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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (17 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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—Claro, mujer, pero son cosas de ellas. Vete a saber lo que se traen entre manos.

Las voces de los chicos irrumpieron en el patio del castillo, aniquilando su calma. Luego vieron a los chiquillos correr de un lado a otro. Los mayores asomándose al pozo, uno de ellos arrastrando un sapo gordo atado a una cuerda por una pata. El sapo, hecho una masa informe de barro.

—Sacad agua para volverlo a la vida —gritaban.

Uno de los mayores comenzó a hacer funcionar la polea. Los comentarios llegaban claros a los oídos de María y Ernesta.

—Si le echas agua, Tonio, revivirá. Los sapos tienen siete vidas como los gatos… Le hacemos revivir y le matamos a pedradas. Que no te escupa, porque si te escupe te envenena y si te mea te quedas calvo… Echadle agua, echadle agua.

María Ruiz los contemplaba curiosa. Ernesta comentaba:

—Si alguna vez tengo hijos, prefiero que sean chicas. Creo que, además, es más fácil que sean chicas, ¿verdad?

—No lo sé.

—Las chicas pueden ayudar en la casa y dan menos guerra. Los chicos son unos salvajes.

—Pues fíjate: aquí, en el castillo, todos son chicos. En mi casa, en cambio, fuimos cuatro chicas. Cuatro chicas, que se dice pronto. De las cuatro tres nos hemos casado; la otra se fue monja y creo que fue la que acertó. Vivirá más tranquila y mejor, porque eso que dicen que no se puede prescindir de los hombres, es una mentira. Yo podría estarme sin hombre toda la vida.

Ernesta confesó ingenuamente:

—Yo no, tal vez sea porque le quiero mucho a Guillermo.

María se sonrió y dijo acremente:

—¿No será por otras razones, Ernesta?

Ernesta negó con la cabeza. María continuó:

—Los hijos no sé qué falta hacen. Tú siempre estás pensando en ellos. Yo vivo mucho mejor sin hijos. No quiero pensar lo que sería el estar aquí con un chiquillo. Ésta no es vida adecuada para los chicos. Además…

María seguía mirando a los chicos, que vertían el cubo de agua encima del sapo. Guardó silencio. Uno de los chiquillos hizo girar sobre las cabezas de todos el sapo despatarrado y lo lanzó violentamente contra la muralla. Las voces y los gritos se sucedían… «Lo has
espanzurrado
, Tonio… ha estallado… ¡Aaaa! Todavía no ha muerto.» Los chiquillos formaban corro en torno al sapo, que pretendía alejarse de sus atormentadores. Tonio pedía a grandes gritos que le trajeran más agua. Los pequeños, obedientes, se dedicaban a buscar algún bote de conservas vacío. Decidieron, por fin, acabar con la vida del sapo a pedradas. Lo machacaron con un ladrillo. María apareció en la puerta y les gritó:

—Llevaos ese animalucho de ahí en seguida. Lleváoslo de prisa. —Entró de nuevo en la casa. Dijo—: No lo puedo resistir. ¡Qué mal criados están! ¿Para eso deseas tú tener un hijo, para que se convierta en un salvaje como ésos?

—¿Y qué van a hacer los pobres si no tienen otro medio de divertirse?

María Ruiz se serenó.

—Desde luego, es verdad; no tienen otra forma de divertirse.

María Ruiz se retorció las manos.

—¡A veces creo que este calor le saca a una de sus quicios!

—Con este sol parece que una está adormecida y de pronto los nervios…

—Sí, son los nervios; hay cosas que no se pueden resistir y no sabes por qué. Hay que echarle la culpa a los nervios.

Apoyada en el barandado de la galería, Carmen llamaba a su hijo. La voz de Carmen llegaba clara y alta a los oídos de María y Ernesta.

