El Fuego (71 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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Al cabo de menos de una hora, estábamos sentados a una mesa en la sala principal del Sutaldea, solos Vartan y yo, junto a la pared de ventanales con vistas al sol de poniente, que derramaba su luz dorada sobre el puente y el río. Me había roto tres uñas y me estaba curando una rodilla magullada, pero por lo demás, no lucía tan mal aspecto para haber escalado la pared vertical de una colina.

A nuestro lado, en una tercera silla, estaba mi mochila, la misma que le había pasado a Vartan desde el escondite allí arriba. Aún contenía la lista con las coordenadas en el mapa de las piezas enterradas, pero ahora también incluía el tubo cilíndrico con el dibujo del tablero de ajedrez hecho por la abadesa que nos habíamos parado a recoger en mi oficina de correos en el camino de vuelta desde la colina.

Entre nosotros, en la mesa, había un decantador de Châteauneuf du Pape con dos copas de vino, y junto a ellas la pesada figura de unos quince centímetros de altura, repleta de incrustaciones de joyas salvo por una esmeralda: la Reina Negra.

Y algo más que también habíamos encontrado allí en lo alto de la roca, sellado en el interior de un contenedor impermeable. Vartan se acercó para que pudiéramos examinarlo los dos juntos. Era un libro escrito en latín, a todas luces una copia del original, con interesantes ilustraciones, aunque según dijo Vartan, estas también podían haber sido añadidas en fechas posteriores. Al parecer, era una traducción medieval de un libro más antiguo escrito en árabe.

El libro de la balanza
.

La inscripción de su dueño en la solapa interior rezaba simplemente «Charlot».

—«No te dejes asaltar por ninguna duda —me estaba traduciendo Vartan—. Se introduce el fuego y se aplica en el grado necesario, sin permitir no obstante que esa cosa sea consumida por el fuego, lo que causaría su deterioro. De esta forma, el cuerpo sometido a la acción del fuego alcanza el equilibrio y llega al estado deseado.»

Vartan se volvió hacia mí.

—Al-Jabir sí habla de cómo fabricar el elixir —dijo—, pero parece poner siempre el énfasis en el equilibrio, en colocar en una balanza los cuatro elementos, tierra, aire, agua y fuego, el equilibrio dentro de nosotros mismos y también el equilibrio entre nosotros y el mundo natural. No entiendo por qué esta idea es peligrosa. —Acto seguido, añadió—: ¿Crees que tu madre te dejó este libro porque quiere que no sólo encuentres las piezas sino que también resuelvas este problema?

—Estoy segura de que así es —contesté, sirviendo vino en las copas—. Pero ¿cómo puedo pensar en algo tan lejano? Hace una semana mi madre y yo estábamos muy distanciadas, y yo creía que mi padre estaba muerto. Creía que tú eras mi peor enemigo y que yo era una ayudante de cocina con una existencia predecible y reglamentada que nunca podría volver al ajedrez aunque su vida dependiera de ello. Y ahora resulta que mi vida podría depender de ello. Pero no puedo predecir nada ni siquiera con diez minutos de antelación. Todo lo que creía saber se ha puesto del revés. Ya no sé lo que pensar.

—Yo sí sé en qué pensar… —dijo Vartan con una sonrisa—. Y tú también. —Cerrando el libro, me tomó las dos manos y apretó los labios contra mi pelo, muy suavemente. Cuando se apartó, dijo—: ¿Cómo ibas a poder enfrentarte a tu futuro algún día sin haber resuelto tu pasado? ¿Acaso fue culpa tuya que esas «determinaciones» resultaran ser que todas las cosas que siempre habías creído que eran ciertas en realidad eran sólo ilusiones?

—Pero después de todo lo que ha pasado —dije—, ¿qué puedo creer ahora?

—Tal como Rodo nos dijo anoche —repuso Vartan—, parece ser que cuando de esa sabiduría ancestral se trata, no basta con creer. Hay que desentrañar la verdad. Creo que ese es el mensaje de este libro que te dejó tu madre, el mensaje que al-Jabir escondió en el juego de ajedrez hace mil doscientos años.

—Pero ¿cuál es exactamente ese mensaje? —exclamé, con gran frustración—. Pongamos que hemos reunido todas las piezas y las juntamos. ¿Qué sabremos entonces que no sepa nadie más ahora?

—¿Y por qué no juntamos algunas de las partes que ya tenemos ahora mismo e intentamos averiguarlo? —propuso Vartan, pasándome la mochila.

Saqué el tubo cilíndrico que me había enviado a mí misma, con la ilustración del tablero de ajedrez de la abadesa, y se lo di a Vartan para que lo abriera. A continuación rebusqué en el fondo de la mochila para extraer el dibujo plastificado de mi madre, con su lista de coordenadas en el mapa, que había metido ahí justo antes de marcharnos de mi apartamento, y entonces la punta de mi dedo tropezó con algo frío y metálico que había en el fondo de la bolsa.

Me quedé paralizada.

Temía saber exactamente lo que era. Antes incluso de sacar aquel objeto, el corazón ya me latía desbocado.

