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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (70 page)

BOOK: El Fuego
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»"La forma de este tapiz, dice, la disposición con las ocho figuras, seis ángeles y dos ayudantes que miran fuera del cuadro hacia un punto intermedio hacia el espectador, no es griega sino mucho más antigua. Proviene de la antigua y pagana Babilonia, Egipto y la India." Y aquí hay algo más escrito en griego. A ver…

No podía apartar los ojos del enorme tapiz con sus flores silvestres flotando en segundo término, la hermosa Reina del Fuego, cubierta de infinidad de joyas… igual que el ajedrez de Montglane. ¿Cuál era la relación entre ambas? Sus dos ayudantes a cada lado parecían ángeles. La figura masculina sujetaba en la mano una especie de pergamino enrollado, mientras que la femenina de la derecha sostenía un libro con una palabra griega en la cubierta. Los regalos que la diosa Hestia entregaba a los querubines que la rodeaban parecían coronas que también contenían unas palabras inscritas dentro.

Como si me acabara de leer el pensamiento, Vartan tradujo: —Las coronas son los regalos del fuego, esas son las «bendiciones»: perfección, alegría, alabanza, abundancia, mérito y progreso. En el hogar común del
prytaneum
donde ardía su fuego sagrado era donde se celebraban los banquetes: ¡era la patraña de los cocineros! En panateneas, las famosas fiestas que se celebraban en Atenas en honor de la diosa Palas Atenea, había carreras de antorchas en las que llevaban el fuego eterno desde el hogar para rejuvenecer la ciudad. Pero, espera un momento… También está relacionada con Hermes. Como diosa del hogar, Hestia representa el interior, la fortaleza de la ciudad, la
civitas
. Hermes es el dios de los viajes, de los desconocidos, de los nómadas, del movimiento. —Me miró y añadió—: Ella es el cuadrado y él es el círculo… la materia y el espíritu.

—Y además —le recordé yo—, en el relato de Galen decía que ese mismo Hermes, llamado Tot en Egipto, era también el dios griego de la alquimia.

—Y Hestia, al ser ella misma como el propio fuego —dijo Vartan—, es el origen de todas las transformaciones que tienen lugar en ese proceso, independientemente del lugar donde ocurran. Aquí dice que todo cuanto aparece en este tapiz es simbólico, pero tu madre quería que los símbolos a los que ella se refiere signifiquen algo exclusivamente para ti.

—Tienes razón —convine—. La clave a la que señalaba mi madre tiene que estar en alguna parte de esta imagen.

Pero si se trataba de algo dirigido exclusivamente a mí, ¿por qué había dicho Rodo que creía adivinar adonde nos dirigíamos? Examiné el tapiz que tenía delante y me estrujé el cerebro tratando de pensar en todo lo que habíamos descubierto en una semana sobre todo lo relacionado con el fuego y con lo que debía de haber significado para al-Jabir, un hombre que mil doscientos años atrás había creado un juego de ajedrez que contenía la sabiduría ancestral de todos los tiempos y que, si se empleaba únicamente con fines egoístas, podía resultar peligroso para quien así lo emplease y para los demás, mientras que, en el orden del universo, podía llegar a resultar beneficioso para todos.

Hestia miraba a algún punto situado fuera del tapiz, directamente a mí. Tenía los ojos de un extraño color azul verdoso, en nada egipcios. Parecían bucear en el interior de mi alma, y era como si me estuviera formulando a mí exclusivamente una pregunta importante, en lugar de ser yo quien le preguntase a ella. Me detuve a escuchar un momento.

Entonces lo supe.

«El tablero tiene la clave.»

«Se cosecha lo que se siembra.»

Agarré a Vartan del brazo.

—Vámonos —le dije. Y nos fuimos del edificio.

—¿Qué pasa? —susurró detrás de mí mientras intentaba darme alcance a paso ligero.

Lo volví a conducir hacia abajo, hacia las verjas por las que habíamos entrado, donde antes había advertido un estrecho sendero de piedra que parecía desaparecer entre unos arbustos de boj. Di con el sendero y arrastré a Vartan entre los arbustos y detrás de mí, enfilando un largo camino que recorría el perímetro de la totalidad del recinto. Cuando me aseguré de que estábamos lejos de cualquiera que pudiera escucharnos, y a pesar de que el silencio que nos rodeaba era tan espeso que no parecía haber nadie en varios kilómetros a la redonda, me detuve y me volví hacia él.

—Vartan, lo que se supone que estamos buscando no es el dónde ni el qué. Lo que buscamos es el cómo.

—¿El cómo? —inquirió con expresión de desconcierto.

—¿Te ha recordado algo ese tapiz de Hestia? —le pregunté—. Me refiero al orden y la distribución de lo que aparece en él.

Vartan estudió la pequeña imagen del folleto.

—Hestia está rodeada por ocho figuras —dijo, y volvió a mirarme.

