—No tema, hombre; en cuanto vea usted algún conato de bronca me avisa, que los voy a poner buenos a los unos y a los otros.
Doña Patro comentaba:
—Sería terrible que llegara hasta aquí la revolución.
El señor cura la oyó:
—¡Qué revolución ni qué ocho cuartos, doña Patro; a los mozos los meto yo en el redil en cuanto levanten la voz!
Doña Patro le respondió un tanto ofendida:
—Perdóneme que disienta de usted. La revolución está en puertas y si usted es hombre avisado, no sé…
—¡Cómo que no sé! —saltó el cura.
Doña Patro, sin inmutarse, dijo:
—Yo que usted no me metería en sus líos. ¿Usted no sabe, padre, que han quemado las iglesias en la ciudad?
—Naturalmente que lo sé, doña Patro. Leo los periódicos como todo el mundo, pero ¿sabe usted por qué es eso? —No esperó la respuesta—: Porque, en la ciudad, nosotros los curas lo hemos hecho a veces muy mal. Ya me iban a venir a quemarme la iglesia; pues ¡no faltaba más! ¿para qué estoy yo aquí entonces? A mí no me queman la iglesia, señora, ni los de Madrid que caígan por aquí. ¡Estaría bueno! —El señor cura le dio un sorbo ruidoso a su copa de anís—. Ni los de Madrid, le digo yo a usted que me queman la iglesia, ¿verdad, señor alcalde?
El alcalde se sonó las narices:
—Claro, claro.
María salió a la plaza en el momento en que llegaban un puñado de mozos de Languerón. Eran pocos. Escuchó el comentario de un mozo del pueblo:
—Estos son los mansos, los del despiste; ya veremos a la hora de las bofetadas cuántos aparecen.
Los mozos de Languerón traían su vino. Grandes botas de vino de las que bebían con ostentación. A veces se la ofrecían a los mozos del pueblo.
—Bebed, que esto es vino. Hay que celebrar la fiesta bien y en paz.
Algunos se conocían por los nombres:
—Tú, Juan, bebe, hombre, bebe que esto no es agua de manantial. ¿Te acuerdas de la que agarramos en la fiesta de nuestro pueblo? ¡Arriba la bota!
Los mozos de Languerón comenzaron a hacer apuestas. Era el viejo truco. María, desde el portal en que se había recluido temerosamente, observaba el espectáculo. «Te juego a ti, a que no levantas a éste con los dientes agarrándole por el cinturón. Te juego a que corriendo de espaldas te gano una carrera de diez vueltas a la plaza. Te juego a… Te juego a…»
Los mozos del pueblo tenían preocupación. No aceptaban las apuestas; aceptaban sólo por cumplir, según advertían, el vino que se les ofrecía. Los mozos del pueblo no invitaban a nada. El que la noche anterior se había emborrachado como un loco a última hora, después que el cura le había dado la bofetada por blasfemar, estaba que se caía. Dos veces quisieron llevárselo a casa las mujeres de su familia; las dos se desasió de sus brazos y salió al medio de la plaza a trompicones. Le avisaron al señor alcalde.
El señor alcalde se lo dijo al cura. El señor cura bebió lo que quedaba de la copa de anís y bajó. Se fue hacia el mozo:
—Oye, Doroteo —le dijo—, no están los ánimos para que vengas ahora con mandangas. Vete a casa y te echas, y cuando se te pase, bajas. ¿Me oyes?
El mozo no oía nada. Le contestó con una blasfemia. El señor cura estaba iracundo; no obstante, se sabía contener.
—Anda, vete a casa y ya hablaremos.
El mozo se le revolvió:
—Con usted no sé qué c… tengo que hablar. —Se soltó del brazo del cura y se fue al centro de la plaza, a cantar una canción pornográfica y bellaca.
Bajó el alcalde y llamó a unos mozos:
—A ése me lo acostáis en seguidita; no quiero peleas. ¿Me entendéis? Me lo acostáis en seguidita.
