La señora María le ordenó:
—Mañana te fijas bien y me lo dices. Yo no quiero ni entrar en la habitación porque él… él es muy escamón, y yo no quiero. Ese hombre se va a volver loco. Tú mañana te fijas bien, ¿eh, Ernesta?
Al día siguiente Ernesta abrió el cajón de la mesilla y revolvió cuidadosamente entre las cosas allí almacenadas. La fotografía no estaba. A la hora de comer el señorito Ponciano llegó del campo inexplicablemente contento.
A Guillermo Arenas lo trasladaron. El traslado le contrarió. Se encontraba a gusto en el pueblo. Le mandaban a Castilla. Se despidió de la gente que conocía, de una muchacha con la que había salido alguna vez, de los compañeros, y al tren. En el vagón de tercera recuperó el humor hablando con los demás viajeros, campesinos y tratantes de viaje corto en el Correo a los pueblos o a las ferias de los alrededores. Un gitano viejo, vestido de azul marino, con un pañuelo blanco cayéndole del cuello como una serpiente, le ofreció vino de una botella con tapón de caña.
—Beba usted, señor guardia, por su salud y por la mía, que no me tropiece con usted oficialmente.
Era un cumplido. Guillermo aceptó la invitación y dio en contar cosas de gitanos.
—Detuvimos una vez a uno que se llamaba Valentín Zafra, que debía de ser de Badajoz…
Interrumpió el gitano:
—¿Quién, un hombrachón de unos cuarenta años, tratante era su oficio, muy hablador, muy alegre, que para todos tenía una buena palabra?
—Pues sí, algo parecido. Era alto, dijo que se dedicaba a la trata de ganado y hablaba continuamente.
—Ese, señor guardia —dijo el gitano—, es medio sobrino mío. De los Zafra de Badajoz. Todo un hombre de bien. Eso es, todo un hombre de bien.
La conversación era alegre. Fueron bajando los campesinos y los tratantes. El tren avanzaba lentamente. Hacía un calor húmedo en el interior del vagón, que pegaba las espaldas a las tablas del respaldo del asiento. Pasó el mediodía. El cuerpo lo sentía Guillermo como una sucia burbuja que de improviso fuera a reventar. El vagón olía a barniz y a resina y a corral. El tiempo pasaba lentamente. Miraba al campo por las junturas de la rejilla quitasol. Y pensaba. Pensaba en el pueblo donde le habían destinado. Un pueblo de Castilla del Norte, seguramente frío en invierno, como el polo, y caluroso en verano, como el mismo infierno. Y además de todo esto, más pequeño, más pueblo que el que acababa de dejar. Estaba arreglado. En cuanto pudiera lograr un traslado para Andalucía, no lo dudaría ni un instante.
El tren marcaba en dos tonos el ritmo de la marcha, acercándose a Despeñaperros.
Estaban bajando cubas de un camión. Desde el balcón corrido del primer piso de la casa, Ernesta veía realizar la operación. Un plano inclinado formado por dos o tres tablones y una soga gruesa eran los elementos que tres hombres, entendiéndose por medio de gritos casi guturales, manejaban en la descarga de las cubas. El hombre que sostenía la soga desde el camión, saltaba al suelo cuando ya había descendido una cuba y la empujaban, rodando, sus dos compañeros hasta la entrada del almacén; entonces cogía un puñado de polvo y se frotaba con él las manos recalentadas y enrojecidas por la labor. Ernesta imaginaba el placer que debía de sentir el hombre al frotarse las manos con el polvo fresco de la plaza. El polvo con el que los niños, en las mañanas de primavera, cercano el verano, antes de que el sol caliente la tierra, juegan, gustando de echarlo de una a otra mano en un riego suave y refrescante.
Desde el balcón vio pasar por primera vez a Guillermo Arenas recién llegado al pueblo y que, con un compañero, salía de servicio al campo. Ernesta lo siguió distraídamente con la mirada. Volvió la cabeza hacia los hombres que descargaban las cubas del camión, hasta que la voz de la señora María la arrancó de la contemplación.