—Me refiero al tablero —le dije—. No era el dibujo del tablero que hizo la abadesa ni el tablero de mi apartamento, eran los tres, pero sobre todo, este de aquí. ¿Qué pasaría si pusieras el dibujo del tablero de mi madre que llevo aquí en la mochila y lo colocaras directamente en el centro del tapiz, justo en el regazo de Hestia? —Cuando Vartan se quedó mirándome como si estuviera loca, añadí—: Creo que mi madre o bien trasladó las piezas o bien las había escondido desde el principio siguiendo el mismo patrón de ese tapiz. ¿Cuántos grupos de líneas hay en nuestro mapa? Seis. ¿Cuántos querubines, o lo que sean, hay en ese tapiz? Seis. ¿Cuántos regalos reciben los niños de manos de Hestia? Seis.

—Seis-seis-seis —dijo Vartan—. El número de la Bestia.

La otra parte del mensaje cifrado original de mi madre.

—El primer regalo que Hestia da en el tapiz y que tú tradujiste del griego era la «perfección» —proseguí—. Y la primera pieza de ajedrez en la que mi madre puso un asterisco y una flecha que señalaba aquí era la Reina Negra, representada por la mismísima Hestia en el centro del tablero. ¿Qué mejor lugar que este para esconder la pieza más preciosa de todas para ese orden superior del universo, el lugar de nacimiento de Naciones Unidas, la unión perfecta de naciones, por así decirlo?

—Entonces tiene que haber otra pista en este parque para ayudarnos a encontrar a la verdadera Reina —observó Vartan.

—Exacto —dije, y mi voz sonó más convencida de lo que estaba en realidad sobre la posibilidad de llegar a encontrar lo que estábamos buscando. Pero ¿dónde si no podía estar?

Detrás de la mansión, una empinada escalera de piedra descendía por la parte de atrás de la colina. El paisaje de aquel parque de seis hectáreas era hermoso y misterioso, como un jardín secreto. Cada vez que salíamos de un arco, de una pared de arbustos altos o cada vez que doblábamos una esquina, alguna sorpresa acudía a nuestro encuentro: a veces una fuente de abundante y esplendorosa agua fresca, mientras que otras se abría ante nosotros la asombrosa estampa de un huerto, una viña o un estanque. Al final pasamos por una arcada de muros emparrados flanqueada por higueras centenarias que se erigían retorciéndose hasta los nueve metros de altura. Cuando cruzamos el último arco de dicha arcada, supe que había encontrado lo que estaba buscando.

Ante nuestros ojos se extendía un inmenso estanque de aguas revueltas y pedregosas que semejaba un ancho arroyo borboteante, pero tan poco profundo que se podía cruzar casi sin mojarse los pies. El fondo estaba formado por miles de piedras lisas y redondas engastadas en el suelo de cemento formando un dibujo ondulante. Al otro lado había unas enormes fuentes de caballos metálicos y galopantes que parecían surgir de entre los mares sacudiéndose sus aguas de filigrana, cuyas gotas salían despedidas hacia lo alto del cielo.

Vartan y yo caminamos hasta el otro lado del riachuelo y observamos el inmenso paisaje hacia las fuentes. Desde aquel ángulo, los dibujos ondulantes de las piedras bajo el agua poco profunda confluían, como una ilusión óptica, para formar una imagen que debía de ser exactamente lo que estábamos buscando: una enorme gavilla de trigo que parecía mecerse al son de una brisa oculta justo debajo de la superficie rizada del agua.

Vartan y yo nos quedamos inmóviles un momento, sin hablar, y luego él me tocó el brazo y me hizo señas para que mirase justo debajo de donde estábamos. Allí, a nuestros pies, grabada en la roca del borde del estanque, se leía la siguiente inscripción:

Severis quod metes

SE COSECHA LO QUE SE SIEMBRA

La parte superior de la gavilla de trigo señalaba hacia los caballos marinos y cubiertos de espuma del otro lado de la charca: en dirección norte, la misma dirección de la brújula que señalaba lejos de Piscataway y Mount Vernon… exactamente hacia el punto más alto de Washington.

—El cómo… —repitió Vartan, tomándome de la mano y mirándome a los ojos—. Quieres decir que lo que estamos buscando no es sólo la Reina ni el lugar donde está. El secreto es cómo sembramos y cosechamos. A lo mejor el cómo fueron plantados y cómo los cosechamos ahora, ¿no es así?

Asentí.

—Entonces creo que sé hacia dónde nos está señalando tu madre con esa gavilla de trigo… y adónde vamos —dijo Vartan. Sacó su plano más detallado de Washington, y señaló en él—. Se llega bajando por aquí, por un camino que corre paralelo a este parque y por debajo de él, muy empinado… Dumbarton Oaks Park, parece una selva inmensa. —Levantó la vista y me miró con una sonrisa—. Parece un camino muy, muy largo, además, que se llama Lover's Lane, «el sendero de los amantes»… diseñado sin duda para nuestro proyecto alquímico. Así que si no encontramos nada cuando lleguemos ahí abajo, a lo mejor podemos reanudar nuestras anteriores actividades agrícolas de anoche…

Sin comentarios, por el momento, pensé, aunque lo cierto es que los cerezos en flor del huerto por el que pasábamos en ese preciso instante estaban impregnando el aire con su intenso y sensual aroma, un olor que traté de pasar por alto.

