El Fuego (72 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

BOOK: El Fuego
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—Escucha, Sage —dije—, aun suponiendo que seas capaz de reunir todas esas piezas de ajedrez, ¿qué harás con ellas? Tú no eres la única que las busca, ¿sabes? ¿Adónde irías? ¿Dónde te esconderías?

Sage adoptó una expresión confusa un momento, como si nunca hubiese llegado tan lejos con el pensamiento al diseñar su castillo en el aire. Estaba a punto de insistir un poco más en el asunto cuando el teléfono que había en el atril del
maître
junto a la puerta principal empezó a sonar. Sage siguió apuntándome con la pistola mientras retrocedía unos pasos entre las mesas para obtener una perspectiva más amplia.

Entonces percibí ese otro sonido, un ruido suave, un ruido familiar que pasaba cerca de nosotros y que tardé un momento en reconocer: el silbido de las ruedas de unos patines sobre las baldosas de piedra.

Parecía desplazarse furtivamente a nuestras espaldas en dirección a la puerta principal, oculto tras la larga y alta estantería de separación que recorría la longitud de la sala y que exhibía la colección de jarras de cerámica para sidra de Rodo. Pero pese al persistente timbre del teléfono, ¿cuánto tardaría Leda en pasar lo bastante cerca de Sage para que esta también oyera el ruido de sus patines?

Por el rabillo del ojo vi cómo Vartan empezaba a avanzar hacia delante muy despacio. Sage le apuntó a él con el arma y lo obligó a detenerse.

Y justo entonces, tal como diría Key, se armó la de Dios es Cristo: un montón de jarras de cerámica estaban a punto de quedar hechas cisco.

Todo pasó en cuestión de segundos.

Una vasija con cuatro litros de
sagardo
salió disparada a través de un hueco, estalló en el suelo de piedra a los pies de Sage y lo salpicó todo de sidra. Tratando instintivamente de proteger sus zapatos de seiscientos dólares, Sage dio un saltito hacia atrás, pero cuando Vartan hizo amago de abalanzarse sobre ella, volvió a disuadirlo apuntándole con el arma. En ese preciso instante, otra jarra salió volando despedida desde lo alto de la estantería directamente a la cabeza de Sage, pero esta rápidamente se agachó detrás de una mesa que había cerca mientras la jarra se estrellaba contra el suelo, a su lado.

La avalancha de jarras de sidra siguió sucediéndose: las vasijas de
sagardo
salían volando desde los huecos de la estantería mientras Sage, agachada detrás de la mesa y apuntando con el brazo como un tirador experto, les disparaba en el aire como si fueran pichones de barro. También disparó unas cuantas veces a la estantería, tratando de liquidar a su desconocido adversario.

Al oír el primer disparo, Vartan me había arrastrado detrás de nuestra mesa y la había volcado, tirando al suelo de piedra todo su contenido: el libro, los valiosos documentos, la pieza de ajedrez y el
Cháteauneuf du Pape
. Permanecimos agachados debajo de nuestro parapeto mientras el estruendo de los disparos y de las vasijas rotas se sumaba al del timbre del teléfono, que no dejaba de sonar al fondo de la sala.

Vartan puso voz a mis pensamientos:

—No sé quién es nuestro héroe de ahí detrás de esa estantería, pero no va a poder retener a Sage mucho más tiempo. Tenemos que encontrar el modo de llegar hasta ella.

Me asomé por detrás del mantel. Todo apestaba a puré de manzana fermentada.

Desde su relativamente protegida posición, controlando el centro del tablero, Sage había conseguido volver a cargar el revólver en menos tiempo que el tirador más rápido del Oeste. Recé por que se quedara sin balas antes de que Leda se quedara sin sidra, pero aunque así fuese, lo cierto es que no tenía demasiadas esperanzas, porque en cuanto los matones que tenía apostados allí fuera oyesen todo aquel jaleo, entrarían sin dudarlo.

De pronto, el teléfono dejó de sonar y un silencio ensordecedor inundó la sala. No hubo más estrépito de barro rompiéndose ni ruido de disparos.

Dios santo… ¿había acabado todo?

Vartan y yo nos asomamos por encima del borde de la mesa en el preciso instante en que la puerta del restaurante se abría de golpe. Sage, de pie y colocándose de perfil ante nosotros, se había dado media vuelta con una sonrisita petulante para saludar a sus amigotes, pero en vez de ellos, lo que irrumpió por la puerta fue un enjambre de pantalones blancos, fajines rojos y boinas negras encabezado por Rodo, con la coleta ondeando, teléfono en mano y seguido de Erramon.

