El Fuego (62 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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Tal vez por eso encaraba con un ánimo mucho menos sombrío que Vartan y Key la excursión que teníamos por delante. En realidad, me sentía casi pletórica de alegría, sensación que se veía acrecentada por el hecho de que aquellas avionetas me entusiasmaban. Por alguna razón, pese a lo endebles que parecían por fuera, cuando ya estabas en el aire, en el interior, la sensación que transmitían era de una seguridad mucho mayor que la de los gigantescos y traqueteantes aviones jumbo.

El interior de
Becky Beaver
, sin ir más lejos, era muy espacioso y estaba lleno de luz. La parte trasera del fuselaje había sido diseñada como uno de esos monovolúmenes en los que caben siete personas. Key nos explicó que los asientos traseros podían abatirse con sólo aflojar dos pasadores, y había un asiento individual al fondo que podía desplegarse desde el suelo en caso necesario. Key había dejado todos los asientos porque no estaba segura del estado en que se encontraría mi padre en el vuelo de regreso, si es que llegaba a haberlo.

Ya habíamos repostado dos veces cuando cruzamos el estrecho de Shelikof y llegamos al extremo de la península donde comienzan las Aleutianas. Seguíamos sobrevolando la zona a una altitud tan baja que distinguía perfectamente las bandadas de aves marinas que se arremolinaban en la costa, a nuestra derecha, y a lo lejos, justo detrás, los campos relumbrantes de luz que parecían redes de diamantes extendidas sobre la superficie del mar abierto.

Vartan levantó al fin la vista del mapa que había estado estudiando de forma obsesiva desde que habíamos despegado. Hasta él parecía embelesado por el impresionante espectáculo que tenía lugar a nuestros pies, y cuando me cogió la mano, también parecía haber perdido una pizca de su pesimismo eslavo respecto a aquel viaje. Pero tal como diría Key, las apariencias a veces engañan.

—Esto es precioso —le dijo Vartan a mi amiga, en un tono que no supe descifrar—. No creo haber visto nunca un lugar salvaje ni remotamente parecido a este. Y acabamos de sobrevolar la isla de Unimak, así que tal vez sólo nos quedan unos dos mil kilómetros para llegar a aguas rusas y a la península.

Key le lanzó una mirada de soslayo y Vartan añadió:

—Según mis cálculos, y a la velocidad a la que vamos, eso significa otras diez horas de vuelo, y que habrá que repostar otras dos o tres veces. Puede que eso nos dé un margen de tiempo suficiente para que tú, como piloto nuestro, te plantees la posibilidad de compartir con nosotros cuál es nuestro destino exactamente.

Aunque no es que importe demasiado, porque ni Alexandra ni yo sabemos pilotar este avión. Si te ocurriera algo, nunca llegaríamos allí de todos modos.

Key inspiró hondo y dejó escapar un largo suspiro. Extendió la mano y accionó a Otto para que la avioneta siguiese volando por sus propios medios. A continuación se volvió hacia nosotros.

—Está bien, chicos, confesaré —dijo—. Nos dirigimos a un lugar en el mundo por el que siento auténtica debilidad. Aquí el gran maestro Azov seguro que habrá oído hablar de él. Se llama, y perdón por mi pronunciación del ruso, Kliuchévskaia Sopka.

—¿Dónde está eso?

—¿El padre de Alexandra está en Kliuchi? —exclamó Vartan, soltándome la mano—. Pero ¿cómo vamos a poder llegar hasta ahí arriba con esto, nosotros solos?

—¿Dónde es «ahí arriba»? —repetí, sintiéndome exactamente igual que un loro aturullado.

—No vamos a subir ahí arriba —continuó Key, como si yo no hubiese dicho nada—. Esperaremos en el agua con la avioneta. Mis colegas y yo ya hemos establecido nuestra particular conexión de onda corta, por motivos profesionales, y su campamento está justo cerca de la base del
Kliuchi Sopka
. Nos traerán a Solarin hasta donde estemos, siguiendo el río hasta la ensenada, y llenarán el depósito de combustible desde ahí. Espero que ahora entendáis la razón por la que eran absolutamente necesarias todas las precauciones. Era la única manera de llegar hasta nuestro destino, aunque podemos y debemos marcharnos siguiendo una ruta distinta.

