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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (17 page)

BOOK: El Fuego
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—¿No es una salida propia más bien de Fausto? —dijo Lily—. Además, ¿qué tiene eso que ver con el ajedrez de Montglane o el juego en sí?

—No tiene nada que ver —dije—. No tiene ninguna relación con una partida de ajedrez… De eso se trata, ¿no lo ves?

—Tiene que ver con la fórmula —señaló Key con una sonrisa. Aquella, a fin de cuentas, era su especialidad—. Claro, la fórmula con la que nos acabas de decir que la monja Mireille trabajó en Grenoble, junto a Jean-Baptiste-Joseph Fourier. El mismo Fourier que fue también autor de la
Teoría analítica del calor
.

Al ver que nuestros dos brillantísimos grandes maestros se quedaban allí sentados como dos zoquetes, supuse que era el momento de aclararlo.

—Mi madre no nos ha invitado a todos y luego nos ha dado plantón porque estuviera intentando realizar una defensa inteligente en una partida de ajedrez —dije—. Como ha dicho Lily, ella ya ha movido pieza invitándonos aquí y dejando ese trozo de tela justo donde esperaba que Lily fuera a encontrarlo.

Me detuve y miré a Key a los ojos. Cuánta razón tenía… Era hora de poner la carne en el asador, todas esas pistas que había dejado mi madre de pronto parecían encajar.

—Mi madre nos ha invitado a venir —proseguí— porque quiere que reunamos las piezas y solucionemos la fórmula del ajedrez de Montglane.

—¿Descubristeis cuál era esa fórmula? —dijo Key, repitiendo la pregunta de Vartan.

—Sí, en cierta forma, aunque yo nunca llegué a creerlo —dijo Lily—. Los padres de Alexandra y su tío parecían creer posible que fuera verdad. Podéis juzgarlo vosotros mismos por lo que ya os he explicado. Minnie Renselaas sostenía que era cierto. Decía que ella abandonaba el juego a causa de esa fórmula creada hacía doscientos años. Afirmaba que ella misma era la monja Mireille de Rémy… que había resuelto la fórmula del elixir de la vida.

EL CALDERO

Hexagrama 50: el caldero

El caldero significa fabricar y utilizar símbolos como el fuego utiliza la madera. Ofrecer algo a los espíritus mediante su cocción […]. Ello intensifica la percepción del oído y del ojo y hace ver cosas invisibles.

STEPHEN KARCHER,

Total I Ching

E
scondí el dibujo del tablero de ajedrez dentro del piano y cerré la tapa hasta que pudiéramos decidir qué hacer con él. Mis compañeros estaban descargando el equipaje del coche de Key, y Lily había sacado un poco a Zsa-Zsa a la nieve. Yo me quedé dentro para terminar de hacer la cena. Y para pensar.

Había recogido las cenizas y había puesto más leña bajo el tronco gigantesco. Mientras daba vueltas al
boeuf bourguignonne
, el caldo iba hirviendo en la olla de cobre que colgaba de su gancho sobre el fuego. Añadí un chorrito de borgoña y más caldo para aclarar el guiso.

Las ideas también me bullían bastante, pero en lugar de aclarar nada en mi caldero mental, el hervor únicamente parecía haberlas cuajado en una masa informe en el fondo de la olla. Después de escuchar el relato de Lily y su desenlace, sabía que tenía demasiados ingredientes mezclando sabores, y cada nueva idea no hacía más que encender nuevas preguntas.

Por ejemplo, si de verdad existía una fórmula tan poderosa como ese elixir de longevidad que una monja había logrado resolver hacía casi doscientos años, ¿por qué no había vuelto a hacerlo nadie desde entonces? ¿Y en concreto mis padres? Aunque Lily había puntualizado que ella nunca creyó toda esa historia, había dicho que los demás sí. Pero tanto mi tío Slava como mis padres eran científicos de profesión. Si su equipo había reunido tantas piezas del enigma, ¿por qué habrían de esconderlas en lugar de intentar resolverlo ellos mismos?

