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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (16 page)

BOOK: El Fuego
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Lily se detuvo y, en voz baja, casi como hablando para sí, añadió: —Nunca fue el ajedrez a lo que Cat temía, sino a un juego muy diferente. Un juego que destruyó a mi familia y que tal vez matara a tu padre. El juego más peligroso que se pueda imaginar.

—Pero ¿qué juego es ese? —pregunté—. ¿Y qué clase de piezas enterrasteis?

—Un juego ancestral —dijo Lily—. Un juego que estaba basado en un extraño y valioso ajedrez mesopotámico con incrustaciones de piedras preciosas que una vez perteneció a Carlomagno. Se creía que tenía peligrosos poderes y que estaba poseído por una maldición.

Vartan, a mi lado, me había aferrado el codo con firmeza. De repente, un destello alumbró mi memoria, algo se puso en funcionamiento en los recovecos de mi mente, pero Lily aún no había terminado.

—Las piezas y el tablero permanecieron enterrados durante mil años en una fortificación de los Pirineos —prosiguió explicando—, una fortaleza que más adelante se convirtió en la abadía de Montglane. Después, durante la Revolución francesa, las monjas desenterraron el juego, que para entonces ya era llamado el ajedrez de Montglane, y lo dispersaron por seguridad. Desapareció durante casi doscientos años. Muchos intentaron encontrarlo, pues se creía que cuando todas las piezas fueran reunidas, el ajedrez desataría un poder incontrolable en el mundo, como una fuerza de la naturaleza, una fuerza que podía determinar incluso el auge y la caída de civilizaciones.

»Sin embargo —dijo—, al final, gran parte del ajedrez logró reunirse: veintiséis figuras y peones de los treinta y dos iniciales, junto con un paño bordado con joyas que había cubierto originariamente el tablero. Sólo faltaban seis piezas y el tablero en sí.

Lily se detuvo para observarnos a cada uno por turno, y sus ojos grises se posaron finalmente en mí.

—La persona que, después de doscientos años, logró al cabo cumplir la desalentadora misión de reunir el ajedrez de Montglane y derrotar al equipo contrario fue también la persona responsable de hacerlo desaparecer de nuevo, hace treinta años, cuando creímos que la partida había terminado: tu madre, Cat Velis.

—¿Mi madre? —Eso fue todo lo que pude decir.

Lily asintió.

—La desaparición de Cat hoy sólo puede querer decir una cosa. Lo sospeché nada más oír el mensaje de teléfono en el que me invitaba a venir. Ahora parece que no ha sido más que el primer paso para atraernos a todos al centro del tablero. Me temo que mis sospechas eran correctas: el juego ha empezado de nuevo.

—Pero si ese juego existió de verdad una vez, si tan peligroso era —protesté—, ¿por qué se arriesgaría a ponerlo de nuevo en marcha, como dices, invitándonos aquí?

—No tenía otra opción —dijo Lily—. Igual que en todas las partidas de ajedrez, las blancas deben de haber realizado el primer movimiento. Las negras sólo pueden contraatacar. Tal vez su jugada haya sido la repentina aparición de la tan buscada tercera parte del enigma que tu madre ha dejado aquí, para que la encontremos. Tal vez descubramos pistas diferentes sobre su estrategia y su táctica…

—¡Pero si mi madre en su vida ha jugado al ajedrez! —exclamé.

—Alexandra —dijo Lily—, hoy, el cumpleaños de Cat, el cuarto día del cuarto mes, es una fecha fundamental en la historia del juego. Tu madre es la Reina Negra.

La historia de Lily empezaba con un torneo de ajedrez al que había asistido con mi madre hacía treinta años y en el que las dos conocieron a mi padre, Alexander Solarin. Durante un descanso de ese encuentro, el contrincante de mi padre murió en misteriosas circunstancias; más adelante se demostró que había sido asesinado. Ese suceso aparentemente aislado, esa muerte en una partida de ajedrez, sería el primero de una serie de crímenes que no tardarían en arrastrar a Lily y a mi madre a la vorágine del juego.

Durante varias horas, mientras nosotros tres escuchábamos tentados en silencio, Lily narró una historia larga y compleja que aquí sólo puedo resumir.

EL RELATO DE UNA GRAN MAESTRA

Un mes después de ese torneo en el Metropolitan Club, Cat Velis abandonó Nueva York para realizar un trabajo de consultoría para su empresa que le haría pasar una buena temporada en el norte de África. Unos meses después, mi abuelo y entrenador de ajedrez, Mordecai, me envió a Argel para que me reuniera con ella.