—Seguro que le ha molestado —dijo María— que les haya llamado la atención a los chiquillos. Esta Carmen se vuelve cada día más rara. Se ha apartado de todas y ya apenas cruza la palabra con nosotras. La última vez que hablamos me dijo no sé cuántas insubstancialidades. A estas alturas, fíjate; con la idea de marcharse cualquier día definitivamente a Madrid. Dice que como esto continúe deja el marido y se van con el chico; que esto ya no lo puede resistir más.

Carmen seguía llamando a su hijo. La voz del niño respondía monótonamente, sin dejar de atender al juego de sus compañeros:

—Ya voy, mamá; espérate, que ya voy.

—Que vengas, te he dicho que vengas. —Y Carmen le amenazaba—. Si no vienes, vas a ver tú cuando llegue tu padre.

María continuaba hablando.

—Se queja de bien poco. Ya supongo que Madrid tirará mucho, pero ella va cuando le da la gana. Lo malo es que las vacaciones que se toma, siempre le sientan mal. De Madrid viene de peor genio que antes de marcharse. No sé qué le dan, pero el mal genio se le transparenta en todo lo que dice, aun cuando pretende ser amable.

—Es que vivir en Madrid —comentó Ernesta— debe de ser algo bueno, sobre todo para ella, que ha nacido allí. ¿Te acuerdas cuando contaba las cosas que hacían ella y sus amigas? Lo debían de pasar muy bien. Yo, una vez estuve a punto de ir a Madrid, pero no pudo ser por fin. Estaba entonces sirviendo en casa de unos señores de cerca de mi pueblo. Me lo habían prometido.

—En Madrid se necesita mucho dinero para vivir. Si a mí me saliese alguna vez una interinidad y a Baldomero le concedieran de una vez el traslado, entonces ¡quién sabe!, sería cosa de pensarlo. Pero, por ahora, no hay ni que soñar con Madrid. Yo hace lo menos seis años que no he pisado las calles de Madrid.

—¿Tú has leído los periódicos? En seis años ha debido de cambiar mucho. Todos los días están construyendo casas.

—Y las que tendrán que construir. La guerra, porque Madríd fue frente, acabó con calles enteras. Si por lo menos nos trasladaran a un pueblo de las cercanías, pero aquí, a doscientos kilómetros, ¿quién va a ir? Lo demás, yo me marchaba un día con Carmen o contigo, si te animabas, a darme una vuelta.

La conversación de las dos mujeres se perdía por los proyectos de una visita, deseada en aquellos momentos furiosamente, a Madrid. En la galería hablaba Carmen con su hijo. Los demás chiquillos se habían marchado del patio, arrastrando el lamentable despojo del sapo machacado. Pensaban enterrarlo y continuar así el juego comenzado con la caza del animalillo. El chico de Carmen se desprendió de ella, previa la ceremonia habitual de dejarse sonar las narices. Bajó la escalera dando saltos, acompañado de las voces de su madre. Carmen, cuando lo vio desaparecer, se sentó en el sillón de paja.

Felisa estaba asustada. Quería dudar de la verdad del hecho. Pensaba en la imposibilidad de la muerte de uno de los hombres del castillo en el campo. Había momentos en que todo le parecía como una historia vieja recién contada, que la atormentaba, que había sucedido, pero que nada tenía que ver con la vida tranquila del castillo. Sí, aquello era como una sombra derramada de pronto sobre el patio claro, una sombra gelatinosa que iba comiendo terreno a la luz y entraba en las casas por las rendijas de la puerta, lenta y constantemente. La sombra se filtraba por los techos o caía, caía como una miel negra, sobre las cabezas de los habitantes del castillo, cegándolos, ahogándolos. Tenía otros momentos en que el hecho era una angustia de otro tipo; se le presentaba con todos los perfiles destacados de la realidad. No podía dudar. Los hombres lo sabían; lo sabían ella y Sonsoles. Tenía la obligación de comunicárselo a las demás. ¿Cómo se podía decir que un hombre había muerto, que a un hombre le habían dado un balazo y que la sangre se le escapaba como una sombra densa, en coagulación, inundando la tierra?