Era una pulsera riviére.

Con una raqueta de esmeraldas.

Me quedé allí inmóvil, con la pulsera colgando de la punta del dedo. Vartan alzó la mirada y la vio. Se quedó mirándola un momento, luego me miró a mí y yo asentí. Me dieron ganas de morirme. «¿Cómo ha llegado esto hasta aquí? ¿Cuánto tiempo lleva en esa mochila?»

Me di cuenta en ese momento de que aquella era la misma mochila que me había dejado olvidada, cinco días antes, junto con mi parka de plumón, en la suite de mi tío en el Four Seasons Pero ¿cómo había ido a parar aquella inocente bolsa al perchero de mi apartamento, con la pulsera «pinchada» de Sage Livingston escondida en el fondo?

¿Y cuánto tiempo había estado esa maldita pulsera pululando a nuestro alrededor?

—Vaya, vaya, vaya… —dijo la voz afectada de Sage desde la puerta, al otro lado de la sala—. Aquí estamos los tres, juntos otra vez. Veo que habéis encontrado mi pulsera. Y yo preguntándome dónde me la habría dejado sin querer…

Entró en la sala y cerró la puerta tras ella; a continuación, se acercó a través del bosque de mesas y extendió la mano para que le diera su joya. Yo la dejé resbalar desde la punta del dedo hasta el fondo de mi copa de Cháteauneuf du Pape.

—Eso no ha tenido ninguna gracia —dijo Sage, mirando su pulsera a través de la opacidad del fondo de mi copa de vino.

¿Cuánto tiempo llevaba espiándonos, escuchando todas nuestras palabras? ¿Cuánto sabía? No me quedaba más remedio que suponer lo peor. Aunque no supiese que mi padre estaba vivo, como mínimo conocería el contenido, y el valor, de todo cuanto había expuesto encima de aquella mesa.

Me levanté para plantarle cara de frente, y Vartan hizo lo propio.

Pero luego bajé la mirada: Sage llevaba en la mano un pequeño revólver con la culata de nácar.

Oh, Dios mío… Y yo que creía que Key era la única adicta a las emociones fuertes, pensé.

—No vas a dispararnos —le dije a Sage.

—No, a menos que insistáis —repuso ella. Su cara era la viva imagen de la condescendencia. Luego quitó el seguro del revólver y añadió—: Pero si oyen un disparo aquí dentro, puede que mis colegas que están esperando ahí fuera no tengan los mismos reparos.

Mierda. El factor matones. Tenía que pensar en algo, pero lo único que se me ocurría pensar era qué demonios estaba haciendo Sage allí.

—Creía que tú y los tuyos os habíais ido a hacer un largo viajecito —dije.

—Se fueron sin mí —contestó, y luego añadió—: Ahora ellos no son necesarios. Para eso es para lo que fui elegida. Esta contingencia siempre había estado prevista, desde el principio, prácticamente desde el día en que nací. —Mientras sujetaba tranquilamente el arma con una mano, se escudriñaba las uñas de la otra como si hubiesen pasado demasiados minutos desde la manicura del día anterior. Yo estaba esperando a que siguiese dándonos explicaciones cuando nos miró a Vartan y a mí y añadió—: Por lo visto, ninguno de los dos tenéis la más remota idea de quién soy yo.

Esas palabras de nuevo.

Solo que esta vez, de repente, yo sí lo sabía.

Muy despacio, el horror fue impregnándome el cerebro como una mancha de vino espeso o de sangre, formando un velo justo detrás de mis ojos, empañando la visión de la sala que me rodeaba, de Vartan, de Sage de pie con esa arma en la mano, lista para llamar en cualquier momento a su comitiva de seguridad del exterior.

Aunque no necesitaba la ayuda de los matones para derrotarme a mí. Ya me había quedado ciega otras veces. Ni tampoco necesitaba un arma en la cara para poner todo aquello en perspectiva.

¿Acaso no había presentido ya, durante aquella asamblea en la suite de mi tío, que había alguien más entre bastidores orquestando maniobras secretas? ¿Por qué no había sido capaz de ver, ni siquiera entonces, que no eran Rosemary ni Basil, que siempre había sido Sage, ella y sólo ella, todo el tiempo?

«Prácticamente desde el día en que nací», había dicho ella.

Cuánta razón tenía…

¿Acaso no había sido Sage, ya cuando éramos sólo unas niñas, la que había intentando, no hacerse amiga mía, como yo había imaginado entonces, sino más bien atraerme hasta su esfera de control, a su círculo de influencia, de afluencia y de poder?

Una vez más, era Sage quien había desalojado rápidamente su sede social en Denver y trasladado sus operaciones de la alta sociedad a Washington, casi en el mismo momento en que yo misma había llegado allí. Y aunque yo no la había visto la mayor parte de esos años, ¿cómo podía estar segura de que ella no me hubiera estado observando a mí? Era Sage también quien, de algún modo, se había inmiscuido en la operación de compraventa del Sky Ranch, a pesar del hecho de que, siendo realistas, su papel como agente inmobiliario no era demasiado verosímil, que digamos.

¿Por qué más se había hecho pasar?

