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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (42 page)

BOOK: El Fuego
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Y también estaba la propia Rosemary, que la noche anterior había desembuchado más de lo que me había sonsacado a mí. Por ejemplo, que parecía pasar mucho tiempo no sólo en Washington, sino también en Londres, como su maridito, Basil. Que podían viajar de una parte del planeta a otra sin siquiera cambiarse de ropa, por no hablar de rellenar formularios y reservar billetes de avión. Que podían organizar una cena privada de rango gubernamental, con una dotación de seguridad digna de sus invitados, que operaban en los más altos escalafones de la riqueza y el poder internacionales. Y algo infinitamente más interesante: que se habían codeado con el difunto Taras Petrosián y su hijastro, Vartan Azov, desde que Vartan era «sólo un niño».

Y por último, pero no por ello menos importante, estaba aquel pendenciero vasco, mi jefe, Rodolfo Boujaron, que parecía saber más de lo que dejaba ver sobre todo y quizá también sobre todos. Estaba su exquisita genealogía vasca en el juego y en la historia de Montglane, que nadie más había mencionado. Pero también estaba su conocimiento previo de la
boum
de cumpleaños de mi madre, y su comentario acerca del significado de nuestras respectivas fechas de nacimiento, una extraña idea que ningún otro había sugerido: la posibilidad de que ella y yo, de algún modo, perteneciéramos a equipos contrarios.

Al repasar lo que había escrito mientras Nim seguía trajinando en la cocina, anoté el nombre de varios personajes secundarios, como Nokomis, Sage, Leda y Erramon, personas a las que conocía bien, pero que seguramente no eran más que peones en el juego, jugadores en el banquillo si es que eran jugadores.

Aun así, un desconocido apareció en el cuadro, alguien que no pegaba ni con cola en aquel escenario: la única persona de todas a las que mi madre había invitado a su
boum
de cumpleaños de la que nunca había oído hablar.

Galen March.

Pero entonces, mientras intentaba revivir mentalmente los acontecimientos de aquel día y su función en ellos, caí en la cuenta de algo por primera vez: ¡en realidad, nadie más parecía conocerlo bien!

Cierto era que los Livingston habían llegado con Galen y lo habían presentado como un «nuevo vecino», y que más tarde él había aceptado que lo llevaran en su avión a Denver junto con Sage, pero en ese instante recordé que durante la cena del viernes anterior se había dedicado en exclusiva a hacer preguntas a los demás, como si aquella fuera la primera vez que los veía. De hecho, ¡sólo tenía su palabra de que realmente conocía a mi madre! ¿Cuál era su conexión, si acaso la había, con la reciente muerte de Taras Petrosián? Sí, sin duda era preciso seguir investigando al muy inadecuado propietario de Sky Ranch.

En lo referente a Nim, claro está, sabía que en las últimas horas mi por lo general enigmático tío se había abierto a mí con total franqueza, probablemente más que a nadie en toda su vida. No tenía que preguntar cómo había entrado en mi casa la noche anterior, pues estaba segura de que lo había hecho del mismo modo en que me entretenía cuando era niña: era capaz de forzar casi cualquier cerradura y candado. Aun así, tendría que sondearlo al respecto de otras cuestiones. Quedaban aún varias preguntas pendientes a las que quizá sólo Nim podía dar respuesta.

Aunque era probable que mis pesquisas únicamente me llevaran a una larga estela de pistas falsas, merecía la pena cuando menos comprobar si alguna de ellas resultaba ser un cebo auténtico. Por ejemplo:

¿Cuándo había arrastrado Nim a mi madre por primera vez al juego, como me dijo que había hecho? ¿Y por qué?

¿Qué tenía que ver la fecha de nacimiento de mi madre, o la mía, con nuestras respectivas funciones?

¿En qué consistían esos empleos en el gobierno que mi tío, según decía, había conseguido a mis padres incluso antes de que yo naciera? ¿Y por qué nunca hablaron de su trabajo en mi presencia?

Y, más recientemente, de vuelta en Colorado: ¿cómo se las había arreglado mi madre para dejarme todas aquellas pistas y enigmas si Nim no la había ayudado en el empeño?

Estaba a punto de anotar varios pensamientos más en la lista cuando Nim entró en el salón, secándose las manos con el trapo que llevaba prendido a la cintura.

—Hora de volver al trabajo —dijo—. Accedí a las exigencias de tu jefe de dejarte libre bajo su custodia antes del anochecer. —Y, con su irónica sonrisa, añadió—: ¿Trabajas en el turno de tarde o hay algo de vampirismo en este asunto?

—Rodo es un chupasangre, sí —convine—. Lo que me recuerda que aún no conoces a nadie de Sutaldea, ¿verdad?

—Excepto a esa moza de la «comida sobre ruedas», la rubia platino que vino esta mañana patinando a traerte el desayuno —me dijo—. Pero no nos encontramos. Lo dejó todo en el recibidor de abajo y se marchó antes de que pudiera darle la propina.

—Esa es Leda, es la encargada de las bebidas. Pero ¿nadie más? —pregunté—. ¿No has entrado nunca en Sutaldea ni has visto las cocinas de piedra?

