelto a la vida».
Se trata de un servicio secreto. Todos los poderes que me acreditan para resolver este asunto se comprenden en una única expresión: «Devuelto a la vida» […].
CHARLES DICKENS,
Historia de dos ciudades
Recordar es para aquellos que han olvidado.
PLOTINO
Brumich Eel, Kyriin Elkonomu
(Montaña de Fuego, Morada de los Muertos)
L
os sonidos del agua fluyendo parecían haber estado siempre con él, día y noche. «
Dolena Geizerov
, el Valle de los Geiseres», le había dicho la mujer. Aguas curativas creadas por los fuegos del subsuelo. Aguas que lo habían devuelto a la vida.
Allí, en el prado, en lo alto de los acantilados, yacían aquellos estanques humeantes y mudos en que los ancianos lo habían bañado. Sus aguas lechosas y opacas procedentes de las profundidades de la tierra, tintadas de diversos colores por las capas de lava disuelta, brillaban en ricas tonalidades: bermellón, blanco, ocre, limón, melocotón, cada una de ellas con sus respectivas propiedades medicinales.
Mucho más abajo de donde él se encontraba, el agua penetraba y burbujeaba en los huecos de la roca, cada vez más agitada… hasta que, de pronto, Velikan, el Gigante, erupcionó con una explosión de vapor y lo sobresaltó, como siempre, arrojando su poderoso arco iris de agua humeante treinta metros al aire. Luego, los cañones, que se perdían en la distancia, fueron apagándose uno por uno como sincronizados por un mecanismo de relojería y derramándose por los lados, sus cascadas hirvientes caían en picado sobre el río torrencial que fluía más abajo en dirección al mar. Este rugido constante, palpitante y ensordecedor del oleaje explosivo del agua es, sin embargo, extrañamente sosegador, pensó; rítmico como la vida, como el mismo aliento de la tierra.
Pero ahora, mientras ascendía en diagonal por la irregular pendiente hacia un punto más elevado, lo hacía con cuidado de seguir las huellas de la mujer para no caerse. No era fácil avanzar por aquella ladera resbaladiza de barro y roca húmeda. Aunque llevaba unos mocasines de piel de oso para tener un mejor agarre, y prendas de abrigo de piel engrasada para mantenerse abrigado, la nieve empezaba a caer como tamizada entre la límpida luz del sol. Las tumultuosas nubes de vapor que ascendían desde el agua fundían los copos antes incluso de que alcanzaran el suelo, transformando el musgo húmedo y los líquenes en una pasta gomosa.
Habían caminado por aquellos barrancos durante meses hasta que él estuvo lo bastante fuerte para emprender la excursión que los ocupaba. Pero él sabía que todavía estaba débil para una caminata como la que estaba haciendo aquel día; ya habían recorrido siete verstas por el cañón de geiseres, y aún más arriba se extendía la tundra, las praderas y la taiga, una maraña de esbeltos abedules, píceas y pinos. Ahora se encaminaban hacia
térra incógnita.
A medida que iban dejando atrás las rugientes aguas y seguían ascendiendo hacia las montañas, hacia el silencio de un mundo nuevo y nevoso, sentía cómo el miedo empezaba a apoderarse de él, el miedo que acompaña al vacío, a la incertidumbre de lo desconocido.
Era absurdo que se sintiera así, lo sabía, cuando, a fin de cuentas, para él todo formaba parte del vacío, de aquella incógnita global. Hacía mucho tiempo que había dejado de preguntarse dónde estaba o cuánto tiempo llevaba allí. Había incluso dejado de preguntarse quién era. Se dijo que nadie podría proporcionarle la respuesta a esa pregunta, que era importante que lo descubriera por sí mismo.
Sin embargo, cuando alcanzaron el final del pronunciado barranco, la mujer se detuvo y, uno al lado del otro, ambos contemplaron la extensión del valle. Él lo vio allí, en la distancia, al otro lado del valle. Su destino: aquel enorme cono alzándose al otro lado del valle, cubierto por entero de nieve, que parecía brotar de la nada como una pirámide mística contemplada desde una llanura de la antigüedad. El volcán lucía profundos surcos en las laderas; la cumbre estaba hundida y escupía humo, como si recientemente la hubiera alcanzado un rayo.
Ante aquella visión se sintió sobrecogido, casi fascinado, con una mezcla de terror y amor, como si una mano enérgica le acabara de aferrar el corazón. Y de pronto, inesperadamente, la luz segadora había regresado.
—En la lengua kamchal se llama Brumich Eel, Montaña de Fuego —le decía la mujer que tenía a su lado—. Es uno de los más de doscientos volcanes que hay en esta península, llamada Apagachuch, «los excitables», porque muchos de ellos siguen activos. La explosión de uno de ellos ha durado veinticuatro horas, durante las que estuvo escupiendo lava y destruyendo árboles, y fue seguida de un terremoto y un maremoto.
»Este, el monte Kamchatka, Klytchevskaya en ruso, erupcionó hace sólo diez años, y provocó una lluvia de ceniza que puso una capa de más de un vershok de grosor en el terreno. Los chamanes chucotos del norte creen que es la montaña sagrada de los muertos. Los muertos viven dentro del cono y arrojan piedras a quien intenta acercarse. Se zambullen bajo la montaña, bajo el mar. La cumbre está cubierta de huesos de las ballenas que han devorado.
Él apenas alcanzaba a ver la extensión del valle; el fuego de su cabeza se había vuelto tan intenso que casi arrasaba todo lo demás.
