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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (18 page)

BOOK: El Fuego
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Pues de ti no ha dicho nada de nada, pensé.

Le di las gracias sucintamente y regresé adentro a ayudar a abrir una senda para los recién llegados.

Aquello no hacía más que ponerse cada vez más extraño. Conocía bien Sky Ranch. Lo suficiente para preguntarme por qué se le ocurriría a nadie comprarlo, ni en sueños. Era la última y la única parcela privada de la región. Con más de ocho mil hectáreas etiquetadas a un precio de al menos quince millones de dólares, se extendía por varios picos montañosos entre las reservas, el bosque nacional y las tierras de nuestra familia. Pero era todo roca escabrosa muy por encima del límite forestal, sin agua y con un aire tan enrarecido que no se podía criar allí ganado ni cosechar nada. Esa tierra había estado baldía durante tantos decenios que los lugareños lo llamaban el Rancho Fantasma. Los únicos compradores que podrían permitírselo en la actualidad serían quienes pudieran rentabilizarlo de otras formas: como estación de esquí o para explotar los derechos mineros. A esa clase de gente mi madre jamás la invitaría al vecindario, y menos aún a su fiesta de cumpleaños.

La historia del señor Galen March merecía indagaciones, pero en otro momento. Ya que no podía posponer para siempre lo inevitable, invité a Basil y a Galen a entrar. Me abrí camino a codazos por el vestíbulo con los hombres tras de mí, pasé junto a Vartan Azov y las adorables damas Livingston, agarré unas cuantas maletas más para que Key las escondiera bajo la mesa de billar y volví adentro a remover el estofado.

Nada más poner un pie en la sala tuve que hacer frente a Lily.

—¿De qué conoces a esta gente? ¿Por qué están aquí? —siseó.

—Estaban invitados —dije, desconcertada por su expresión adusta—. Son nuestros vecinos, los Livingston. Pensaba que sólo vendría su hija, Sage… Ya has oído el mensaje. Eran especímenes con pretensiones de alta sociedad de la costa Este, pero hace años que viven aquí. Redlands, el rancho de aquí cerca, en la meseta del Colorado, es suyo.

—Poseen mucho más que eso —me informó Lily a media voz.

Sin embargo, Basil Livingston acababa de llegar a nuestro lado. Estaba a punto de presentarlo cuando el hombre me sorprendió inclinándose sobre la mano de Lily. Cuando se enderezó, su distinguido rostro parecía haber adoptado una máscara rígida.

—Hola, Basil —dijo Lily—. ¿Qué te trae a ti por aquí, tan lejos de Londres? Como ves, Vartan y yo tuvimos que marchar de una forma bastante atropellada. Ah, y dime, ¿pudisteis continuar con el torneo de ajedrez después de la espantosa muerte de tu socio, Taras Petrosián?

UNA POSICIÓN CERRADA

Una posición con extensas cadenas de peones entrelazadas y poco espacio de maniobra para las piezas. La mayoría de las piezas seguirán en el tablero y gran parte de ellas estarán tras los peones, creando una disposición apretada y con pocas oportunidades de intercambios.

EDWARD R. BRACE,

An Illustrated Dictionary of Chess

E
l sol se pone temprano en las montañas. Para cuando habíamos trasladado a los invitados y el equipaje dentro, un resplandor plateado era lo único que se filtraba aún por las claraboyas, haciendo que las tallas de animales que había en lo alto adoptaran siniestras siluetas.

Galen March pareció quedar prendado de Key nada más conocerla. Se ofreció a ayudarla y la seguía a todas partes echándole una mano mientras ella iba encendiendo las lámparas del octógono, cubría la mesa de billar con una sábana limpia y disponía todos los taburetes y los bancos a su alrededor.

Lily explicó la ausencia de mi madre a los recién llegados afirmando que teníamos una crisis familiar; que, técnicamente, era lo que era. Les mintió y les dijo que Cat había llamado por teléfono para disculparse y desearnos que lo pasáramos bien en su ausencia.

Como no teníamos suficientes copas de vino, Vartan sirvió unas tazas de té con el vodka que había en la bandeja del aparador y algunas tacitas de café con un tinto fuerte. Unos cuantos sorbos parecieron distender un poco el ambiente.

Al tomar asiento alrededor de la mesa se hizo evidente que nos sobraban jugadores. Un grupo de ocho: Key, Lily y Vartan, los tres Livingston, Galen March y yo. Aunque todo el mundo parecía algo incómodo, alzamos las tazas y las copas para brindar por nuestra anfitriona ausente.

Lo único que parecíamos tener todos en común era la invitación de mi madre, pero por mi experiencia en el ajedrez yo sabía muy bien que las apariencias pueden ser engañosas.