Una bala que pesa lo que una piedrecilla, que en el corazón sería solamente como el hueso de una fruta, allí dentro, madurando aquel fruto rojo o tal vez negro ya. Estaba asustada. Hubiera querido hablar de nuevo con su marido. Decirle que no lo creía, que posiblemente había una confusión y que solamente era una herida en el pecho de un hombre, sin otra importancia que verlo llegar un poco derrotado, sin fuerzas, pero vivo. Vivo aún. Vivo a pesar de todo. Vivo contra la balas y las palabras y el tiempo. Vivo, vivo, diciendo sencillamente que no había sido nada, algo sin importancia.

Pasaba de la sombra a la luz, se balanceaba entre lo que imaginaba y quería creer, y lo que le habían comunicado como realidad y no quería creer. De repente podía entrar Sonsoles diciéndole: «Se acabó, no ha pasado nada. Ha sido una noticia confundida. La desgracia… La desgracia (era la palabra), la desgracia no ha entrado en el castillo. Aquí no ha pasado nada.» Pero ¿estaba pasando algo? No. Había oído las voces de Carmen y de María llamando o corrigiendo a los chiquillos como sí nada hubiera pasado. No estaba pasando nada. Y, sin embargo, ella no había encontrado fuerzas para salir al patio y decirles a sus chicos: «Dejad de jugar, no me preguntéis por qué, ha ocurrido algo terrible; una desgracia.» Los chiquillos se la hubieran quedado mirando con los ojos muy abiertos. ¡Qué sabían ellos! Pero los hombres del castillo y Sonsoles y ella sabían. La desgracia que había sobrevenido se estaba derramando sobre el castillo, deslizándose a través de las rendijas de las puertas, cayendo del techo pesadamente. Notaba el peso de la sombra y sabía que este peso no era sólo para ella.

Felisa se echó a llorar.

* * *

El regato saltaba, por el camino en cuesta, sobrándose de su cauce. En el esquinazo de la última casa del pueblo se ocultaba, discurriendo por un tunelcillo. Volvía a aparecer. La ribera derecha era un ribazo, cubierto de la yerba y las chiribitas de la primavera. La ribera izquierda no tenía perfil. El agua un poco turbia de los deshielos, alborotada, espumeante, saltaba por las piedras. A María le gustaba echar un palito en el agua y seguirlo hasta la última casa del pueblo. Le preguntaban a veces las vecinas desde los portales: «¿Qué hace usted, señorita?» y María se avergonzaba. Pensaba que estaba mal que la maestra se divirtiera como las alumnas echando palitos en el agua y siguiéndolos por los regatos.

Las piedras del fondo estaban pulimentadas, resbaladizas. Se agachaba, con las mangas del jersey subidas, a acariciar las piedras. La primavera en la sierra eran esas piedras duras y suaves del fondo de los regatos; la yerba y las chiribitas, que olían a tierra penetrantemente, hasta dar dolor de cabeza; el agua, que brincaba y se salía de los cauces, que formaba pocillos y diminutas cascadas violentas. Y arriba el azul del cielo, con rápidas nubes blancas.

La primavera del año 1936, María era feliz en la sierra. Esperaba la llegada de su madre. Se acercaban las vacaciones, pero no pensaba pasarlas en la ciudad. Había hecho muchas amistades; le habían contado muchas historias. Llevaba más de un año en el pueblo y los chiquillos en la escuela la querían. Una vez la habían hecho llorar los mozos de las clases nocturnas. La cosa ya no la recordaba. O sí. Sí, la recordaba, pero prefería no tenerla en cuenta. Tuvo que ir el alcalde a poner orden.

Desde aquel día el alcalde se mostró paternal con ella. La invitaba a comer todos los domingos. Cuando la mujer del alcalde servía el café, se contaban historias. Ya las sabía todas. Las contaban por ella. Eran siempre las mismas, pero con diferentes cronologías. La misma historia solía suceder apenas hacía un invierno, o muchos años atrás, cuando el pueblo era más grande y las viñas se cultivaban en bancales, hasta que apareció la filoxera.