María no se había movido del portal. Cuando el alcalde la vio, la empujó escalera arriba.
—No es ahora sitio para una mujer.
Los mozos se llevaron a Doroteo hacia su casa. Los de Languerón seguían haciendo apuestas.
El señor cura estaba caviloso. Doña Patro hablaba de la ciudad con la mujer del alcalde:
—Como le digo, han ocurrido cosas terribles. El otro día me han escrito contándome lo que hicieron esos salvajes. Usted no se puede figurar. A una imagen le cortaron el cuello. Claro es que llegaron los guardias y les dieron su merecido. Mataron a tres. Se debió de armar casi una guerra.
Nadie la escuchaba. El señor cura seguía caviloso. El alcalde hablaba de la que se podía armar.
—Hoy vamos a tener que andar con tiento, con mucho tiento. Como éstos saquen a relucir su mal café, se va a armar la de San Quintín. ¿Quién les habrá metido en la cabeza la idea de venir a incordiar?
Doña Patro estaba atenta a las palabras del alcalde; le interrumpió:
—¡Quién va a ser, señor alcalde, sino los anarquistas, los que usted defiende!
El señor alcalde se encocoró:
—Y ¿quién le ha dicho a usted, señora, que yo defiendo a los anarquistas?
Iba a contestarle doña Patro, pero se le adelantó María:
—Cállate, mamá, que la cosa no va de bromas.
El señor cura se sirvió otra copa de anís y se quedó mirando la gota que se derramaba hacia el mantel.
Al atardecer llegaron más mozos de Languerón. Venían cantando. A poco comenzó el baile. Lo había ordenado el alcalde; «Hay que darles sensación de normalidad —para entonces ya había destacado a un mozo hasta la Casa Cuartel de la Guardia Civil del pueblo cercano—; hay que darles sensación de normalidad y de que aquí no puede pasar nada.» En la plaza, los mozos de los dos pueblos se contemplaban y hacían comentarios en voz baja.
—Está ese que llaman «El Fraile» —dijo uno de Languerón—, que repartiendo estopa es un molino de viento.
—¿Has visto que ha venido con ellos el c… de Luisillo, que tiene la peor entraña del mundo? —preguntó uno de los mozos del pueblo a otro.
Medían las fuerzas. Las mozas no querían salir a bailar, pero salieron. Los novios les hacían recomendaciones.
—Si te preguntan si quieres bailar, les dices que tienes toda la noche ocupada conmigo.
Alguno, más tímido, decía:
—Si te dicen de bailar, bailas; pero sin arrimarte, porque en cuanto te arrimes me voy para el hijo de su madre y le saco los mismísimos entresijos; de modo que ya lo sabes.
Los de Languerón se limitaban a ver bailar. No se decidían. Bebían su vino aparte y se pasaban la bota apenas sin decir palabra. María había querido bajar a la plaza a bailar con las demás mozas. El señor alcalde se lo había prohibido.
—Mire usted —le dijo—, éstas son cosas nuestras en las que usted, que es una forastera, no tiene por qué meterse. Nosotros les sabemos llevar el humor y usted no va a ser capaz; de modo que lo mejor es que no baile.
María no le contestó nada.
El mozo Doroteo apareció en la plaza. Estaba en mangas de camisa y con la bragueta desabrochada. Antes de que le pudieran detener se había acercado a los de Languerón.
—Me cago en la madre que os parió. —Los mozos se miraron estupefactos.
Doroteo se reafirmó:
—A todos.
Ya estaban hablando unos del pueblo con los de Languerón:
—No le hagáis caso; está borracho, no sabe lo que se dice.
Doroteo luchaba con dos que se lo querían llevar mientras gritaba:
—Me cago en vuestra madre, hijos de cien leches.
Los de Languerón no tenían tanto aguante; además, ¿para qué habían ido al pueblo sino para armarla?