Salimos por las verjas hacia la izquierda y enfilamos Lover's Lane. Unos árboles oscuros sofocaban allí el cielo, y el tupido manto de hojas otoñales aún cubría el sendero terroso. Sin embargo, en el prado que se abría al otro lado de la pared de piedra, vislumbramos entre los árboles junquillos, campanillas de invierno y estrellas de Belén que ya asomaban sus cabecitas entre la fresca hierba vernal.

Al pie de la colina, donde un arroyo de aguas revueltas corría

paralelo a la carretera, nuestro camino se dividía en tres direcciones.

—Uno sube al Observatorio Naval, el punto más alto de Washington —dijo Vartan, examinando su plano de la ciudad—. El de abajo desemboca en alguna especie de río… aquí lo tengo, Rock Creek, ¿uno de los puntos más bajos, quizá?

Rock Creek era el tercer río, junto con el Potomac y el Anacostia, que dividía la ciudad de Washington en una Y pitagórica, tal como habíamos descubierto gracias a los amigos de Key, los piscataway, y los diarios de Galen.

—Si es el equilibro lo que estamos buscando —dije—, supongo que tiene que ser el camino de en medio.

Al cabo de una media hora, fuimos a parar a un peñasco desde el que se divisaba todo: el arroyo de aguas revueltas de abajo y la roca donde se hallaba el observatorio y la casa del vicepresidente. A lo lejos, un enorme puente de arcos de piedra se alzaba por encima del río bajo la luz de la tarde, como un acueducto romano abandonado en medio de la nada. Habíamos llegado al final de nuestro camino.

Allí mismo, donde estábamos, unos árboles centenarios crecían de las lomas aún más antiguas que nos observaban desde lo alto. Las retorcidas raíces de los árboles clavaban sus garras en el suelo de roca. Todo cuanto nos rodeaba estaba sumido en una densa penumbra salvo por un haz de luz crepuscular que asomaba por un saliente en la roca que teníamos a nuestra espalda, y vertía un pequeño charco de luz solar en el suelo del bosque. En aquel lugar, inmóviles, escuchando el borboteo distante del agua a nuestros pies y el gorjeo de los pájaros en unos árboles que empezaban a teñirse de verde primaveral, parecía que la
civitas
se hallaba a miles de kilómetros.

Entonces me di cuenta de que Vartan estaba mirándome. De improviso, y sin pronunciar una sola palabra, me estrechó entre sus brazos y me besó. Sentí que la misma tórrida corriente de energía incandescente volvía a recorrer mi cuerpo, como antes. Me apartó de sí y dijo:

—Lo he hecho para recordarnos a los dos que el propósito de nuestra misión tiene que ver con la alquimia y los seres humanos, no sólo con salvar a la civilización.

—Ahora mismo —dije—, me gustaría que la civilización se las arreglase ella sola durante una o dos horas para poder ocuparme de otra cosa que también me quita el sueño…

Vartan me alborotó el pelo.

—Pero el lugar tiene que ser éste, sólo éste —añadí—. Podemos ver todo lo de arriba y todo lo de abajo. Estamos al final del camino.

Miré a nuestro alrededor en busca de más pistas, pero no vi ninguna.

A continuación desplacé la mirada lentamente por la loma que se alzaba a nuestras espaldas. En realidad no era una loma, sino más bien un muro de contención hecho con unas rocas enormes y antiquísimas. El sol del ocaso estaba a punto de esconderse en el vértice de la uve de la pared de roca, y entonces la poca luz de que disponíamos se extinguiría por completo.

En ese momento, se me ocurrió algo.

—Vartan —dije rápidamente—, el libro que escribió al-Jabir,
El libro de la balanza
… Los secretos insondables que entraña, las claves del camino ancestral… Se supone que todo eso está escondido en el juego de ajedrez, ¿verdad? Igual que el mensaje de mi madre está escondido en ese tapiz…

—Sí —contestó Vartan.

—En el tapiz —continué—, el libro que el ángel sostiene en la mano, igual que los «regalos» que Hestia estaba entregando… En ese libro también había inscrita una palabra, ¿verdad?


Phos
—respondió Vartan—. Significa «luz».

Ambos dirigimos la mirada hacia la escarpada pared de piedra tallada, hacia el lugar donde se estaba poniendo el sol.

—¿Has hecho escalada en roca alguna vez? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Bueno, pues yo sí —le dije—. Así que supongo que este mensaje estaba dirigido única y exclusivamente a mí.

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