María esperaba a su madre. Ésta pasaba temporadas con las hijas, excepto en el invierno, que no se movía de la ciudad por temor al frío. Lo decía María a veces, al anochecer, cuando hablaba con la dueña de la casa donde se hospedaba: «Mi madre estará ahora pegada al radiador de la calefacción haciendo punto.» Y se quedaba un rato en silencio, sin que la huéspeda la interrumpiese en su nostálgico recordar. Luego movía la cabeza y preguntaba por la cena o por cualquier cosa.

La madre estuvo inquieta los primeros días. Comenzó a decir que no podía dormir por la altura del pueblo. «Dormir en un sitio tan alto a las que sufrimos del corazón, nos es imposible.» Después fueron las sábanas, que le raspaban la piel. «Son como lija», afirmó. La comida tampoco le sentaba bien. «Cocinan con mucha grasa.» Se fue acostumbrando.

Después de almorzar daban un paseo. Daban un pequeño paseo, porque las cuestas la mataban. «Este pueblo es un tobogán, hija mía, si una se tirase rodando, llegaba hasta casa sin tener que dar un paso. ¡Qué barbaridad!» Los guijarros de los caminos le deshacían los pies, según decía.

—Si una se queda en la habitación, se congela; si una está en la cocina, se ahúma; si una sale a pasear, se destroza los pies, Pero, ¿en qué sitio vives, hija?

María se reía.

—No es para tanto, no es para tanto, mamá.

En el pueblo se sabía poco de lo que ocurría en la ciudad. El alcalde afirmaba a los vecinos que por fin los campesinos tendrían todos sus derechos. Eran las mismas palabras que dos meses antes habían dicho unos hombres que llegaron al pueblo exhibiendo un permiso de la Guardia Civil y que pegaron carteles por las paredes de las casas, en las tapias y hasta en los árboles. También quisieron poner uno de sus carteles en la pared de la iglesia, pero el señor cura se lo prohibió, y al alcalde y al pueblo les pareció bien la prohibición.

—En la casa del Señor no se hace política —dijo el señor cura, de pie en el pórtico— y no hay nadie que me plante ahí un cartel. Ustedes digan lo que tienen que decir y todos tan conformes.

Los hombres no se enfadaron. Hablaron en la plaza; y todo el pueblo los escuchó. Dijeron que había llegado la hora de los campesinos y que tenían que votar porque era su deber como españoles. Luego se marcharon.

Quedaron los carteles, que la lluvia y el viento se encargó de ir desgarrando y ensuciando hasta que solamente fueron piltrafas en las casas, en las tapias y en los árboles. Se reunió el Ayuntamiento e hicieron una votación. El señor cura dijo que él no votaba, porque los del pueblo ya sabían que estaba con ellos y apoyar a mangantes que los traicionarían no le daba la gana. A todos les pareció que el cura hacía bien. Ellos votaron.

Ahora el alcalde decía que las cosas, aunque no iban bien por la ciudad, cambiarían y los campesinos encontrarían, por fin, el apoyo que necesitaban. Algunas veces, cuando hablaba con la madre de María, solía decírselo:

—Yo creo, doña Patro, que el que votásemos nos va a servir de mucho para el futuro. Habrá menos injusticias que antes, ¿no le parece?

Y doña Patro le respondía:

—Mire usted, señor Francisco, lo que me parece es que nada de eso sirve para nada. Ya lo verán ustedes como los engañan. Ya lo verán. Ahora yo no estoy por ninguno, pero creo que antes, en tiempos de Don Alfonso, los españoles vivíamos mejor. Cada uno se contentaba con lo que tenía y no andaba a la greña con los otros para quedarse con la mejor tajada.

BOOK: El fulgor y la sangre
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