Se abalanzaron sobre los mozos que sostenían a Doroteo. Los mozos lo quisieron defender. Fueron los primeros puñetazos. Después, todos comenzaron a gritar como poseídos: «Las garrotas, las garrotas, traed las garrotas.» No se sabe de dónde salieron. El señor cura y el alcalde se echaron a la calle. Se movían los farolillos japoneses y el aire serrano comenzaba a soplar. Doroteo estaba en el suelo, pisoteado pero sin un golpe. Repetía incansable: «Hijos de cien leches». Logró retirarse hacía la fuente. Las mujeres chillaban ya, animaban a los del pueblo: «Dadles su merecido a esa gentuza, dadles leña de la buena.» De pronto en medio de la pelea, incongruentemente, sin que se supiera por qué, acaso arrancando el grito de la misma sensación de la pelea, alguién voceó un viva político. La confusión creció. Al señor cura le habían dado un palo en el hombro, con mucha fuerza, y estaba sentado, pálido como la cera, en una silla metida en un portal. Sonaron dos tiros. Nuevos gritos: «La Guardia Civil, la Guardia Civil.»
María vio a los guardias civiles cargar de nuevo sus fusiles y disparar al aire. Corrían los mozos cuesta abajo, los de Languerón y los del pueblo confundidos. De vez en cuando se oía alguna voz. Alguien gritó un muera a la Guardia Civil. El señor cura se levantó de la silla y salió al encuentro de la pareja. Saludaron los guardias:
—¿Qué ha pasado aquí?
El señor cura disculpó:
—Están los ánimos muy exaltados; la cosa comenzó con Doroteo, que estaba borracho, pero hubiera principiado de cualquier manera porque los de Languerón venían a repartir leña.
Los de Languerón volvieron a su pueblo. La Guardia Civil no quiso hacer ninguna detención. Se marcharon pronto, tan pronto que la noche se quedó cortada, y aún los farolillos japoneses seguían alumbrando en la plaza. El señor cura se retiró a descansar. Las gentes del pueblo, sin ganas de dormir, angustiadas y nerviosas por lo que había ocurrido, comentaban los incidentes en las casas.
—El bruto de Doroteo tuvo la culpa; si no llega a irse para ellos, hubiera dado tiempo a acercarse a la Guardia Civil y no hubiera habido leña.
El alcalde estaba con los codos apoyados encima de la mesa, abstraído, haciendo que escuchaba a doña Patro. Doña Patro le decía a su hija:
—¿Has oído, María, has oído? La política en todo. No sé qué va a ser de España, pero alguna gorda se está preparando.
El alcalde alzó los ojos del hule, blanco y azul, que cubría la mesa, y dijo:
—Sí, doña Patro, tiene usted razón; alguna gorda se está preparando, alguna gorda…
El domingo por la tarde, cuando el señor cura jugaba con el alcalde y otros amigos al julepe, un mozo entró corriendo en la casa y casi se derrumbó sobre la mesa de juego.
—Señor cura, revolución, la revolución.
El cura se echó para atrás en su asiento:
—¿Qué dices, alma de Dios? ¿Qué pasa?
El mozo jadeaba:
—Lo que digo; es la revolución. Doroteo viene con unos tipos muy raros por la carretera. Traen fusiles. Los he visto yo. Se lo juro. Con estos ojos. Los he visto yo. También algunos de Languerón vienen para acá.
El señor cura no lo quería creer.
—No puede ser. Tú has bebido una copa de más. No puede ser. ¿Qué hace la Guardia Civil?
El mozo le aclaró:
—Uno de ellos trae un tricornio puesto.