Perpleja, Sage entrecerró los ojos y les apuntó con el arma desde el otro extremo de la sala. Pero de la esquina de la estantería de la sidra, interponiéndose entre Sage y su objetivo, hizo su entrada lo que parecía ser una enorme sopera de cobre sobre ruedas, de casi un metro de ancho y enarbolada a modo de escudo. Avanzaba a toda velocidad por las mesas en dirección a Sage. Leda lanzó el recipiente hacia arriba en el mismo momento en que Sage disparaba hacia ella con el arma. La sopera cayó en picado sobre Sage y la derribó como si fuera un bolo… pero vi que Leda también había caído el suelo. ¿La habría acertado aquel disparo?

Mientras Vartan y los demás corrían a recoger el arma y a inmovilizar a Sage, me levanté tambaleante para asegurarme de que Leda estaba bien, pero Erramon se me adelantó. Ayudó rápidamente a mi amiga a ponerse de pie y señaló la botella de sidra con un agujero que había en la estantería del fondo y que había recibido el impacto de la bala destinada a ella. Mientras Vartan se hacía con el arma, un par de brigadistas vascos levantaron a Sage del suelo, se quitaron los fajines de la cintura y le ataron con ellos los pies y las manos. A continuación, mientras ella se debatía con furiosa indignación, farfullando todavía sin cesar, la sacaron a rastras por la puerta.

Rodo sonrió aliviado al comprobar que los tres estábamos bien. Recogí la pulsera de diamantes de entre el estropicio de cristales rotos y charcos de vino en el suelo y se la di a Erramon, quien negó con la cabeza y la arrojó a través de la ventana al canal.

—Cuando el Cisne se dirigía hacia aquí, al trabajo —me explicó Rodo—, se fijó en unas personas a las que creyó reconocer debajo de la pérgola de glicina de Key Park. Era la hija de los Livingston, la que había venido el otro día para que yo ayudara a encontrarte, cuando te reuniste con tu tío, y también reconoció a los hombres de seguridad de la mañana de antes de la
boum
privada en Sutaldea. Al Cisne le pareció sospechoso verlos a todos aquí hoy, justo al lado de tu casa, así que cuando llegó al restaurante nos telefoneó a Erramon y a mí. A nosotros también nos pareció sospechoso. Para cuando llegasteis vosotros dos, ella ya estaba abajo preparando la brasa para esta noche y nosotros ya nos habíamos puesto en camino. Pero volvió a llamarme al móvil después de oír entrar a otra persona, subir de puntillas la escalera y ver que os encontrabais en verdadero peligro. Nos dijo que tu amiga os estaba amenazando con un arma y que esos hombres estaban apostados fuera. Así que urdimos un plan: en cuanto hubiésemos desarmado a los hombres de fuera, yo llamaría al teléfono del restaurante. Esa sería la señal para que el Cisne distrajese un poco la atención dentro: su misión consistía en distraer a Sage Livingston para que no os disparase antes de que entrásemos nosotros.

—Pues el Cisne la ha tenido la mar de distraída —convine, abrazando a Leda en señal de agradecimiento—. Y también ha sido muy oportuna, porque Sage se estaba poniendo un poco nerviosa con el gatillo, y yo tenía miedo de que pudiese apretarlo sin querer. Pero ¿cómo habéis logrado desarmar a esos tipos de ahí fuera?

—Los han destrozado un par de movimientos de la
ezpatadantza
que, sin duda, no se esperaban —dijo Erramon—. E. B. no ha fallado ni una sola vez con sus patadas en el aire. Hemos entregado a esos hombres a las autoridades del Departamento del Interior del gobierno de Estados Unidos, que los ha detenido por llevar armas ilegales dentro del Distrito de Columbia y por hacerse pasar por agentes de los Servicios Secretos.

—Pero ¿y Sage Livingston? —le preguntó Vartan a Rodo—. Salta a la vista que está loca. Y que, además, tiene un objetivo completamente opuesto al que defendías tú anoche mismo ante nosotros. ¿Qué será de alguien como ella, que ha sido educada para destruir todo cuanto se interpusiese en su camino?

—Yo recomiendo —intervino Leda— una estancia muy, muy larga en algún retiro espiritual para lesbianas feministas en un lugar muy, muy remoto de los Pirineos. ¿Crees que es posible?

—Estoy seguro de que podríamos organizarlo —contestó Rodo—. Pero hay una persona que conocemos que estará encantada de hacerse cargo del caso de Sage. Bueno, a decir verdad, hay más de una persona, por otras razones distintas.
Quod severis metes
. Creo que si lo pensáis bien, sabréis a quiénes me refiero. Por el momento, tú ya conoces la combinación de mi caja fuerte —dijo, dirigiéndose a mí—. Cuando hayáis terminado con esos materiales, no los dejéis ahí tirados por el suelo, como habéis hecho otras veces. —Nos guiñó un ojo.