—Es increíble —exclamó Vartan. Volviéndose hacia mí, añadió—: Lo siento. Me parece que he subestimado a tu amiga Nokomis una vez más. Por su profesión, debe de conocer este lugar muy bien, si no mejor que nadie.

Sentí la tentación de preguntar «¿Qué lugar exactamente?», pero por fin me iluminó.

—El grupo Kliuchi es muy famoso —me explicó—. Es sin duda la concentración de volcanes más activa de Rusia, puede que de todo el norte de Asia, y el
Kliuchévskaia Sopka
en sí es el pico más alto, pues alcanza casi los cinco mil metros. Ese volcán entró en erupción en agosto de 1993, justo antes de que nos reuniéramos todos en Zagorsk aquel día de septiembre. Pero si hubiesen llevado a tu padre a esa región en ese momento exacto, habría sido muy peligroso, cuando el volcán todavía estaba escupiendo lava y disparando trozos de roca al cielo.

—Según las fuentes de Cat respecto a lo que ocurrió en realidad —intervino Key—, primero ocultaron a Solarin entre la población
coriaca
de Kamchatka, pero lo curaron los famosos chamanes chucotos del norte. Los territorios de geiseres de la península de Kamchatka son los segundos del mundo en tamaño después de Yellowstone y, al igual que los nuestros, son famosos por sus importantes propiedades curativas. Según nuestras fuentes, no trasladaron a Solarin más al norte, a las inmediaciones del campamento de vulcanólogos, hasta hace sólo unos meses, cuando creyeron que ya se había recuperado lo suficiente para viajar cuando por fin Cat pudo disponerlo todo para que los tres pudiésemos ir en su busca y sacarlo de ahí.

—Bueno —dije yo—, ¿y esas fuentes vuestras tan bien informadas deben de ser…?

—Pues verás, tu abuela Tatiana, para empezar —contestó Key, como si fuese algo más que evidente—. Y claro, también Galen March.

Aquel nombre otra vez. Galen March. ¿Por qué no dejaban todos de pronunciar ese nombre constantemente, como si fuese el no va más en lugar de nada más y nada menos que el cerebro de una mortífera trama de conspiraciones en la que nadie parecía saber distinguir el bien del mal?

Estaba a punto de cuestionar el papel de «monsieur Charlemagne» con renovada saña cuando de repente oímos un golpe sordo, aterrador e indefinible, contra el costado de la avioneta.

Key saltó de inmediato y relevó a Otto para reanudar su labor como piloto, pero yo tuve la angustiosa sensación de haber suspendido un importante test de inteligencia por haber pasado tanto tiempo cotorreando en lugar de prestar más atención a lo que nos rodeaba.

La turbulencia de color gris acerado que acababa de engullirnos tenía un aspecto sumamente amenazador.

—Voy a bajar —anunció Key.

—¿No deberíamos intentar atravesarla? —preguntó Vartan.

—Es poco probable que podamos hacerlo —respondió Key—. Pero necesito bajar en picado y examinar el entorno acuático para ver si es viable que aterricemos y despeguemos de nuevo en caso necesario. Además, ¿quién nos dice que esta niebla no alcanza los mil o mil quinientos metros? Desde luego, lo último que nos hace falta es quedarnos atrapados ahí en medio si de repente se desata un
williwaw
. Sería capaz de lanzarnos contra la ladera de un volcán.

—¿Un
williwaw
? —exclamé.

Key me dedicó una nueva mueca sombría.

—Los vientos catabáticos o
williwaws
son propios de estas islas. Son rachas de viento muy, muy fuerte, similares a un tornado, como a las que nuestro amigo de aquí aludía antes, capaces de tragarse un 747 y hacerlo desaparecer o de poner a un portaaviones del revés y luego estrellarlo contra las rocas como si fuera un trozo de chicle. Se dice que durante la Segunda Guerra Mundial perdimos más aviones y barcos en las Aleutianas por culpa de los
williwaws
que de los japoneses.

Genial.

Los golpes arremetían en esos momentos contra el fuselaje de la avioneta como un millar de canicas, y Becky descendía como si cayese rodando por una escalera muy empinada.

—¿Y si no puedes ver el agua? —preguntó Vartan, nervioso.

