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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (30 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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—Me he estropeado el hígado en este pueblo haciendo un régimen de comidas absurdo. Huevos y tocino todos los días por no variar. Estoy la mayoría del tiempo mareada. Cuando me levanto y me miro las manos, me parece que sale humo de ellas. En fin…

En el patio de la escuela, una especie de corralón, llevaban una dudosa vida vegetal cinco arbolillos. Las heladas terribles del invierno y el calor de fragua del verano acababan con ellos. Dos estaban ya secos, pero la maestra no quiso arrancarlos, confiando en que reverdecerían con la primavera. Los niños sabían que era inútil, ya se lo dijeron:

—Señorita, estos árboles están más secos que el arroyo en el verano.

La maestra sonrió:

—Hay que esperar a que llegue la primavera.

El padre de Ernesta trabaja a jornal. En casa tiene dos cerdos, unos conejos, algunas gallinas. La vida es dura para él y su familia. El padre y la madre de Ernesta son jóvenes; sin embargo, tienen aspecto de viejos. Ernesta, cuando llega de la escuela, habla con su madre, que le prepara una merienda compuesta de pan y chicho. El chicho es carne o tocino seco en pequeña cantidad. A veces la merienda varía y sobre el pan extiende Ernesta una cucharada de miel, color de ladrillo, dura y espesa. En el tiempo de las nueces, pan y nueces. En el de las moras, pan sólo, porque las moras se encarga ella de cogerlas en los zarzales de los ribazos de los caminos.

El padre de Ernesta trabaja a jornal en las diferentes casas ricas del pueblo, como muchos otros campesinos. Por su cuenta cultiva lo que él llama un pañuelín de tierra, tras la casa, que riega y labra con mucho mimo y que suele dar, si las heladas no acaban con ello antes, puerros, cebollas, berzas, ajos… Ernesta suele ayudar a su padre a regar. Le divierte regar, lanzar los cubos de agua en la pileta, quitarle el tapón del fondo y dejar que el agua corra por los surcos hasta las presillas de tierra, que de un azadonazo desaparecen o aparecen, cuando hay necesidad de que el agua corra en otra dirección o en otro surco.

La alta Castilla es tierra de legumbres. En el invierno, sentadas la madre y la hija junto a la cocina de fogón bajo, en la que unas matucas dan una llama lánguida, separan las lentejas buenas de las malas antes de echarlas en el puchero. La madre pregunta a la hija por lo que ha aprendido en la escuela. Cree que todos los días ha de llegar con un nuevo descubrimiento que, comentado con el marido cuando regrese de trabajar, los han de hacer felices por unos momentos.

—Así que hoy habéis aprendido Geografía; la tierra, vamos… —Ernesta repite mal que bien lo que ha oído a la maestra. La madre se asombra—. Debe de saber mucho la señorita, ¿verdad? No entiendo por qué se queda en este pueblo con lo feo y lo aburrido que es.

Ernesta tampoco lo comprende. Si ella fuera la señorita haría mucho tiempo que se hubiera marchado.

—Cuando se queda es porque le gusta, creo yo —dice Ernesta.

El padre de Ernesta se llama Paulino, pero en el pueblo no le llaman Paulino a secas, sino Paulino el de Borregón, porque el abuelo de Ernesta se comió una vez, por apuesta, un borrego asado, sin probar una gota de líquido y acompañado por dos hogazas de pan. Eran otros tiempos. Las malas cosechas seguidas pusieron la pequeña hacienda de la familia en las manos de un señor que ni siquiera vivía en el pueblo y que prestaba ínfimas cantidades a los campesinos siempre que le escribieran en un papel que las tierras pasaban a su propiedad en el caso de no devolverle el dinero en un plazo que, lo sabía Paulino, no era muy largo. Con las malas cosechas había aumentado el dinero de los ricos y el hambre de los pobres. Paulino se encogía de hombros para explicar:

—Tiene que ser así. En el mal tiempo el pez grande se alimenta de los peces chicos, pero los peces chicos no se alimentan de nada. Es eso que llaman una ley de la vida.

Era su suprema argumentación.

Durante las elecciones de febrero, el pueblo se revolvió. Varios campesinos quisieron ir a darle una paliza al prestamista, que vivía en un pueblo más grande, apenas a cuatro leguas de distancia. El prestamista se llamaba don Alfonso y era un hombre de unos cincuenta años, viudo, con unas hijas muy guapas, que esperaba trocar alguna vez por un título, porque pensaba casarlas con algún noble arruinado, y que tenía un hijo estudiando para cura. Los cálculos de don Alfonso eran casi ensoñaciones: las chicas llevarían una muy saneada dote al matrimonio, siempre que algún caballero de sangre azul se prestase a echarle un remiendo a su rota y deshilachada hacienda. El hijo llegaría a obispo, si las cosas no se torcían.

Los campesinos fueron a dar una paliza a don Alfonso —«me llamo don Alfonso, como el mismísimo rey»— y la Guardia Civil se encargó de sacudirles el polvo del camino. Don Alfonso era un hombre que todo lo había hecho por vía legal.