Nim sacudió la cabeza.

—En ese lugar hay algún misterio, ¿acierto?

—Hay unos cuantos cabos sueltos que necesito atar —le dije—. Ayer por la mañana, cuando yo no estaba, alguien colocó mal el asador, y la grasa fue cayendo al suelo y quemándose. No había pasado nunca, ese sitio es como un campamento militar, aunque a Rodo no pareció molestarle lo más mínimo. Y la noche anterior, cuando llegué a casa pasada la medianoche, alguien había dejado una nota y un ejemplar de
The Washington Post
del 7 de abril en el rellano. ¿Fuiste tú?

Nim arqueó una ceja y se quitó el trapo de la cintura.

—¿Conservas la nota y el periódico? Me gustaría echarles un vistazo.

Rebusqué en uno de los revisteros y saqué el ejemplar en cuestión, con la nota adhesiva amarilla aún pegada en él.

—¿Lo ves? —le mostré—. La nota dice: «Mira la página A1». Creo que la clave es el titular: «Tropas y tanques atacan el centro de Bagdad». Habla de la entrada de las tropas estadounidenses en Bagdad, el mismo lugar donde se creó el ajedrez. Luego dice que la invasión había empezado algo más de dos semanas antes, el mismo día que mi madre hizo todas aquellas invitaciones y el juego volvió a empezar. Creo que quien fuera que me dejara el periódico intentaba hacerme ver que esas dos cosas, Bagdad y el juego, de algún modo volvían a estar relacionadas, quizá igual que lo estuvieron hace mil doscientos años.

—Eso no es todo —dijo Nim, que mientras yo hablaba, había doblado el periódico y leído por encima el resto del artículo. ÇMe miró y añadió—: Creo que el dicho es: «El diablo está en los detalles».

Él y Key habrían hecho buena pareja, pensé.

Pero lo que dije en voz alta fue:

—Ilústrame.

Este artículo describe también lo que las tropas invasoras hicieron para proteger la zona, pero más adelante hay un comentario interesante sobre «un convoy de diplomáticos rusos» que abandonaban la ciudad. El convoy fue ametrallado por error por las fuerzas estadounidenses o británicas que operaban en la zona, por lo que la pregunta abvia es…

Volvió a arquear una ceja, esta vez para incitarme a responder.

—Hum… ¿iba alguien realmente detrás de los rusos? —me arriesgué a proponer.

Sin darme una respuesta directa, Nim me tendió el ejemplar del
Post
, lo desdobló de nuevo por la página 1 y señaló otro artículo en el que no me había fijado:

El ejército halla en el aeropuerto una sala secreta durante un registro

Lo leí rápidamente. En una «terminal VIP» del aeropuerto de Bagdad, al parecer soldados norteamericanos habían encontrado lo que sospechaban que era «un escondite para el presidente Saddam Husein. Minuciosamente equipado, se accede a él por una puerta de caoba tallada y dispone de un cuarto de baño con instalaciones de oro y una baranda que da a un jardín con rosales. Pero el detalle más intrigante es un despacho con paredes forradas de madera y una puerta falsa que da acceso a un sótano». Allí las tropas encontraron armas. «Sin embargo —proseguía el artículo—, se cree que hay algo más: una salida secreta.»

—Una terminal secreta, una sala secreta, una salida secreta y un convoy de rusos atacado por unas fuerzas desconocidas. ¿Qué nos dice todo esto? —preguntó Nim al ver que había acabado de leer el artículo.

Recordeá la insistencia obsesiva de mi tío cuando yo era joven en que nunca pasara por alto la evidencia de que todo lo que se hacía podía deshacerse, tanto en el ajedrez como en la vida: el «factor viceversa», como le gustaba llamarlo. Al parecer, quería invocar ese factor en todo aquello.

—¿Lo que sale también puede entrar? —sugerí.

Exacto —dijo, con una mirada que de algún modo conseguía transmitir satisfacción por haber dado con algo importante y también inquietud por lo que involuntariamente acababa de desvelar—. ¿Y qué o quién supones que podría haber entrado en Bagdad por esa terminal secreta, esa sala secreta, esa salida secreta… y podría también haberse marchado siguiendo la misma ruta poco antes de la invasión? ¿Poco antes de que tu madre enviara las invitaciones de su fiesta?

—¿Te refieres a algo que habría llegado allí desde Rusia? —pregunté.

Nim asintió y se encaminó hacia su gabardina. Sacó del bolsillo la misma cartera de hacía un rato, pero en esta ocasión la abrió y extrajo de ella un papel doblado. Lo desdobló y me lo tendió.

—Como ya sabes, apenas consulto la red —me dijo mi tío—, pero gracias a la insensatez de tu madre organizando esa reunión, esta vez tuve la sensación de que sería importante hacerlo.

El factor viceversa de Nim, reforzado por sus treinta años de tecnócrata informática, lo había convencido para no pasar jamás de puntillas sobre las cosas. «Si tú estás investigándolos a ellos —solía decirme a menudo—, es problable que ellos también estén investigándote a ti.»