—El altímetro del radar es eficaz en un rango de seis metros —explicó Key—, pero lo cierto es que los globos oculares son el sistema de posicionamiento favorito para cualquier piloto de avioneta experimentado. Y esa es la principal ventaja de realizar el trayecto a bordo de
Becky
: podemos volar por debajo de la cortina aunque la visibilidad sea sólo de diez metros. Es lenta, así que es verdad que puede tardar mucho más en llevarnos a donde vamos, pero puede permanecer en el aire a una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Con los esquíes, hasta podemos hacer aterrizar a estas preciosidades en un témpano de hielo o en la ladera de un glaciar. Naturalmente, esas no suelen ser superficies móviles.

La niebla espesa y negra como el tizón de repente se abrió bajo nuestros pies y vimos la superficie del agua a menos de treinta metros de distancia, azotando la costa pedregosa y formando espuma.

—Mierda… —exclamó Key—. Bueno, puede que esta sea nuestra última oportunidad y también la mejor, así que voy a aterrizar. No quiero correr el riesgo de que acabemos hundidos en el agua. Ni siquiera con los chalecos salvavidas y el bote duraríamos demasiado: la temperatura del agua en estas latitudes es de un grado bajo cero. Ojalá pudiese ver algo ahí donde poder hacerla aterrizar…

Vartan volvía a estar inmerso en su mapa.

—¿Esta es una de las «Islas de Cuatro Montañas»? —le preguntó a Key—. Aquí dice que una de ellas mide mil ochocientos metros.

Key consultó la lectura del GPS y asintió, al tiempo que se le iluminaba la mirada.

—Chuginadak —contestó—. Y detrás de ella está el volcán Carlisle, el lugar de nacimiento del pueblo aleutiano, el lugar donde siguen todavía las cuevas de las momias.

—Entonces —dijo Vartan—, el espacio que se abre entre ambas ¿está resguardado por las montañas?

Vartan se estaba tomando todo aquello con mucha más paciencia y buen humor de lo que yo habría imaginado. A pesar de que íbamos bien equipados con chaquetas térmicas que repelían el agua, casi nos calamos hasta los huesos con las olas que nos llegaban a la altura del muslo tratando de amarrar a Becky en un lugar seguro entre las rocas. Nos secamos como pudimos con las toallas una vez de nuevo en el interior de la avioneta y nos pusimos la ropa seca que logramos sacar de las mochilas.

La tormenta —una «suave», según Key— sólo duró seis horas. Todo ese tiempo permanecimos encerrados en una cabina acompañados por el aullido del viento y olas de hasta cinco metros de altura, rodeados de una implacable lluvia de piedras, guijarros, arena y vegetación de la tundra que, entre bramidos pugnaba por abrirse paso hacia el interior del aparato. Sin embargo, aquello nos dio ocasión para reconsiderar nuestro plan: si volvíamos a una isla que acabábamos de pasar, podíamos llenar nuestros depósitos de combustible otra vez en la pista de aterrizaje de Nikolski, junto al agua. Además, al verse bajo el volcán de aquella manera, Key tuvo ocasión de admitir que si en otra ocasión nos encontrásemos en un apuro semejante, tal vez aceptase revelar nuestra tapadera y nuestra posición, al menos el tiempo suficiente para llamar a un vulcanólogo o a un experto en fauna y flora por su radio para solicitar su ayuda.

—¿Cómo no se me ocurrió pensar en este lugar? —se preguntó Key a sí misma en voz alta, justo después de despegar de Nikolski a primera hora de la mañana del sábado.

Era la única aldea de aquella zona, tal como Vartan y yo acabábamos de descubrir, en haber sobrevivido intacta tras la promulgación de la Ley de Arbitraje de las Reclamaciones de los Indígenas de Alaska para la restitución de tierras. Y Key, con rasgos más que evidentes de ser descendiente de alguna tribu, había aparecido allí justo antes del alba, bajando de los cielos en un polvo de estrellas como un ave autóctona y exótica, desaparecida hacía tiempo, que sorprende a propios y extraños habiendo sobrevivido a la extinción.

Los lugareños no sólo nos agasajaron con un opíparo desayuno y nos colmaron de regalos (anguilas rebozadas y tótems pintados a mano y labrados con nuestros animales totémicos particulares), sino que dieron a Key un mapa dibujado a mano en el que aparecían todas las ensenadas escondidas y dotadas con lugares recónditos junto al agua para poder repostar (abiertos únicamente a los tramperos, cazadores y pescadores nativos), desde allí hasta Attu, al final de la cadena de islas.

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