Estaban todos de pie. El cura, muy pálido, se frotaba las manos irresoluto, no decidiéndose del todo a creer la noticia. Al alcalde le farfullaba algo ininteligible. Los naipes yacían extendidos por la mesa. Sobre la mesa, sobre los naipes, el sol del atardecer aplastaba un caliente rayo en el que las moscas se esponjaban. De las copas de bebida hacía un iris diminuto o una mancha de color. El cristal de la ventana estaba sucio y el visillo recogido a medias. Se escucharon unos disparos lejanos. La plaza se pobló de gente. El alcalde y el cura bajaron a la plaza.
Doña Patro charlaba alborotadamente con su hija. Aconsejaba a las mujeres:
—Hay que atrancar las puertas. No hay que dejar entrar a nadie. No abráis cuando llamen a las puertas.
Una de las mujeres le preguntó:
—Pero, usted; ¿quiénes cree que pueden ser?
—Pues ¿quiénes van a ser, señora mía? Los revolucionarios, los demonios, que a nada respetan y para nada tienen ley.
El pueblo se transformó cuando vio al alcalde y al cura en la plaza. Nadie sabía qué hacer. Miraban los rostros del alcalde y del cura fijamente, inquisitivamente, para descubrir en ellos el menor signo que les diera posibilidad de interpretar lo que estaba ocurriendo. Corrió la voz de que Doroteo estaba con ellos.
Entraron en el pueblo dando gritos. Doroteo llegó el primero, muy ufano, con sus cartucheras colgando del cinturón y el fusil cruzado sobre las espaldas. Los vecinos les abrieron paso. Eran catorce hombres. Los vecinos guardaron silencio y los que entraron cesaron de cantar. Hubo un momento en que parecían avergonzados. De pronto, uno de ellos, el que llevaba puesto un tricornio, se subió en el pilón y comenzó a hablar. Dijo:
—Camaradas, ha estallado la revolución. Nosotros somos los encargados de guardar este pueblo. Os pedimos que nos ayudéis…
Doroteo le interrumpió:
—Al que no ayude, le rompemos el alma por traidor.
Doroteo, a continuación, dio un grito político. El que se había subido en el pilón, le mandó callar. Calló de mala gana. El del pilón siguió hablando:
—Tenemos orden de hacer una requisa. Todos vais a entregar lo que se os pida. El que por ejemplo no quiera dar lo que se le pide, si es un par de corderos pues da su valor, y andando. ¿Entendido?
Nadie respondió. Doroteo, seguido por otros dos, se acercó al cura y al alcalde que escuchaban de lejos. Se plantó delante del cura y blasfemó. El cura le miraba fijamente a los ojos. Luego le dijo:
—Doroteo, estás dejado de la mano de Dios.
—Usted tire para adelante. —Doroteo tenía el fusil en las manos. El cura no se movía. Doroteo repitió, empujándole con el fusil—: Usted tire para adelante, la leche.
Los que le acompañaban miraban al cura torvamente. Uno de ellos habló:
—¿En qué lengua hay que decírtelo, piojoso? Tira para adelante.
El cura volvió las espaldas a la plaza y comenzó a descender por el camino.
El regato saltaba mansamente por las piedras. Al volver el esquinazo, donde el regato se entunelaba, le dieron un culatazo en las espaldas. Estuvo a punto de caer, pero no cayó. Ya estaban fuera del pueblo y el regato saltaba otra vez alegre entre las piedras.
—Párate. —Doroteo le empujó con el fusil—: Quítate la sotana. —El cura miraba las cimas lejanas, que se recortaban altas tras las de las montañas que circuían el valle del pueblo. Le empujó un fusil—: Que te quites tu uniforme, so mierda.
El cura empezó a desabotonarse la sotana. Tuvo que doblar la cintura para desabotonarse por abajo. Le dieron un tremendo patadón. Cayó sobre el regato. Luego sonaron tres tiros. Los que acompañaban a Doroteo, se volvieron cuesta arriba. Doroteo quedó solo. El agua del regato saltaba por las piedras, teñida de sangre. Doroteo apuntó de nuevo. Gastó cuatro balas más.