Sin embargo, por lo que nos había contado Lily, parecía que nadie sabía dónde estaban enterradas las piezas del ajedrez de Montglane ni quién las había ocultado. En calidad de Reina Negra, mi madre era la única que sabía a quién de los cuatro había asignado cada uno de los trebejos para que los escondiera. Y a mi padre, por su prodigiosa memoria ajedrecística, fue al único a quien le permitió conocer el escondite de todas ellas. Ahora que mi padre estaba muerto y que mi madre había desaparecido, esa pista se había enfriado. Era muy probable que las piezas nunca fueran encontradas otra vez.

Lo cual me llevaba a la siguiente pregunta: si de verdad mi madre había querido que resolviéramos la fórmula ahora, treinta años después, si me estaba pasando a mí la antorcha, tal como sugerían todos los indicios, ¿por qué, entonces, había escondido todas las piezas de manera que nadie pudiera encontrarlas? ¿Por qué no había incluido alguna clase de mapa?

Un mapa.

Por otra parte, a lo mejor mi madre sí había dejado un mapa, pensé, conformado por el dibujo de ese tablero y los demás mensajes que yo ya había recibido. Toqué la pieza de ajedrez que seguía guardada en mi bolsillo: la reina negra. Demasiadas pistas señalaban a esa figura. Sobre todo la historia de Lily. Esa figura tenía que enlazarlo todo de alguna forma. Pero ¿cómo? Sabía que tenía que preguntarle a Lily otra cosa fundamental…

Oí fuertes pasos y voces en el vestíbulo. Colgué el cucharón en un gancho que pendía de lo alto y fui a ayudar con las bolsas.

Inmediatamente deseé no haberlo hecho.

Lily había recogido a Zsa-Zsa de la nieve, pero no podía volver a entrar. Key no había exagerado al explicarme por teléfono la avalancha de equipaje de diseño que traía mi tía: había bolsas de viaje apiladas por todas parte, bloqueando incluso la puerta interior. ¿Cómo habían logrado meter todo aquello en un simple Aston Martin?

—¿Cómo has traído todo esto desde Londres? ¿En el
Queen Mary
? —le preguntaba Key a Lily.

—Algunas no van a caber por la escalera de caracol —advertí—. Pero no podemos dejarlas aquí.

Vartan y Key accedieron a acarrear escaleras arriba sólo las que Lily había designado como las más indispensables. El excedente de maletas lo retirarían adonde yo les indiqué: debajo de la mesa de billar, donde nadie tropezaría con ellas.

En cuanto salieron del vestíbulo con la primera carga, trepé por la montaña de bolsas, tiré de Lily y de Zsa-Zsa para hacerlas entrar y cerré las puertas exteriores.

—Tía Lily —dije—, nos has dicho que nadie más que mi padre conocía el paradero de las piezas, pero ya sabemos bastantes cosas. Tú sabes qué piezas enterraste o escondiste tú misma, y el tío Slava también sabe dónde están las suyas. Si pudieras recordar qué piezas le faltaban a vuestro equipo al final, sólo tendríamos que resolver las dos partes del enigma correspondientes a mis padres.

—A mí sólo me dio dos piezas para que las escondiera —admitió Lily—. Eso deja veinticuatro para los demás, pero sólo tu madre sabe si les entregó ocho a cada uno. En cuanto a las seis piezas que faltaban, después de todos estos años no estoy segura de que mi memoria siga intacta, pero creo recordar que nos faltaban cuatro blancas: dos peones de plata, un caballo y el rey blanco. Y las dos negras eran un peón de oro y un alfil.

Me quedé inmóvil; no sabía si lo había oído bien.

—Entonces… ¿las piezas que consiguió recuperar mi madre y que todos vosotros enterrasteis o escondisteis eran todas salvo esas seis? —pregunté.