Cat y yo no sabíamos nada de ese juego, el más peligroso de todos, en el que no tardamos en descubrir que nosotras mismas éramos meros peones. Pero Mordecai hacía mucho que jugaba, sabía que Cat había sido elegida para un fin superior y que, cuando hicieran falta maniobras de precisión, podría necesitar mi ayuda.

En la casbah de Argel, Cat y yo fuimos a encontrarnos con una misteriosa ermitaña, viuda del antiguo cónsul holandés de Argelia y amiga de mi abuelo: Minnie Renselaas. La Reina Negra. Ella nos dio un diario escrito por una monja durante la Revolución francesa, que relataba la historia del ajedrez de Montglane y el papel que esa monja, Mireille, había tenido en ella. El diario de Mireille resultó ser crucial más adelante para comprender la naturaleza del juego.

Minnie Renselaas nos convenció a Cat y a mí para que nos internásemos en lo profundo del desierto, hasta las montañas del Tassili, y recuperásemos ocho piezas que ella misma había enterrado allí. Hicimos frente a las tormentas de arena del Sahara y a la persecución de la policía secreta, además de a un cruel adversario, el Viejo de la Montaña, un árabe llamado alMarad que, como pronto descubrimos, era el Rey Blanco. Sin embargo, al final logramos encontrar las ocho piezas de Minnie escondidas en una cueva del Tassili custodiada por murciélagos y escarbamos entre sus piedras para extraerlas de allí.

Jamás olvidaré el momento en que vi por primera vez su misterioso resplandor: un rey y una reina, varios peones, un caballo y un camello, todos ellos de un oro extraño o un material argéntífero, y recubiertos de gemas sin tallar que relucían en un arco iris de colores. Irradiaban una luz sobrenatural.

Después de muchas penalidades, por fin regresamos con los trebejos. Llegamos a un puerto no muy lejos de Argel, pero allí sólo conseguimos que nos apresaran las mismas fuerzas oscuras que seguían persiguiéndonos. Al-Marad y sus matones me secuestraron, pero tu madre fue en busca de refuerzos para rescatarme y acabó aporreando a Marad en la cabeza con su pesado bolso de lona con las piezas de ajedrez. Escapamos y le llevamos el bolso con los trebejos a Minnie Renselaas a la casbah, pero nuestra aventura no había terminado, ni mucho menos.

Cat y yo, junto con Alexander Solarin, escapamos de Argelia por mar, perseguidos por una espantosa tormenta, producida por el siroco, que casi partió en dos nuestro barco. Pasamos meses en una isla mientras nos reparaban la embarcación, y allí leímos el diario de la monja Mireille, que nos permitió solucionar parte del misterio del ajedrez de Montglane. Cuando el barco estuvo listo, los tres cruzamos en Atlántico en una travesía que terminó en Nueva York.

Allí descubrimos que no habíamos dejado a todos los villanos en Argelia, como habíamos creído. Un hatajo de granujas nos estaba esperando: ¡mi madre y mi tío entre ellos! Y que otras seis piezas habían permanecido escondidas en esos «cajones atrancados» de un escritorio del apartamento de mi familia. Derrotamos al último representante del equipo blanco y apresamos esas piezas.

En casa de mi abuelo, en el Diamond District de Manhattan, nos reunimos todos: Cat Velis, Alexander Solarin, Ladislaus Nim… Jugadores de las negras todos nosotros. Sólo faltaba la propia Minnie Renselaas, la Reina Negra.

Minnie había abandonado el juego, pero había dejado tras de sí un regalo de despedida para Cat: las últimas páginas del diario de la monja Mireille, que desvelaban el secreto de ese ajedrez maravilloso. Era una fórmula que, de ser resuelta, podría hacer mucho más que crear y destruir civilizaciones. Podría transformar tanto la energía como la materia y mucho, mucho más.

De hecho, en su diario Mireille afirmaba haber trabajado para resolver la fórmula junto con el famoso físico Fourier, en Grenoble, y decía haberlo logrado en 1830, después de casi treinta años. Tenía en su poder diecisiete piezas —más de la mitad del conjunto—, además del paño bordado con símbolos que una vez cubriera el tablero. El tablero engastado de joyas había sido dividido en cuatro trozos, y Catalina la Grande lo había enterrado en Rusia, pero la abadesa de Montglane, apresada poco después en aquel país, lo había dibujado secretamente de memoria en el tejido de su hábito y con su propia sangre. Ese dibujo también había llegado a manos de Mireille.