Por ejemplo, Basil Livingston se había mostrado vago y poco convincente con Lily en cuanto al papel que había desempeñado recientemente en ese torneo de ajedrez de Londres. Dijo que no era más que un socio silencioso, un patrocinador que apenas si conocía al difunto organizador del torneo, Taras Petrosián.

Sin embargo, Basil sí parecía conocer de sobra tanto a Lily como a Vartan Azov. ¿Cómo era que los conocía? ¿Qué probabilidades había de que hubiera sido pura coincidencia que los cuatro, Rosemary incluida, estuvieran en Mayfair dos semanas antes, el mismo día en que Taras Petrosián había sido asesinado?

—¿A ti no te gusta el ajedrez? —le preguntaba Vartan a Sage Livingston, que se había sentado lo más cerca posible de él.

Sage sacudió la cabeza y estaba a punto de responder cuando me puse en pie de un salto y propuse empezar a servir la cena. El caso es que, en aquel grupo, nadie salvo Vartan y Lily sabía nada de mi vida como pequeña reina del ajedrez. Ni de por qué lo había dejado.

Fui recorriendo la improvisada mesa de la cena, sirviendo patatas hervidas, guisantes y el
boeuf bourguignonne
. Prefería esa posición estratégica: moviéndome por la mesa podía ir escuchando e interpretando las expresiones de los demás sin centrar la atención en mí.

En esas circunstancias, me pareció una absoluta necesidad. A fin de cuentas, había sido mi madre en persona quien los había invitado a todos. Aquella podía ser mi única oportunidad para observar a esas siete personas juntas. Y aunque sólo una parte de las revelaciones de Vartan fueran ciertas, alguno de ellos podía haber movido ficha en la desaparición de mi madre, la muerte de mi padre o el asesinato de Taras Petrosián.

—¿De modo que patrocinas esos torneos de ajedrez? —le preguntó Galen March a Basil, al otro lado de la mesa—. Una afición muy poco habitual. Debe de gustarte el juego.

Interesante selección de palabras, pensé mientras le servía estofado a Basil.

—La verdad es que no —repuso éste—. El torneo lo organizó ese tal Petrosián. Yo lo conocía por mi empresa de capital riesgo con base en Washington. Financiamos toda clase de operaciones económicas a lo ancho del mundo. Cuando cayó el Muro de Berlín, ayudamos a levantarse a los antiguos chicos del Telón de Acero, empresarios como Petrosián. Durante la
glásnost
, y la
perestroika
, tenía una cadena de restaurantes y clubes. Se valía del ajedrez como gancho publicitario, según creo. Cuando las tropas de Putin tomaron medidas enérgicas contra los capitalistas (los oligarcas, como los llamaban ellos), le ayudamos a trasladar sus operaciones a Occidente. Tan sencillo como eso.

Basil probó un bocado de su
bourguignonne
mientras yo pasaba al plato de Sage.

—¿De modo que quieres decir —señaló Lily con sequedad— que en realidad fueron los intereses de Petrosián en
Das Kapital
, y no en el juego, lo que le costó la vida?

—La policía ha dicho que esos rumores eran bastante infundados —contraatacó Basil, sin hacer caso de la otra insinuación de Lily—. El informe oficial ha determinado que Petrosián murió de fallo cardíaco, pero ya conocéis a la prensa británica con sus teorías conspirativas —añadió antes de dar un sorbo de vino—. Seguramente tampoco dejarán de poner jamás en duda la muerte de la princesa Diana.

A la mención del «informe oficial», Vartan me había lanzado una cautelosa mirada de soslayo. No me hizo falta conjeturar sobre lo que estaba pensando. Serví un cucharón más de guisantes en su plato y avancé hacia Lily justo cuando Galen March metía baza una vez más.

—¿Has dicho que tenéis la sede en D.C.? —le preguntó a Basil—. ¿No te queda eso un poco lejos para ir cada día a trabajar? ¿O para ir desde allí a Londres, o a Rusia?

Basil sonrió sin reprimir apenas su condescendencia.

—Hay negocios que se llevan solos. A menudo pasamos por Washington si nos queda de camino al volver del teatro o de comprar en Londres, y mi mujer, Rosemary, visita con frecuencia la capital por sus asuntos… En cuanto a mí, no obstante, prefiero quedarme aquí, en Redlands, donde puedo hacer de ranchero.

La glamurosa Rosemary Livingston miró a su marido con exasperación y después sonrió a Galen March.

—Ya sabes lo que dicen de cómo forjar una pequeña fortuna con un rancho.

Galen se quedó mirándola sin saber qué contestar. Ella añadió:

—¡Hay que empezar con una bien grande!