El trozo de papel que me había dado era un teletipo manchado, con fecha del 19 de marzo, de una agencia de información rusa de la que nunca había oído hablar. Empezaba anunciando que la «misión de paz cristianoislámica» acababa de regresar a Rusia procedente de Bagdad. El resto era toda una revelación.

Entre las personalidades —que incuían obispos ortodoxos rusos, un mutfí supremo y un líder del Consejo Musulmán Ruso— había un nombre que podría haber conocido de haber seguido siendo jugadora de ajedrez, pero era más que obvio que todos los demás presentes en la cena de mi madre sí lo conocían: Kirsan Ilymzhinov, presidente de la república rusa de Kalmikia, un multimillonario de cuarenta años hecho a sí mismo.

De más trascendencia inmediata, sin embargo, era el interesante hecho de que su excelencia, el presidente de la poco conocida república de Kalmikia, era también el presidente de la FIDE, la Federación Mundial de Ajedrez, por no decir que también el mayor financiador de la historia del juego. Había patrocinado torneos en Las Vegas e incluso construido una ciudad del ajedrez, con calles pavimentadas en forma de escaques y edificios que emulaban piezas, ¡en su propia ciudad natal!

Clavé la mirada en mi tío; me había quedado absolutamente muda. Ese tipo hacía parecer a Taras Petrosián y a Basil Livingston un par de catetos. ¿Podía ser real?

—Quienquiera que fuera el que ametralló ayer al convoy de diplomáticos movió ficha un poco tarde —me dijo Nim, sardónico—. Aquello que estuviera escondido en Bagdad, es evidente que ahora ya no está allí. Tu madre debía de saberlo; eso incluso explicaría por qué organizó su fiesta con la extraña lista de invitados que me has descrito. Quien dejó este periódico a la puerta de tu casa el lunes antes del anochecer también debía de saberlo. Creo que será mejor que volvamos a repasar a conciencia la lista de invitados de tu madre.

Le ofrecí mis notas y él las leyó con mucha atención. Luego se sentó a mi lado en el sofá y buscó una página vacía de mi cuaderno amarillo.

—Empecemos por este tipo, March—dijo—. Has escrito su nombre como G-A-L-E-N, pero si usas la forma gaélica, el resultado es asombroso.

Escribió el nombre. A continuación, anotó cada letra en orden alfabético, de este modo:

Gaelen March

aa c ee g h l m n r

Ese era el juego que tanto habíamos practicado cuando yo era pequeña: anagramas con los nombres. Pero, pese a tener tanta práctica a mis espaldas, no podía compararme con mi tío. En el instante en que vi escrito el nombre descompuesto, aquella ristra de letras, lo miré horrorizada.

Decía: «Charlemagne».

—No muy discreto, ¿verdad? —dijo Nim con una sonrisa malévola—. Como tender la mano junto con una tarjeta de visita.

¡No podía creerlo! Galen March no sólo había ascendido en mi lista de personas sospechosas del juego… ¡se había colocado en primer puesto!

Pero Nim ni de lejos había acabado.

—Obviamente, la saga medieval que tu jefe vasco te narró ayer nos indica alguna conexión entre él y tu nuevo vecino —dedujo mientras seguía examinando mis notas—. Y hablando de monsieur Boujaron, cuanto antes sepas lo que tiene que decirte, tanto mejor. A partir de estas observaciones que has escrito, sospecho que sea lo que sea lo que sabe, podría resultar relevante. Ya que olvidé preguntárselo, ¿vendrá a recogerte esta noche para vuestra cita pospuesta?

—Y yo olvidé decírtelo —repuse—: habiendo aplazado el encuentro de esta mañana, ni siquiera sé si podré verlo hoy. Normalmente, Rodo cocina en el turno de noche y yo preparo los fuegos de madrugada, cuando sale él. Por eso quería asegurarse de que estuviera disponible esta noche. Debería llamarlo y saber si podremos encontrar un momento.

Pero, al mirar alrededor, observé que también el teléfono del salón había desaparecido. Me acerqué a mi bolso, que seguía sobre la mesa, donde lo había dejado; rebusqué en su interior hasta que encontré el móvil para llamar a Rodo. Pero antes incluso de que hubiese levantado la tapa para encenderlo, Nim cruzó el salón y me lo arrebató.

—¿De dónde has sacado esto? —me espetó—. ¿Desde cuándo lo tienes?

Lo miré.

—Desde hace varios años, supongo —contesté, desconcertada—. Rodo insiste en que estemos siempre localizables, a su entera disposición.

Pero Nim se había llevado ya un dedo a los labios. Fue hasta el cuaderno amarillo y escribió algo. Me tendió el cuaderno y el bolígrafo con una mirada severa. Luego inspeccionó mi teléfono, que seguía sujetando con una mano.

«Escribe tus respuestas —leí en su caligrafía—. ¿Ha tenido alguien este teléfono aparte de ti?»

Empezaba a negar con la cabeza cuando, horrorizada, recordé exactamente quién lo había tenido y me maldije.

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