—¿Por qué creían los ancianos que tenías que llevarme a ese lugar? —preguntó a la mujer, cerrando los ojos con fuerza.
Pero la luz seguía ahí. Y entonces empezó a recuperar la visión.
—No te estoy llevando —repuso ella—. Estamos yendo juntos. Todos debemos nuestro propio tributo a los muertos, pues todos hemos sido devueltos a la vida.
En la cumbre, desde el mismo borde del cráter, pudieron contemplar el lago de lava hirviendo que borboteaba en su interior. Fumarolas sulfurosas se alzaban hacia el cielo. Algunos las creían venenosas.
Habían tardado dos días en llegar allí, a 4.572 metros sobre el nivel del mar. Había anochecido ya y, mientras la luna se alzaba sobre las aguas del océano, lejos, en la distancia, una sombra oscura empezó a reptar en su superficie blanca como la leche.
—Este eclipse de luna es el motivo por el que hemos venido aquí esta noche —dijo la mujer, colocada a su lado—. Este es nuestro tributo a los muertos: el eclipse del pasado para aquellos que se encuentran en esta fosa, para que puedan dormir en paz, pues ellos jamás volverán a tener un presente ni un futuro, como tendremos nosotros.
—Pero ¿cómo voy a tener yo un futuro… o incluso un presente —preguntó él, atemorizado— cuando no puedo recordar nada en absoluto de mi pasado?
—¿No puedes? —dijo la mujer con voz tenue. Se llevó una mano al interior del chaleco ribeteado de piel y extrajo un pequeño objeto—. ¿Puedes recordar esto? —preguntó, acercándoselo en la palma de la mano.
Justo en ese instante, la sombra engulló por completo a la luna y ambos quedaron inmersos temporalmente en la penumbra. Sólo quedaba el terrible fulgor rojo procedente de la fosa.
Pero había vuelto a ver aquel destello de fuego en su mente… y de pronto vio algo más. Apenas lo había atisbado un instante, pero eso había bastado para que supiera con exactitud qué era el objeto que ella sostenía en su mano.
Era la reina negra de un ajedrez.
—Tú estabas allí—dijo—, en el monasterio. Iba a disputarse una partida… y entonces, justo antes…
No conseguía recordar el resto. Pero en aquel destello, mientras miraba la reina negra, también captó un atisbo de su pasado. Y tuvo una certeza incuestionable.
—Me llamo Sasha —dijo—. Y tú eres mi madre, Tatiana.
Hay siete llaves de la gran puerta, siendo ocho en una y una en ocho.
ALEISTER CROWLEY,
AHA!
S
eguía sin encontrar la clave, aunque la historia que Nim me había contado la noche anterior me había aclarado varias contradicciones.
Si Minnie hubiera hecho un duplicado de la Reina Negra y lo hubiera utilizado para garantizar la liberación de Tatiana hacía cuarenta años, se explicaría la existencia de la segunda Reina, la que había aparecido ante los ojos de mi padre en Zagorsk.
Si Minnie hubiera dado a Tatiana el dibujo del ajedrez de la abadesa para que lo protegiera, se explicaría por qué ese importante elemento faltaba en el recuento final de las piezas de mi madre.
No podía olvidar que esa misma pieza clave del rompecabezas estaba en esos momentos cosida en el interior de mi parka. Tampoco podía olvidar aquella primera pista encriptada que había recibido de mi madre en Colorado, la pista que yo había tenido que descifrar antes incluso de poder abrir con llave la puerta de nuestra casa, aquellos números que, al cuadrado, se resolvían en aquel mensaje final: «El tablero tiene la clave».
Sin embargo, pese a todas las soluciones y resoluciones de mi tío, quedaban aún muchas preguntas en un lado y muy pocas respuestas en el otro.
Así, mientras Nim fregaba los platos del desayuno, cogí papel y bolígrafo y me dispuse a anotar lo que todavía necesitaba saber.
Para empezar, no eran sólo respuestas lo que faltaba. Mi propia madre faltaba, y al parecer mi recién descubierta abuela también había desaparecido. ¿Dónde estaban? ¿Qué función desempeñaba cada una de ellas? ¿Y qué función desempeñaba cada uno de los demás en aquel juego?
Pero, al mirar mis notas, comprendí que seguía faltando lo esencial: ¿en quién podía confiar?
Por ejemplo, mi tía Lily. La última vez que la había visto, había ofrecido como parte de su «estrategia» indagar en el ajedrez y, posiblemente, en las conexiones delictivas de Basil Livingston, un hombre que para ella, había olvidado mencionar, podría haber sido más que un mero conocido. Al fin y al cabo, Basil organizaba torneos de ajedrez, ¿no? Y en los dos años anteriores, tras la muerte del abuelo de mi tía, cuando ella se marchó de Nueva York, había vivido en Londres: el segundo hogar de Basil. Ahora, varios días después de mi visita a Colorado, Lily seguía sin decir ni media palabra sobre aquel misterioso encuentro suyo en Denver con la hija de Basil, Sage.
También estaba Vartan Azov, que había accedido amablemente a investigar la relación de Taras Petrosián con todo aquello, y no había mencionado hasta un tiempo después que la misma persona a quien iba a «investigar» era en realidad su padrastro. Si a Petrosián realmente lo habían envenenado en Londres, como Vartan parecía creer, resultaba extraño que nunca hubiese hablado de lo que Rosemary Livingston me dijo más tarde: que Vartan era el único heredero del patrimonio de Petrosián.