Si la historia de Vartan era cierta, había una pieza que debería haber faltado de ese alijo enterrado hacía treinta años. Él la había visto, junto con mi padre, en Zagorsk. ¿No era así?

Vartan y Key bajaban otra vez la escalera de caracol que había al final de la sala. Estaba impaciente… Tenía que saberlo ya.

—¿Vuestro equipo contaba con la Reina Negra? —pregunté.

—Oh, sí, era la pieza más importante de todas, según el diario de Mireille —dijo Lily—. La abadesa de Montglane en persona la llevó a Rusia, junto con el tablero que había dividido en varios trozos. La Reina Negra estuvo en poder de Catalina la Grande, y tras la muerte de la emperatriz quedó en manos de su hijo Pablo. Finalmente pasó a Mireille a través del nieto de Catalina, el zar Alejandro de Rusia. Cat y yo la encontramos donde Minnie la había escondido, en la cueva del Tassili.

—¿Estás segura? —le pregunté con una voz que iba perdiendo tanta fuerza como yo control sobre la situación.

—¿Cómo iba a olvidarlo, con todos los murciélagos que había en esa cueva? —dijo Lily—. Puede que mi memoria no sea perfecta en lo tocante a las piezas que faltaban, pero a la Reina Negra la tuve en mis propias manos. Era tan importante que estoy convencida de que tu madre debió de enterrar esa pieza personalmente.

Las sienes volvían a palpitarme y sentí otra vez esa agitación en el estómago, pero Key y Vartan acababan de llegar con otro cargamento de maletas.

—Parece que hubieras visto a un fantasma —soltó Key, mirándome de forma extraña.

Y que lo dijera. Pero uno de verdad: el fantasma de mi padre muerto en Zagorsk. Mis sospechas volvían a ir a toda marcha. ¿Cómo podían ser ciertas las dos versiones sobre la Reina Negra, la de Vartan y la de Lily? ¿Formaba eso parte del mensaje de mi madre? De una cosa no había duda: la reina negra de mi bolsillo no era la única que tenía «la negra» encima.

Mientras le daba vueltas a eso, mis oídos se vieron asaltados por el clamor ensordecedor de la sirena de bomberos que empezó a sonar justo encima de la puerta principal. Vartan alzó la mirada aterrorizado. Algún visitante, impertérrito ante la posibilidad de que el oso de fuera le arrancara el brazo de un mordisco, había metido la mano en sus fauces y había hecho sonar el excepcional carrillón de nuestra puerta de entrada.

Zsa-Zsa empezó a soltar unos ladridos histéricos nada más oír el escandaloso timbre. Lily entró con ella en la casa.

Aparté unas cuantas bolsas a un lado y me puse de puntillas para mirar por los ojos de cristal del águila. Allí, en nuestro umbral, había una apiñada reunión de personajes enterrados en pieles y parkas con capucha. Aunque no les veía la cara, su identidad no sería un misterio por mucho más tiempo: al otro lado de la explanada nevada vislumbré un BMW aparcado junto a mi coche y se me cayó el alma a los pies. Llevaba unas matrículas personalizadas que decían: «Sagesse».

Vartan, desde atrás, me susurró al oído:

—¿Es alguien conocido?

Como si alguien a quien no conociéramos fuera a tomarse la molestia de hacer la excursión hasta allí.

—Alguien a quien me gustaría olvidar que conozco —dije en voz baja—. Pero sí parece ser alguien a quien han invitado.

Sage Livingston no era una chica que pudiera aceptar con elegancia que se le enfriaran los talones en el umbral de nadie, sobre todo si había llegado con séquito. Me apresuré a abrir las puertas con un suspiro de resignación. Aún me aguardaba otra sorpresa desagradable.

—Oh, no… el Club Botánico. —Key me quitó las palabras de la boca.

