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Authors: Katherine Neville

Tags: #GusiX, Novela, Intriga

El Fuego (54 page)

BOOK: El Fuego
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Con su estrategia dispuesta y algunos peones adelantados situados tras las líneas enemigas, todas las piezas de Catalina estaban dispuestas para un golpe maestro. O así lo creía ella.

La segunda guerra ruso-turca, que comenzó en 1787, sólo dos años antes que la Revolución francesa, tuvo un éxito aún mayor que la primera: como comandante en jefe, Potemkin reforzó el dominio ruso sobre la mayor parte del mar Negro y tomó la gran fortaleza turca de Ismail.

Catalina estaba a punto de desplegar al completo su Proyecto Griego para desmembrar el Imperio turco y conquistar Estambul, cuando Potemkin —que no sólo era el comandante en jefe de Catalina y un brillante estratega político, sino que algunos decían que se habían desposado en secreto— cayó víctima de una fiebre misteriosa al regresar de firmar el tratado. Murió como un perro junto al camino hacia Nikoláiev, en Besarabia, en la costa norte del mar Negro.

La corte de San Petersburgo se vistió de luto al conocer la noticia y Catalina quedó sola con su pena. Sus grandes aspiraciones y todos sus complejos planes parecían haber quedado suspendidos de forma indefinida, confinados a la tumba junto con la mente maestra que no sólo había ayudado a concebirlos, sino que también los había ejecutado.

Sin embargo, justo en ese momento se presentó en el Palacio de Invierno una vieja amiga de Francia, una amiga llamada Helene de Roque, abadesa de Montglane. Con ella llevaba una pieza importante del ajedrez de Montglane —el ajedrez que una vez perteneciera a Carlomagno—, tal vez la pieza más poderosa de todas: la Reina Negra.

Esto le insufló a Catalina la Grande, emperatriz de todas las Rusias, la esperanza de que tal vez todo su esfuerzo y los esperados frutos de su proyecto no se desvanecieran en la nada, después de todo.

Catalina puso el trebejo a buen recaudo mientras mantenía a su amiga la abadesa bajo estrecha vigilancia para intentar descubrir dónde podía encontrar las demás piezas del ajedrez. Pasaría más de un año antes de que el hijo de Catalina, Pablo, que la odiaba, escuchara casualmente una conversación entre la abadesa y su madre en la que descubrió que la emperatriz Catalina había planeado desheredarlo en favor de su nieto, Alejandro. Pero cuando la emperatriz se dio cuenta de que Pablo también sabía de la existencia del valioso trebejo oculto en su cámara privada del Hermitage, decidió emprender acciones inmediatas.

Sin el conocimiento de nadie, la emperatriz, que sospechaba las intenciones de su hijo Pablo, ordenó secretamente que el maestro orfebre Iakov Frolov, el mismo que le había hecho una copia perfecta de la Virgen Negra de Kazan hacía más de veinte años, creara ahora una copia igualmente indetectable de la Reina Negra.

Desesperada, Catalina hizo desaparecer subrepticiamente la auténtica pieza de ajedrez en la clandestinidad griega a través de su Compañía de Fieles Extranjeros y colocó la copia «perfecta» en su cámara del Hermitage, donde permaneció hasta su muerte, tres años después, cuando Pablo encontró y destruyó el testamento de su madre y se convirtió en zar de Rusia.

Al fin sostuvo en sus manos lo que él creía que era el objeto que su madre siempre había codiciado.

Pero una persona sabía la verdad.

Cuando Catalina la Grande murió y el nuevo zar, Pablo, encontró la Reina Negra escondida en su cámara, creyéndola la original, se la mostró a la abadesa de Montglane justo antes del funeral de Estado de su madre. Con ello intentaba obtener, mediante amenazas o por la fuerza, la cooperación de la mujer en la búsqueda de las demás piezas, pero le desveló lo suficiente de su jugada para que la abadesa se convenciera de que, al margen de lo que hiciese o dijese, acabaría encarcelada. En respuesta, la mujer alargó una mano hacia el trebejo. «Eso es mío», le dijo a Pablo.

Él se negó a entregársela, pero la abadesa pudo ver algo extraño aun desde esa distancia. Sí que parecía ser en todo la misma pesada escultura de oro recubierta de gemas sin tallar, redondeadas y cuidadosamente pulidas como huevos de codorniz. De hecho, en todos los aspectos era idéntica a la otra: representaba a una figura vestida con larga túnica y sentada en un pequeño pabellón con los cortinajes descorridos.

Sin embargo, le faltaba una cosa.