Una vez dicho eso, Rodo salió por la puerta, dando instrucciones a diestro y siniestro en euskera.

Erramon estaba de rodillas, comprobando el estado de cada una de las magulladuras que Leda se había hecho en las piernas al caer al suelo. Luego se puso de pie, la rodeó con el brazo y la acompañó a la bodega para «ayudarla con esos leños que pesan tanto», según dijo. Yo pensé que ahí también podía haber alguna esperanza para algo un poco más alquímico.

Vartan y yo volvimos a ocupar nuestros sitios junto al ventanal, donde en ese momento el sol del ocaso lamía las cimas de los edificios de la otra orilla del río, y empezamos a guardar nuestro valioso y peligroso botín, lleno de manchas de vino además.

—¿La combinación de su caja fuerte? —dijo.

Yo sabía que Rodo no tenía ninguna caja fuerte, pero sí tenía un apartado de correos un poco más arriba en la misma calle, igual que yo. El número era el 431. En realidad nos estaba diciendo que la ruta más segura era volver a sacar todo aquello de allí utilizando el correo, como había hecho yo antes, y preocuparse por lo demás más tarde.

Estaba a punto de meter
El libro de la balanza
en su funda cuando Vartan me puso la mano en el brazo. Mirándome con aquellos ojos violeta oscuro, dijo:

—Hace un rato he creído de verdad que Sage podía llegar a matarte.

—No creo que quisiese matarme —le contesté—. Pero estaba completamente enloquecida por haber perdido, en un solo día, toda su riqueza, sus contactos, su acceso al poder… todo aquello que siempre ha creído que quería.

—¿Lo que ha creído que quería, dices? —exclamó Vartan—. Pues a mí me parecía que estaba muy segura de quererlo.

Negué con la cabeza, porque pensaba que al fin había logrado entender el mensaje. Vartan añadió:

—Pero ¿quiénes son esas personas que se «harán cargo del caso» de una persona como ella, tal como ha dicho Boujaron?

Sage fue educada para creerse una especie de diosa. ¿Quién puede imaginarse a alguien que quiera tener tratos con semejante persona?

—Yo no necesito imaginármelo —le dije—. Ya lo sé. Son mi madre y mi tía Lily quienes la ayudarán.

Vartan me miró con extrañeza desde el otro lado de la mesa.

—Pero ¿por qué? —inquirió.

Ya fuese en defensa propia o en defensa de Lily, lo cierto es que mi madre sí mató al padre de Rosemary. Y Rosemary estaba segura de haber matado a mi padre: ojo por ojo, diente por diente. Parece ser que, desde niña, la propia Sage fue criada para ser una especie de bala trazadora, un misil termodirigido en busca de un lugar donde hacer explosión. O incluso implosión. Ha estado a punto de hacerlo aquí mismo, en esta sala.

Eso podría explicar el deseo de tu madre de ayudar a Sage, como una especie de expiación, pero ¿qué me dices de Lily Rad? Ella ni siquiera estaba al corriente de la relación de los Livingston con tu madre.

—Pero Lily sí sabía que su propio padre era el Rey Negro y su madre la Reina Blanca —señalé—. Sabía qué clase de catástrofe había asolado su propia vida por culpa de eso. Sabe lo que se siente siendo un peón dentro de tu propia familia.

De aquello era de lo que me había salvado mi madre.

Del juego.

Y en ese momento supe exactamente qué era lo que debía hacer.

—Este libro,
El libro de la balanza
—le dije a Vartan—, y el secreto que al-Jabir escondió en el juego de ajedrez han estado esperando más de mil doscientos años a que llegase alguien y los liberase de su encierro en el interior de la botella. Creo que nosotros somos ese alguien. Y creo que ha llegado el momento.

No pusimos de pie junto a la pared de ventanales que daban al canal, teñido de la hermosa llama rosa flamenco del ocaso, y Vartan me rodeó con los brazos por detrás. Abrí el libro manchado de vino que seguía aún en mi mano. Vartan miraba por encima de mi hombro mientras yo iba pasando páginas hasta llegar a la pequeña ilustración de una matriz de tres cuadrados de lado con un número dibujado en cada uno de ellos. Las cifras me resultaban familiares.

—¿Qué dice aquí, justo debajo? —le pregunté a Vartan.

—«El Cuadrado Mágico más antiguo del mundo —tradujo Vartan—, que aparece representado aquí, ya existía hace miles de años en la India, y en Babilonia bajo los oráculos caldeos.» —Vartan hizo una pausa para añadir—: Parece ser una especie de comentarista medieval el que habla, no al-Jabir. —Siguió leyendo—: «En China, este cuadrado se utilizó para diseñar las ocho provincias del territorio, con el emperador viviendo en el centro.

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