—Yo siempre por la vía legal, para que no digan. El que quiera peces, que se moje el trasero. No voy yo a estar prestando a todos estos desagradecidos para que encima me vengan con reclamaciones.

Muchos opinaban que don Alfonso tenía razón y que la famosa vía legal, la del orden, es la que cuenta en las cosas de la vida. Los que no opinaban así eran los desposeídos, los sin fortuna, la gente de poco más o menos y los maleantes habituales.

En la clasificación maleantes habituales comprendía don Alfonso a todo hijo de vecino que tuviera con él alguna cuenta que saldar. Cuentas que eran muy pocas en razón de que don Alfonso era un águila para negociar con los campesinos. De todas formas, don Alfonso, a pesar de que la paliza la recibieron los que iban a dársela, se llevó un buen susto y comprendió que en su pueblo y en los de los alrededores era un hombre odiado.

Don Alfonso jugaba a las cartas con el cura, el farmacéutico y un pelanas que hacía reír a los tres y que medio oficiaba de bufón. El médico no era amigo de tertulias y el maestro no se acercaba a la de don Alfonso. El maestro, según frase de don Alfonso, era un tío rojo y muerto de hambre que quería quedarse con el dinero de los que tenían algo y por eso andaba siempre vociferando y amotinando a los campesinos. Al maestro le tenía prometido don Alfonso algo muy bueno, algo que le escarmentaría para toda la vida.

—Pero ¿ése qué se ha creído que es: el amo del pueblo? Aquí los únicos que podemos mandar somos la gente de orden y a ése se le van a volver de aquí en adelante los dedos huéspedes del susto que le voy a dar.

El farmacéutico le daba jabón:

—No sea usted duro con él, don Alfonso; es muy joven y ya se le pasará el sarampión. Si sigue en el pueblo, antes de tres años lo tiene usted sentado con nosotros jugando a las cartas. Se lo digo yo, ya lo verá.

Don Alfonso hacía un ruido extraño con la boca, apretaba los labios y parecía querer hozar en lo futuro:

—No sé, no sé si ése va a entrar por el aro.

Después de las elecciones don Alfonso se marchó a la ciudad. El padre de Ernesta lo comentaba con sus amigos:

—Tiene miedo, y el que tiene miedo es porque ha hecho alguna mala acción gorda. Por ahí ha debido de hacer algo más de lo que nos pensamos. Es peor que el mal ladrón.

Los campesinos enumeraban las malas acciones gordas de las que tenían conocimiento:

—En la familia de Fernández, al que llaman «El moro», dicen que se llevó hasta los arados; que si fueron deudas de juego del padre; que este don Alfonso tuvo que pagar; que si él fue el que compró los pagarés. ¡Quién sabe esas cosas!… Pues mira que aquí en el pueblo ha hecho también de las suyas. Ahora tiene más tierra a su nombre, arrendada a cuatro desgraciados que las que tenemos, los que tenemos un poco, reunidas.

El padre de Ernesta no se preocupaba por la política; tenía un especial escepticismo sobre todo lo que oliese a política:

—No hay que romperse la cabeza —decía— para saber a quien ha de votar uno. Los que vengan detrás lo harán siempre un poco peor que los que están, que lo hacen muy mal. Nosotros lo único que podemos desear es que los que gobiernen duren mucho, que se inflen bien, pero que no cedan el paso a los que van detrás, porque así nunca acaba el engorde y siempre vamos a estar echando pienso. Son guarros que nunca se matan. Comen en la pocilga hasta hartarse y luego se van a tumbar a la sombra mientras un hermano, peludo, negro o chato de grasa, ocupa su puesto y comienza a comer. —Y terminaba—: ¿Para qué vamos a votar nosotros; para decidir el orden de la comida? A mí lo mismo me da que coman primero los rubios y que lo hagan después los morenos, que al revés.

En primavera, Ernesta y sus compañeras salían al campo con la maestra. Recogían plantas y flores y las pegaban en cuadernos usados. La maestra las obligaba a cantar, mientras jugaban, canciones que ella les enseñaba. Ernesta le cantaba luego las canciones a su asombrada madre.

—Chica, ¡qué canciones tan bonitas os enseña la señorita!

—Dicen que son de este pueblo y de los otros de los alrededores, pero que se han perdido.