En el fondo, pensándolo bien, nadie parecía reparar demasiado en Sage, pues sólo destacaba por su aspecto, por su estilo superficial. Siempre estaba cómodamente instalada en una nube de actividades sociales, camuflada por su entorno. Pero yo acababa de darme cuenta de pronto de que, como una araña en su red de intrigas, en realidad Sage siempre había estado en el medio de todo, en todas partes, y con todo el mundo. De hecho, no era sólo el aparato de escucha que me había colocado en la mochila lo que le proporcionaba acceso a los pensamientos y a los movimientos de todo el mundo, sino que había presenciado todas las conversaciones privadas.

En la fiesta privada de mi madre en Cuatro Esquinas.

En el Brown Palace de Denver, con Lily y Vartan.

En el Four Seasons de Washington, con Nim, Rodo y Galen.

De repente me acordé del comentario que Sage había hecho allí, sobre mis relaciones con mi madre: «Aunque parece que estábamos equivocados…».

Y en ese momento me di cuenta de que, con aquella actitud mundana y superficial, Sage conseguía alejar la atención del verdadero papel que desempeñaba en toda aquella historia, y supe también cuál era exactamente el papel que le había sido designado desde el día en que nació.

—Tú eres la «
Sage Living-stone
» —dije.

Sage sonrió fríamente, arqueando una ceja en señal de admiración por mi agudeza mental.

Vartan me miró de soslayo, y volviéndome hacia él, me expliqué:

—Me refiero a la «
Sabia Piedra Viviente
», la traducción literal de su nombre de pila, Sage, «sabia», y su apellido, formado por
Living
, que significa, «viva», y
stone
, que significa «piedra». En el relato de Charlot, este la llamó la «Piedra Filosofal», el residuo de polvo que produce el elixir de la vida. Cuando Sage ha dicho que había sido elegida desde su nacimiento, era eso lo que quería decir: que la educaron desde el día en que nació para suceder a su madre como Reina Blanca. Sus padres creyeron que habían recuperado el control del equipo blanco y del juego después de matar a mi padre y de hacerse con la pieza de ajedrez, pero otro cogió las riendas sin ellos saberlo. Tampoco sabían nada sobre Galen March y Tatiana… ni sobre el cambio de bando de tu padrastro. Nunca entendieron el verdadero propósito para el que había sido diseñado el ajedrez de Montglane.

Sage dejó escapar un gruñido muy poco femenino que hizo que me sobresaltara. Advertí que el arma, que sujetaba mucho más firmemente, apuntaba ahora a una parte de mi cuerpo que me habría gustado que siguiera latiendo.

—El verdadero propósito del ajedrez es el poder, ni más ni menos, y nunca ha sido ninguna otra cosa. Es completamente ingenuo creer lo contrario, a pesar de lo que esos idiotas a los que habéis estado prestando oídos hayan intentado que creáis. Puede que yo no sea una estrella del ajedrez como vosotros dos, pero sé de lo que hablo. Al fin y al cabo, es algo que he mamado desde pequeña, durante toda mi vida, el poder en estado puro, poder de verdad, poder mundial incluso, un poder que ninguno de los dos podéis concebir siquiera, y todavía no me he destetado…

Etcétera.

A medida que Sage seguía perorando sobre si había nacido para chupar el poder como si de una bomba de succión se tratara, yo me iba asustando cada vez más, y hasta percibía la tensión de Vartan desde donde estaba. También él debía de tener tan claro como yo que aquí «doña Piedra Filosofal» había perdido el poco juicio que debía de haber tenido en algún momento, pero ninguno de los dos parecía saber muy bien cómo abalanzarse sobre ella para reducirla desde los diez pasos de distancia que nos separaban, ni siquiera cómo interrumpir su perorata.

Y más evidente aún era el hecho de que, para las personas adictas al poder, la proximidad, por relativa que fuese, a aquel maldito juego de ajedrez era como ofrecerles una píldora megalomaníaca, pues Sage parecía haber ingerido un frasco entero justo antes de entrar en el restaurante aquel día.

Además, vi que sólo era cuestión de tiempo el que aquí nuestra amiga Sage pudiese dejar de preocuparse por si apretar el gatillo le iba a estropear o no la manicura recién hecha. Supe que teníamos que salir de allí, y rápido, y llevarnos las coordenadas con nosotros.

Sí, pero ¿cómo?

Miré a Vartan. Seguía con la mirada clavada en Sage, como si estuviese pensando exactamente lo mismo que yo. La gigantesca pieza de la reina seguía expuesta entre nosotros sobre la mesa, pero aunque la utilizásemos como arma, no podíamos arrojársela más rápido de lo que una bala tardaría en alcanzarnos a nosotros. Y aunque lográsemos reducir a Sage, teníamos pocas posibilidades de escapar de los esbirros profesionales apostados en la puerta sólo con la ayuda de aquella pistola de culata de nácar. Tenía que pensar en algo. No estaba segura de poder interrumpir la charla sobre «lactancia» que Sage nos estaba dando el tiempo suficiente para razonar con ella, pero valía la pena intentarlo.

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