—Y esos antiguos misterios de los tuaregs, los relacionados con el mal de boca y el velo, ¿están relacionados con tu joven hijo? —preguntó Charlot.
—¿Todavía no lo ves? —le preguntó Shahin, y aunque la expresión de su rostro parecía impertérrita, Charlot percibió lo que su compañero estaba pensando: «¿A pesar de lo cerca que debemos de estar ya de él?».
Charlot negó con la cabeza y a continuación se restregó la cara con las manos y se pasó los dedos por su mata de pelo pelirrojo, en un intento de estimular su aturdido cerebro. Levantó la mirada hacia el rostro de Shahin, labrado como una pieza de bronce antiguo. Los ojos dorados de este lo miraban de hito en hito junto a la luz del fuego, aguardando una respuesta.
Forzando una leve sonrisa, Charlot dijo:
—Háblame de él. Tal vez eso nos ayude a encontrarlo, como darle el olor a agua a un camello sediento en el desierto. Tu hijo se llama Kauri; es un nombre poco corriente.
—Mi hijo nació en los acantilados de Bandiagara —dijo Shahin—en territorio dogón. Kauri en dogón es el nombre de un molusco marino que abunda en el océano Indico, cuya concha blanca y brillante nosotros los africanos hemos usado como moneda durante miles de años. Sin embargo, para los dogón, esa pequeña concha, el Kauri, también entraña un importante significado y poder: está relacionado con el sentido oculto del universo, que para los dogón simboliza el origen tanto de los números como de las palabras. Fue mi esposa quien escogió ese nombre para nuestro hijo.
Cuando vio que los ojos azul oscuro de Charlot lo miraban con asombro, Shahin añadió:
—Mi esposa, la madre de Kauri, era muy joven cuando nos casamos, pero ya tenía grandes poderes entre su gente. Se llamaba Bazu, que en la lengua dogón significa «el fuego femenino», porque ella era una de las maestras del fuego.
¡Era una herrera!
Charlot sintió una profunda conmoción al comprender el significado de aquella revelación. La de herrero, tanto en las tierras del desierto como en cualquier otra parte, era una profesión condenada al ostracismo, a pesar de que era cierto que contaban con enormes poderes. Los llamaban maestros del fuego, pues creaban armas, herramientas y útiles diversos. Eran muy temidos, porque poseían habilidades secretas y hablaban un lenguaje también secreto que sólo conocían ellos, y dominaban tanto las técnicas ocultas de los iniciados como los poderes diabólicos atribuidos a los espíritus ancestrales.
—¿Y esa era tu esposa? ¿La madre de Kauri? —exclamó Charlot, sin salir de su asombro—. Pero ¿cómo llegaste a conocerla y a casarte con una mujer así? —«¡Y sin que yo lo haya sabido hasta este momento!» De pronto Charlot se sintió muy débil, extenuado por aquellas revelaciones.
Shahin se quedó en silencio un instante, los ojos dorados ensombrecidos por una oscura nube.
—Todo había sido vaticinado —dijo al fin—, tal y como sucedió; tanto mi matrimonio y el nacimiento de nuestro hijo como la temprana muerte de Bazu.
—¿Vaticinado? —repitió Charlot, aunque la sensación de terror volvió a atenazarlo con fuerza.
—Lo vaticinaste tú, al-Kalim —dijo Shahin.
«Yo lo vaticiné, pero no me acuerdo.»
Charlot lo miró fijamente. Tenía la boca seca por el miedo.
—Por eso hace tres meses, cuando te encontré en el Tassili, sufrí la conmoción de la pérdida —explicó Shahin—. Hace quince años, cuando no eras más que un muchacho de la edad de Kauri, a punto de dar el paso a la vida adulta, viste con tu don lo que te acabo de contar. Dijiste que yo tendría un hijo a quien habría que mantener escondido, porque sería el descendiente de primer maestro del fuego. Su formación correría a cargo de quienes poseen una sabiduría inmensa acerca de los misterios ancestrales, los misterios que yacen en el corazón del juego de ajedrez que conocemos como el ajedrez de Montglane, un secreto que se cree tiene el poder de crear o destruir civilizaciones enteras.
Cuando al-Jabir al-Hayan, conocido en Occidente como Geber, diseñó ese juego de ajedrez hace mil años, lo llamó el ajedrez del
tarikat
: la vía sufí, la Vía Secreta.
—¿Y quién enseñó a tu hijo esos misterios? —quiso saber Charlot.