El padre se la quedaba mirando:

—Se han perdido en estos pueblos tantas cosas…

El verano se echó sobre los campos con una gravitación de tormentas. Algunos cultivos quedaron arrasados. Las mieses, después de una tormenta, quedaban pegadas a la tierra como si fueran cabellos de un cráneo gigante. Ernesta prohijó unos pollos de codorniz, que le había traído su padre del campo. Vivieron pocos días por más que los cuidó. Los campesinos cuando se encontraban al atardecer en la plaza del pueblo, hablaban del desastre de las cosechas. No les importaba que no fueran suyas. Al contrario, lo sentían como si fueran suyas. Ellos eran del campo y en el campo ponían sus escasas esperanzas. De las tierras que habían sido suyas hablaban con lástima. Les dolía la contemplación del desastre. Alguno aventuró: «A nosotros ¿qué nos puede importar que se pierda la cosecha o que cada espiga tenga, en vez de trigo, oro?» Sonó como una blasfemia. La tierra podía ser de los propietarios ricos, la cosecha hubiera servido para aumentar la riqueza de los propietarios, pero la tierra dando la cosecha era una hermana, una hermana esclava que daba lo que le pedían casi por nada o por el sudor de sus hermanos los labradores. No. No se podía decir que a los campesinos les diera igual que se ganara o se perdiera la cosecha. No. No había que medirlo por el rasero económico, calculando que los pobres saldrían perjudicados por la pérdida de la cosecha. Desde luego saldrían perjudicados y la vida se haría más miserable todavía, pero había una última razón, una razón infinitamente más poderosa, que ninguno sabía explicar, pero que todos, hasta el blasfemo despechado, sentían en lo íntimo.

Cuando el padre de Ernesta contemplaba los campos, se acongojaba. Llegaba a casa con una profunda desmoralización. Había olvidado todo excepto que la cosecha, en la que se ponían esperanzas en balde, esperanzas atávicas, esperanzas, sobre la nada, se había perdido.

—Se salvará bien poco. Algo que haya quedado a cubierto en algún quitasol de un cerrillo. Eso si se salva.

Ernesta oía a su padre hablar y sentía miedo. Hablaba del fin del mundo, del palpable y verídico fin del mundo. Cada uno mide su fin por su horizonte y de este mismo fin torna a resucitar los más de los años.

Don Alfonso, en cuanto se corrió la noticia, volvió al pueblo a enterarse de la magnitud del desastre. Dijeron que lloró y los campesinos lo comprendieron. Lloró acaso por el dinero perdido, pero los campesinos hubieran llorado igual aún pensando en otras cosas. Luego don Alfonso retornó a la ciudad.

En la trilla, el trigo recogido apenas daba un poco de grano entre la paja. Todos los chiquillos estaban en las eras. Jugar en los montones de paja, llevar el botijo a los mayores, tostados de sol, con la garganta áspera de polvo, era uno de sus oficios. También ayudaban a cortar las cuerdas de los haces con un cuchillito de cocina desgastado. Las cuerdas las sostenían por el nudo en una mano dejándolas sueltas. Las manos de los niños parecía que apretaban muñecas de crenchas cogidas con bigudíe y que sostenían largas colas de caballo que se agitaban divertidamente cuando las movían. Los chicos lo pasaban bien en las eras. Merendaban bajo el sol, reían, jugaban. Visitaban constantemente a sus madres para que les extrajeran pinchos de los cardos y de las malas yerbas que se mezclaban con la paja. Con las grandes horcas se perseguían entre gritos. Se quejaban, reñían. Eran felices sobre la paja en la que construían desfiladeros, toboganes; con la que celebraban batallas, hasta que una niña o un niño de los más pequeños se iba llorando hacia su madre. Entonces había una delicada y estupefacta contemplación y después un largo carrete de disculpas.

Estaba la paja amontonada y acabada la trilla. Los campesinos bebían con lentitud en los porrones de vino. Las mulas yugadas comían aletargadas moviendo las orejas, golpeándose los cuartos traseros con las colas, parpadeando de luz y de moscas pequeñas y furiosas alimentadas de secreciones oculares. El sol maduraba los arándanos en los espinos y los niños recogían sus pobres cosechas de agrios frutos. Una víbora, al límite de las eras, en el pedregal, se ocultaba rápidamente al ruido de una carreta. Las hormigas aprovechaban los granos de las eras y los conducían por sus caminillos, donde la circulación era titubeante, como si la ceguera las obligase a caminar reconociéndose y reconociendo el camino. La cigüeña volaba sobre las charcas que se habían formado en el arroyo sin corriente, a la caza de ranas o de culebras de agua. El pueblo pardo de casas bajas, entre las que destacaban tres o cuatro algo más altas, quedaba a un cuarto de hora de camino de las eras.

El padre de Ernesta bebió un largo trago. En el pitorro del porrón, el vino blanco espumeaba. Se pasó la mano por los labios.

—Esto se ha acabado. A esperar otro año.

El porrón iba de una mano a otra. Alguién extendió el brazo en toda su longitud. El vino hacía un arco brillante, áureo.

—Está el aire muy cargado. Como nos pille una tormenta antes de que el trigo esté en los graneros, nos va a dar trabajo. Aunque pongamos lonas, no solucionamos nada. El trigo coge humedad y se muse luego.

La tarde estaba en calma. Sin embargo, el delicado olfato de los campesinos para las cosas del campo, distinguía el olor de la tormenta lejana.

—Igual se va para otro sitio —dijo Paulino—; nunca se sabe.

Las mujeres, con las horcas al hombro y las cestas al brazo, caminaban hacia el pueblo. Los chicos pequeños las acompañaban. Los mayores estaban distribuidos entre los arándanos y la caza de un pájaro herido en un alto matorral. Gritaban:

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