La Iglesia alardeaba de poseer muchas piedras de esa clase, procedentes de los tiempos de Carlomagno y de antes aún, que no estaban talladas en facetas, sino pulidas a mano hasta que adoptaban esas formas, o trabajadas con fina arena de silicio igual que los guijarros son refinados por el mar, dejando una superficie de cristal que servía para aumentar la iridiscencia natural o el asterismo, la estrella interior de la gema. A lo largo de toda la Biblia se describían tanto estas piedras como sus significados ocultos.

Gracias a esa gema, la abadesa pudo corroborar a simple vista que esa pieza no era la misma Reina Negra que ella en persona había llevado de Francia a Rusia hacía más de cinco años.

Y es que, temiendo que algo semejante pudiera suceder, la abadesa había dejado su propia marca secreta en la original, una marca que no podría llegar a detectar nadie más que ella. Con el diamante tallado de su anillo abacial había realizado un pequeño rasguño en forma de número ocho en el cabujón de rubí fuego que había justo en la base del pabellón.

¡La marca ya no estaba!

Sólo había una explicación posible: la zarina Catalina había creado una copia perfecta de la Reina Negra para la cámara y de algún modo se había deshecho de la verdadera. Al menos estaba a salvo de las manos de Pablo.

La abadesa sólo tenía una oportunidad. Tenía que aprovechar el funeral de la emperatriz para enviar una carta en clave a alguien del mundo exterior: lo haría a través de Platón Zubov, el último amor de la emperatriz, que, como Pablo acababa de notificar a la abadesa, pronto sería enviado al exilio.

Era su última esperanza para salvar a la Reina Negra.

Cuando Byron hubo terminado su relato, se reclinó sobre los almohadones con la tez aún más blanca que antes a causa de la falta de sangre y cerró los ojos. Estaba claro que la poca energía que pudiera haber reunido en un principio se le había agotado por completo, pero Haidée sabía que el tiempo era esencial.

Alargó una mano hacia Kauri, que le dio la boquilla de la pipa junto con una pequeña balanza con una nueva medida de tabaco de hebra. Haidée levantó la tapa y echó la picadura sobre las brasas. Cuando el humo ascendió por la pipa, la joven empujó algunas volutas en dirección a su padre.

Byron tosió ligeramente y abrió los ojos. Miró a su hija con un amor y una pena enormes.

—Padre —dijo ella—, debo preguntaros cómo llegó esa información a Alí Bajá, a mi madre y a Baba Shemimi, para que ellos pudieran contaros su relato.

—Llegó a saberlo también otra persona —dijo Byron. Su voz seguía siendo un murmullo—. Que fue quien nos invitó a todos a reunimos en Roma.

»El invierno después de que falleciera Catalina la Grande, la guerra seguía azotando Europa. Se firmó entonces el Tratado de Campo Formio, que otorgaba a Francia las islas Jónicas y varias ciudades a lo largo de la costa albanesa. El zar Pablo y los británicos firmaron con el sultán otomano un tratado con el que el emperador traicionaba todo lo que su madre, Catalina, le prometiera a Grecia una vez.

»Alí Bajá unió fuerzas con Francia para enfrentarse a ese nefando triunvirato. Pero el propio Alí estaba decidido a enfrentar a ambas partes en provecho propio, pues para entonces ya sabía, a través de Letizia y de su amigo Shahin, que él poseía la verdadera Reina Negra.

—¿Y qué será ahora de la Reina Negra? —preguntó Haidée apartando la pipa de agua, aunque la preocupación hizo que no dejara la pequeña balanza de cobre—. Si Kauri y yo tenemos que protegerla, ¿al servicio de quién tenemos que ponerla, entre todas estas traiciones? —Al servicio de la Dama de la Justicia —dijo Byron, con una leve sonrisa cómplice dirigida a Kauri.

—¿La Dama de la Justicia? —preguntó Haidée.

—Tú eres quien la tiene más cerca —le dijo su padre—. Es la que ahora mismo sostiene en sus manos la Balanza.

LA FLÁMULA

LLAMA […] flamma
, llama, fuego, llamarada √*
flam en inflammare
, quemar, arder: ver flamante.

FLAMANTE […] √*
flam
=Lat.
inflammare
, quemar=Sánscr. √
bbraj
, arder con resplandor […]. 1. Ardiente, llameante; de ahí, resplandeciente; glorioso.

The Century Dictionary
, trad. cast.

P
ara ser un cerebrito del ajedrez profesional en activo y de categoría mundial, Vartan estaba inesperadamente espectacular.

Al verlo cruzar la pradera para saludarnos con la brisa sacudiéndole los rizos, no pude evitar recordar los primeros comentarios que le había dedicado Key en Colorado. Lucía un jersey con dos bandas de vivos colores primaverales: azul celeste y amarillo eléctrico. Llamaba bastante la atención allí, en medio de la pradera de florecillas silvestres. Casi me hizo olvidar por un instante que todos los locos peligrosos del planeta, excepto mi tía Fanny, me andaban persiguiendo.