Se refería a los Livingston, todos los cuales tenían nombres botánicos (Basil, Rosemary y Sage)
{1}
, una familia sobre la que Key solía bromear: «Si hubieran tenido más hijos, los hubieran llamado Perejil y Tomillo».

Sin embargo, cuando yo era pequeña no me habían parecido ningún chiste, y ahora eran un enigma más de la lista de invitados de mi madre.

—¡Querida! ¡La verdad es que hacía una eternidad! —exclamó Rosemary, deshaciéndose en amabilidad mientras se abría paso en nuestro atiborrado vestíbulo antes que los demás.

Luciendo unas gafas oscuras y envuelta en su extravagante capa de lince con capucha, la madre de Sage parecía aún más joven de como yo la recordaba. Me rodeó brevemente con su nube de pieles de animales en peligro de extinción y me lanzó un besito al aire en cada mejilla.

La seguía mi vieja archinémesis, su perfecta e impecable hija de melena rubio ceniza, Sage. El padre de Sage, Basil, a causa de la evidente estrechez del escobero que teníamos por recibidor, aguardaba rezagado justo delante de la puerta con otro hombre que sin duda era nuestro «nuevo vecino», un tipo recio y curtido por el sol, cazadora con piel de borrego, botas camperas y sombrero Stetson hecho a mano. Al lado del altivo Basil con sus patillas plateadas, y de la alta costura de las mujeres Livingston, nuestro recién llegado parecía estar más bien fuera de lugar en aquel baile.

—¿No se supone que tenemos que entrar? —exigió Sage a modo de alegre saludo, aunque era la primera vez que nos cruzábamos desde hacía años.

Miró más allá de su madre, hacia las puertas interiores, donde estaba Key, y levantó una ceja perfectamente depilada como si se asombrara de encontrarla allí. Entre Nokomis y Sage, por diversas razones, no se había derrochado demasiado amor a lo largo de los años.

Nadie parecía querer desprenderse de sus mojados atavíos ni presentarme a nuestro invitado, que seguía en el exterior. Vartan abrió el muro de abrigos y pieles colgados, pasó por encima de varias maletas y se dirigió a Rosemary con un encanto que yo no sabía que poseyeran los jugadores de ajedrez.

—Por favor, permítame que la ayude a quitarse el chal —ofreció con esa suave voz que yo siempre había considerado siniestra.

Al oírlo en aquella situación, me di cuenta de que podía interpretarse de una forma ligeramente diferente en un
boudoir
.

La propia Sage, coleccionista desde hacía tiempo no sólo de ropa, sino también de hombres de diseño, le dirigió a Vartan una elocuente mirada que podría haber hecho caer de rodillas hasta a un elefante macho. Él no pareció darse cuenta, sino que se ofreció a ayudarla también a ella con el abrigo. Los presenté y después me abrí paso entre ese trío íntimo para salir a saludar a los dos hombres. Le di la mano a Basil.

—Pensaba que Rosemary y usted estaban fuera de la ciudad y no iban a poder venir —comenté.

—Cambiamos de planes —repuso Basil con una sonrisa—. Por nada del mundo nos habríamos perdido la primera fiesta de cumpleaños de tu madre.

¿Y cómo sabía él que era la primera?

—Lo siento muchísimo, parece que hemos llegado antes de lo que esperabais —se excusó el acompañante de Basil mientras contemplaba la entrada, bloqueada por abrigos y equipaje.

Tenía una voz cálida y áspera, y era mucho más joven que el señor Livingston, de unos treinta y tantos, quizá. Se quitó los guantes de piel, los sujetó bajo el brazo y apresó mi mano entre las suyas. Tenía las palmas firmes y callosas de quien ha trabajado duro.

—Soy vuestro nuevo vecino, Galen March —se presentó—. El hombre a quien tu madre convenció para que comprara Sky Ranch. Y tú debes de ser Alexandra. Estoy encantado de que Cat me invitara para poder conocerte. Me ha hablado muchísimo de ti.

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