Sin embargo, aunque Mireille sólo había logrado reunir diecisiete piezas del ajedrez de Montglane, nosotros disponíamos ya de veintiséis, incluidas las que tenía el equipo contrario y algunas más que habían permanecido muchos años enterradas, así como el paño que cubría el tablero: tal vez suficiente para resolver la fórmula, pese a sus evidentes peligros. Sólo nos faltaban seis trebejos y el tablero en sí, pero Cat creía que, escondiendo las piezas para siempre donde nadie pudiera encontrarlas, lograría poner fin al peligroso juego.

Pero por lo que se ha visto hoy aquí, creo que podemos inferir que se equivocaba. 

Cuando Lily hubo terminado su relato, parecía exhausta. Se levantó, dejó a Zsa-Zsa repantigada como un calcetín mojado sobre un montón de cojines y cruzó la sala hacia el escritorio, donde estaba extendido el trozo de tejido sucio, exhibiendo su tablero con ilustraciones. Un dibujo que, como comprendíamos ahora, había sido trazado hacía casi doscientos años con sangre abacial. Lily recorrió con los dedos el despliegue de extraños símbolos.

El aire de la sala estaba impregnado del denso aroma de la ternera y el vino que hervían a fuego lento; se oía crujir la leña de vez en cuando. Nadie dijo nada durante un buen rato.

Al final fue Vartan quien rompió el silencio.

—Dios mío —dijo en voz baja—, lo que os ha costado ese juego a todos… Es difícil imaginar que algo así haya existido, o que pueda estar sucediendo otra vez de verdad. Pero no entiendo una cosa: si lo que dices es cierto, si ese juego de ajedrez es tan peligroso, si la madre de Alexandra tiene ya tantas piezas del enigma, si la partida ha empezado otra vez y las blancas han realizado el primer movimiento, pero nadie sabe quiénes son los jugadores.. . ¿qué ganaba con invitar a tanta gente hoy aquí? Y ¿se sabe cuál es esa fórmula de la que hablaban?

Key me miró con una expresión que hacía pensar que posiblemente ella lo supiera ya.

—Creo que a lo mejor tenemos la respuesta delante de las narices —dijo, hablando por primera vez.

Todos nos volvimos para mirarla, sentada junto al piano.

—O, por lo menos, está cociendo nuestra cena —añadió con una sonrisa—. Puede que no sepa mucho de ajedrez, pero sí que sé bastante de calorías.

—¿Calorías? —dijo Lily con asombro—. ¿Como las que se comen?

—Las calorías no existen —señalé.

Creía que sabía adónde quería llegar Key con todo eso.

—Bueno, lo siento, pero tengo que disentir —dijo Lily, dándose unos golpecitos en la cintura—. Yo hice buen acopio de esas «cosas» inexistentes en mi época.

—Me temo que no lo entiendo —terció Vartan—. Estábamos hablando de un juego de ajedrez peligroso, en el que asesinan a gente. ¿Ahora charlamos de comida?

—Una caloría no es comida —dije—. Es una unidad de medida térmica. Y creo que aquí Key puede haber resuelto un problema importante. Mi madre sabe que Nokomis Key es la única amiga que tengo en el valle y que, si alguna vez tuviera un problema, ella sería la primera y la única a quien acudiría para que me ayudara a solucionarlo. A eso se dedica Key, a medir calorías. Vuela a regiones remotas y estudia las propiedades térmicas de absolutamente todo, desde geiseres hasta volcanes. Creo que Key tiene razón. Por eso mi madre ha encendido este fuego: como una pista enorme, cebada y llena de calorías.

—¿Cómo dices? —preguntó Lily. Con aspecto de estar más que agotada, se acercó a Key y la hizo a un lado—. Necesito aposentarme un momento sobre unas cuantas de mis propiedades térmicas. ¿De qué narices estáis hablando?

Vartan también parecía perdido.

—Digo que mi madre está debajo de ese leño… O, al menos, lo estaba —anuncié—. Debió de mandar colocar aquí el árbol hace meses sobre algún mecanismo desmontable que le permitiera, cuando estuviera lista, poder salir por la galería de piedra que hay bajo el suelo y encender el fuego desde allí. Me parece que ese conducto desemboca en una cueva que hay colina abajo.

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