Me pregunté si Vartan se habría engalanado sólo para mí.

Se acercó y saludó a Red Cedar y a Tobacco Pouch, que intercambió unas cuantas palabras con Key en privado. Después todos nos dimos la mano y nos fuimos por el mismo camino por el que habíamos llegado.

Vartan rió al verme contemplando con interés su extraordinario jersey.

—Esperaba que te gustase mi suéter —me dijo mientras echábamos a andar con Key hacia donde fuera que hubiese dejado el coche. Ella caminaba a paso ligero algo por delante—. Encargué que me lo hicieran especialmente. Es la flámula, bueno, la bandera de Ucrania. Los colores son bastante bonitos, creo, pero también simbólicos.

»El azul es por el cielo y el amarillo por los campos de cereales. El cereal lo es todo para nosotros, tiene unas raíces sentimentales muy profundas. A menudo cuesta recordar que, antes de que Stalin provocara esas hambrunas que mataron a millones con sus granjas colectivas, llamaban a Kiev la "Madre de Rusia'', y decían que Ucrania era el cesto del pan de Europa. He oído una preciosa canción sobre América que habla de esos mismos elementos del cielo y los dorados campos de trigo: "Oh, esos hermosos cielos, con campos ámbar de ondulante cereal…" —intentó cantar.

—Sí, ya la conocemos —dije—. Y si aquí nuestra Key hubiese tenido un poco de influencia gracias a su ilustre familia, la habría convertido en nuestro himno nacional… en lugar de esa balada de bar sobre cohetes y bombas compuesta por su antepasado sir Francis Scott.

—Bah, da lo mismo —dijo Vartan mientras proseguíamos por la pradera con Key a la cabeza—. Nuestro himno nacional tampoco es muy optimista:
Ucrania no ha muerto aún
. —Entonces añadió—: Pero quiero que mires otra cosa que hice coser en la espalda del jersey.

Se volvió mientras caminábamos para mostrarme el emblema bordado que llevaba en la parte de atrás, también en amarillo brillante y azul, con una escultórica horca de tres puntas que parecía más bien gótica.

—Las armas de Ucrania —dijo Vartan—. El emblema es el de Volodimir, nuestro patrón, pero el tridente se remonta a antes de la época romana. En realidad, el primero de estos lo llevó el dios indio del fuego, Agni. Simboliza el alzarse de las cenizas, la llama eterna, que «no hemos muerto» y todo eso…

—¿Puedo señalar —dijo Key por encima del hombro— que, si no nos ponemos ya en marcha, y echando leches, pronto podríamos encontrarnos de cara con la muerte?

—Sólo lo decía para explicar por qué me he puesto el jersey. Por el lugar al que vamos ahora —dijo Vartan.

Key le lanzó una mirada mordaz. Apretó el paso, y Vartan también.

—¡Eeeh! —exclamé, corriendo para alcanzarlos—. ¿No querrás decir que vamos a algún lugar de Ucrania? —¡Ni siquiera estaba segura de saber dónde quedaba eso exactamente!

—No seas ridícula —espetó Key por encima del hombro.

Su seguridad me transmitió poco consuelo, ya que para Key una excursión de unos días normal y corriente podía significar escalar la pared de un glaciar con las uñas. Con ella al mando, como parecía que estaba ahora, podíamos dirigirnos a cualquier parte. Y a esas alturas, habiendo sido abordada o raptada dos o tres veces sólo desde el desayuno, absolutamente nada me habría sorprendido.

—No, no te preocupes —dijo Vartan, que me asió del brazo cuando por fin los alcancé, algo ahogada—. Ni siquiera yo estoy muy seguro de cuál es nuestro destino exacto.

—Entonces, ¿por qué has dicho «el lugar al que vamos»? —pregunté.

—Lo descubriremos todos muy pronto —saltó de nuevo Key—. Pero si vamos a ir todos con la flámula ucraniana ondeando en el pecho es una cuestión muy diferente.

—De hecho, en realidad me he puesto este jersey sólo por Xie —me dijo Vartan, sin hacer caso de la evidente rabia de Key—. Pensé que te gustaría, porque eres parte ucraniana.

¿Qué se suponía que significaba eso?

—Krym, la Crimea en la que nació tu padre, ya sabes que forma parte de Ucrania. Pero allí… aquí está ya nuestro coche.

El nuestro era el único coche de toda la zona de aparcamiento de grava, un sedán gris muy discreto. Cuando llegamos a él, Key extendió la mano sin decir palabra y Varían le dio la llave. Key le abrió la puerta de atrás. Cuando Vartan subió al asiento trasero, vi que dentro ya había un par de mochilas. Me senté en el asiento del acompañante y nos pusimos en marcha, con Key al volante.

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