—A la edad de tres años, cuando murió la madre de Kauri, éste se crió bajo la tutela y protección del gran
pir
sufí bektasí Baba Shemimi. He descubierto que cuando los turcos atacaron Janina en enero, el baba solicitó a mi hijo ayuda para rescatar una importante pieza de ajedrez que obraba en poder de Alí Bajá. Cuando la ciudad cayó en manos de los turcos, Kauri se dirigió hacia la costa en compañía de una persona desconocida. Es lo último que hemos sabido de él.
—Debes contarme todo lo que sepas acerca de la historia de ese ajedrez —le pidió Charlot—. Cuéntamelo ahora, antes de que bajemos la montaña al amanecer para ir en busca de tu hijo.
Charlot permaneció sentado con la mirada fija en el fuego, observando la brasa fundida mientras trataba de abrirse paso hacia el interior de sí mismo. Y Shahin dio comienzo a su relato.
EL RELATO DEL HOMBRE AZUL
En el año 773 del calendario occidental, al-Jabir al-Hayan llevaba trabajando con ahínco ocho años. Con la ayuda de centenares de artesanos expertos, estaba creando el ajedrez del
tarikat
para el primer califa de la nueva ciudad de Bagdad, al-Mansur. Nadie sabía de los misterios que el ajedrez entrañaba salvo el propio Jabir, misterios que estaban basados en su magno tratado sufí
El libro de la balanza
, dedicado a su desaparecido shaij Yaafar al-Sadik, el verdadero padre del islam shií.
Jabir creía estar a punto de finalizar su obra maestra, pero en el verano de ese mismo año, el califa al-Mansur se vio sorprendido con la llegada de una importante delegación india procedente de las montañas de Cachemira, representación que a todas luces había sido enviada para la apertura de vías comerciales con la recién establecida dinastía abasí en Bagdad. En realidad, aquellos hombres se hallaban en una misión especial cuyo propósito nadie habría podido adivinar jamás: habían traído consigo un secreto de sabiduría ancestral, disimulado bajo la forma de dos regalos de la ciencia moderna. En su condición de científico, al-Jabir fue invitado a la presentación de dichos tesoros, y esa experiencia cambiaría su vida para siempre.
El primer obsequio consistía en una serie de tablas astronómicas indias que registraban los movimientos de los cuerpos celestes a lo largo de los diez mil años anteriores, movimientos planetarios que quedaban registrados de forma harto minuciosa en la tradición de las más antiguas sagas indias, como los Vedas. El segundo obsequio supuso un desconcierto absoluto para todos los presentes salvo para el alquimista oficial de la corte, al-Jabir al-Hayan.
Se trataba de unos «números nuevos», nuevos para Occidente. Entre otras innovaciones, aquellos números poseían un valor posicional, es decir, en lugar de dos líneas o dos piedrecillas que representaban el número «dos» si se colocaban la una junto a la otra, representaban uno más diez u «once».
Más ingenioso aún era un guarismo que ahora llamamos cifra (del árabe
sifr
, que significa «vacío») y al que los europeos llaman “cero”. Estas dos innovaciones numéricas, a las que hoy en día denominamos numerales arábigos, revolucionarían la ciencia islámica. Aunque no llegarían a Europa a través del norte de África hasta al cabo de otras cinco centurias, ya existían en la India desde hacía más de mil años.
Jabir no cabía en sí de gozo y entusiasmo: comprendió al instante la relación entre aquellas tablas astronómicas y los nuevos números, en la medida en que suponían cálculos muy complejos y de gran envergadura. Y también comprendió la relación de ambos con respecto a otro antiguo invento indio que ya había sido adoptado por el islam: el juego del ajedrez.
Al-Jabir tardó dos años más, pero al final logró incluir aquellos secretos matemáticos y astronómicos cachemires en el interior del ajedrez del
tarikat
. A partir de entonces, el ajedrez no sólo contendría la sabiduría alquímica sufí y la Vía Secreta sino también las
awail
(«al principio» o las ciencias preislámicas), los conocimientos ancestrales sobre lo que estaba basado todo desde el principio de los tiempos. Aquel ajedrez serviría de guía, o al menos Jabir así lo esperaba, para todos aquellos que en el futuro deseasen seguir la Vía.
En octubre del año 775, apenas meses después de que Jabir presentase el ajedrez ante la corte de Bagdad, el califa al-Mansur murió. Su sucesor, el califa al-Mahdi, recurrió a la poderosa familia de los Barmakid para que fuesen sus visires, primeros ministros de su reino. En su origen una familia de sacerdotes zoroastras adoradores del fuego procedentes de Balj, los Barmakid no se habían convertido al islam hasta tiempos muy recientes. Jabir los convenció para que hiciesen revivir las
awail
, las ciencias antiguas, trayendo a expertos de la India para que tradujesen los primeros textos sánscritos al árabe.