Todo el mundo rió por educación y volvió la atención hacia su comida y su vecino mientras yo me sentaba al lado de Key y me servía un poco de guiso, pero sabía que lo que acababa de decir Rosemary no era ninguna broma. La fortuna de Basil Livingston, por no hablar de su influencia empresarial, era legendaria en la región.

De eso yo debía de saber bastante. Basil estaba metido básicamente en el mismo campo en el que habían trabajado mis padres, al igual que Key: la energía. ¿La única diferencia? Lo que todos ellos estudiaban y protegían, Basil lo explotaba.

Las tierras de los Livingston en Redlands, por ejemplo —dieciséis mil hectáreas de la meseta del Colorado—, no eran sólo un rancho para pastorear ganado y entretener a directores generales y jefes de Estado. Redlands también se asentaba sobre la mayor reserva conocida del mundo de uranio de uso industrial.

Además, en Washington, no muy lejos de donde vivía yo, junto al río, Basil tenía un edificio abarrotado de integrantes de sus propios grupos de presión de K Street. Ellos habían conseguido que se aprobaran la clase de leyes que enfurecían a mi madre:

ventajas fiscales para quienes invertían en futuros petroleros en el Ártico y exenciones fiscales para los propietarios de esos deportivos utilitarios que tanta gasolina chupaban.

Mayor motivo para poner en tela de juicio no sólo aquella concurrencia, sino también lo oportuno de la invitación de mi madre para reunimos a todos ese día. Una invitación, recordé, que había sido enviada más o menos en el mismo momento en que tenía lugar la muerte en Londres del «socio» de Basil, Taras Petrosián. El mismo hombre que había organizado el torneo en Rusia, hacía diez años, en el que habían matado a mi padre.

Miré a los invitados de mi madre sentados a la mesa: Sage Livingston conversaba con Vartan Azov, Galen March escuchaba con atención a Key, Rosemary Livingston susurraba un aparte a su maridito y Lily Rad le daba bocados de
bourguignonne
a Zsa-Zsa, que estaba sentada en su regazo.

Si Lily tenía razón y había un gran juego en marcha, un juego peligroso, yo seguía sin distinguir los peones de las figuras. El escenario que rodeaba esa mesa se me antojó más como un mosaico de partidas a ciegas contra adversarios desconocidos, todos ellos realizando jugadas encubiertas. Sabía que era hora de empezar a limpiar la maleza para obtener una nueva perspectiva. Y de pronto se me ocurrió que sabía exactamente por dónde empezar.

Sólo había una persona, de todos los que estábamos sentados a esa mesa de ocho, a quien mi madre no había invitado ese día. La había invitado yo misma, como mi madre sin duda sabía que haría. Había sido mi mejor y única amiga desde los doce años. El juego de palabras era inevitable: sólo ella, cuyo apellido significaba
llave
, podía proporcionar la clave que faltaba en todo aquel rompecabezas

Yo tenía doce años. Mi padre había muerto.

Mi madre me había sacado del colegio de Nueva York en las vacaciones de mitad del trimestre y me había recolocado en un centro de las Montañas Rocosas de Colorado: a kilómetros de distancia de nada ni nadie que hubiera conocido.

Se me prohibió jugar al ajedrez e incluso hablar de él.

El primer día en mi nuevo colegio, una rubia simpática con cola de caballo se me acercó en el pasillo.

—Eres nueva —me dijo. Después, de un modo que dio a entender que todo dependía de mi respuesta, añadió—: En el colegio al que ibas antes… ¿eras popular?

En mis doce años de edad —ni en el colegio, ni en todos los viajes que había hecho alrededor del mundo participando en competiciones de ajedrez— jamás me habían hecho esa pregunta. No estaba segura de cómo responder.

—No lo sé —le dije a mi interrogadora—. ¿Qué quieres decir con popular?

Por un momento se quedó tan desconcertada con mi pregunta como yo con la suya.

—Popular es —dijo, al cabo— que los otros chicos quieren caerte bien. Copian lo que haces y cómo te vistes, y hacen lo que les dices porque quieren estar en tu grupo.

—¿Quieres decir en mi equipo? —dije, confundida.

Entonces me mordí la lengua. No podía hablar del ajedrez.

Sin embargo, llevaba compitiendo desde que tenía seis años. No pertenecía a ningún grupo, y el único equipo que conocía era el de mis entrenadores adultos, como mi padre o los «segundos» que me ayudaban a revisar mis partidas. Pensándolo ahora, si alguna vez me hubiera molestado en preguntárselo a otros estudiantes del colegio público del centro de Manhattan al que iba, seguramente me tenían por la empollona de la clase.

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