En el punto culminante de este breve resurgir de las ciencias ancestrales, Jabir dedicó sus
Ciento doce libros
a los Barmakid, pero los
ulama
o sabios religiosos y los principales consejos de Bagdad protestaron. Querían regresar a los principios fundamentales quemando dichos libros y destruyendo el juego de ajedrez que, por su representación de formas humanas y animales, les parecía rayano en la idolatría.
Los Barmakid, sin embargo, reconocieron la importancia del ajedrez y de todos los símbolos de este. Lo consideraban una
imago mundi
, una imagen del mundo, una representación del modo en que la multiplicidad se genera cósmicamente a partir de la unidad: a partir del Uno.
Ya el diseño del propio tablero era una réplica de las primeras estructuras que habían sido dedicadas al misterio de la transformación del espíritu y la materia, el cielo y la tierra. Entre ellas se hallaba el diseño de los altares de fuego iraníes y védicos, e incluso de la estructura de la mismísima Kaaba, que existía incluso antes que la aparición del islam, al haber sido construida por Ibrahim y su primer hijo, Ismail.
Ante el temor de que una fuente de sapiencia tan poderosa pudiera ser destruida por motivos políticos o terrenales, la familia Barmakid dispuso con al-Jabir el traslado del ajedrez a un lugar seguro: a Barcelona, una ciudad situada junto al mar y cercana a los Pirineos. Una vez allí, esperaban que el gobernador musulmán Ibn al-Arabi, sufí beréber él mismo, pudiese brindarle protección. Tomaron la decisión en el momento más oportuno, pues poco después los Barmakid fueron apartados del poder, junto con al-Jabir, quien también cayó en desgracia.
Fue Ibn al-Arabi de Barcelona quien envió el juego de ajedrez a través de las montañas, apenas tres años después de recibirlo, a la corte de Carlomagno.
Y fue así como el mayor instrumento capaz de encerrar en su interior todo el saber atávico de Oriente fue a parar a las manos del primer gran rey de Occidente, de cuyo control en realidad nadie ha logrado arrebatarlo jamás en los últimos mil años.
Shahin hizo una pausa y examinó el rostro de Charlot bajo la mortecina luz del fuego, que había quedado reducido a unos rescoldos rojizos. A pesar de que Charlot estaba sentado con la espalda erguida y las piernas cruzadas, permanecía con los ojos cerrados. Ya casi reinaba una oscuridad absoluta en el interior de la cueva, y hasta los caballos se habían dormido. Fuera, justo a la entrada de la cueva, la luna llena derramaba una palidez de color azul argentino sobre la nieve.
Charlot abrió los ojos y miró a su mentor con una expresión de máxima atención, actitud que no resultó desconocida para Shahin, pues había precedido muchas veces a una de las proféticas visiones del joven. Lo miraba como si tratara por todos los medios de vislumbrar algo semioculto tras un velo.
—El saber sagrado y el poder terrenal siempre han estado en conflicto, ¿no es así? —exclamó Charlot, como tratando de aventurar alguna conjetura—. Pero es el fuego precisamente lo que me resulta más inquietante. Jabir fue el padre de la alquimia islámica, y el fuego es uno de los ingredientes básicos en ese proceso. Y si sus propios protectores en Bagdad, los Barmakid, eran descendientes de los sacerdotes zoroastras o
magi
, sin duda sus ancestros tuvieron que haber mantenido los altares de fuego encendidos con la llama eterna. La palabra que existe en casi todas las lenguas, la que designa todos los oficios relacionados con ello: el herrero, el chamán, el cocinero, el carnicero, así como el sacerdote que dirige el sacrificio y quema la ofrenda en el altar, todos los procesos en el sacrificio y el fuego que en la antigüedad eran uno sólo… Esa palabra es
mageiros
: el mago, el gran maestro, el magno maestro de todos los misterios.
»Esos altares de fuego, al igual que los números indios, las tablas astronómicas, las ciencias
awail
de las que has hablado, igual que el propio juego del ajedrez… todo ello se originó en el norte de la India, en Cachemira, pero ¿qué es lo que los relaciona a todos entre sí?
—Espero que tu don pueda responder a esa pregunta —repuso Shahin.
Charlot miró con el semblante serio al hombre al que consideraba como su único padre.
—Tal vez haya perdido ese don —dijo al fin, la primera vez que de veras admitía esa idea, incluso dentro de los confines de su propio cerebro.
Shahin negó con la cabeza despacio.