La llegada de un guardia nuevo, de un forastero, de alguien que fuera a estar en el pueblo algún tiempo, constituía siempre un acontecimiento. Las mujeres y los hombres hablaban exagerando o precisando las noticias que se tenían del que acababa de llegar. Si era un guardia, se corrían inmediatamente rumores sobre la tierra de donde provenía.
—Si es extremeño (no querían significar únicamente que hubiera nacido en Extremadura, sino que de ella viniera), malo —decía algún campesino—; nos va a querer meter en varas y va a haber disgustos.
—Si es de ciudad nos va a amolar con papeles y pijadas —comentaba alguien que tenía su negocio en la carretera, es decir, en el transporte de cereales o de animales, sin demasiados requisitos de guías de la delegación correspondiente. Comenzaban por localizar la tierra en la que había nacido o servido y acababan las mujeres, si era joven y no estaba casado, por localizarlo sentimentalmente. Ernesta, sin querer, sin preocuparse por nada, llegó a enterarse de parte de la vida de Guillermo Arenas y de los proyectos para el futuro del mismo. Le dijeron que el guardia Arenas tenía muchas ganas de casarse. Ernesta no dio ninguna importancia a la noticia.
Las viejas suelen comentar las bodas, los noviazgos, los nacimientos y las defunciones con respecto a una determinada fecha del año. Fecha que suele ser la de la fiesta del Patrón o Patrona del pueblo. Dicen: «Murió Fulano poco después de la Virgen. O tales se hicieron novios por la fiesta de la Virgen. O se casaron domingos antes de la Virgen.» Las fiestas del pueblo sirven de referencia para situar los acontecimientos importantes de la vida. En las fiestas, la vida cobra dinamismo, toma un ritmo nuevo, rápido, lo que fue languideciente observación o reticente estrategia. Ernesta y Guillermo ya habían hablado y se habían mirado cautelosa y misteriosamente durante el invierno y la primavera. Los encuentros ocurrían como de casualidad. La señora María estaba sobre aviso y ejercitaba una labor docente, consubstancial a su modo de ser, con Ernesta.
—Mira, muchacha, tú todavía eres muy joven. Deja que pase el tiempo, deja al tiempo que corra para que aprendas más, para que entiendas a distinguir y no te dé la ventolera por el primer hombre que te mira como mujer.
Ernesta callaba y en su habitación, ya sola, pensaba en Guillermo, con una fe ingenua e inquebrantable en que tenía que suceder algo a lo que temía, pero que le parecía hermoso. Los encuentros con Guillermo continuaban siendo, en apariencia, casuales y seguían revestidos de la misma sorpresa de las primeras conversaciones, de los primeros escarceos de diálogo, que al principio torpe pero intuitivamente, situaban a ambos en zonas de mutuo contento.
Llegaron las fiestas de los principios del estío. Las hogueras de San Juan estaban prendidas en la plaza del pueblo desde el atardecer. La señora María, después de cenar, le había dicho a Ernesta que podía salir, si quería, a la plaza, con cuidado de no regresar tan tarde que al día siguiente fuera para ella un como día prieto de sueño, casi sonámbulo; ya que no se podía ni se debía ni se permitía abandonar las labores de la casa en una fiesta en la que el trabajo se multiplicaba importantemente.
Saltaban los mozos y las mozas, emparejados, las hogueras en las que se quemaban junto a las ramas, de las que se habían provisto en los bardales los piroentusiastas, los objetos más extrañamente caídos en desuso. Un mozo arrojó a las llamas un lavabo de madera astillada cuya palangana servía, hacía mucho tiempo, en un corral para que bebieran las gallinas. Otro echó en la hoguera dos escobas viejas. La gente en la plaza celebraba los hallazgos de objetos viejos y quemables, con risas. Ernesta estuvo un momento contemplando, escuchando y olfateando las llamas, la algarabía y el humo, hasta que se le acercó Guillermo.
El viejo rito de la gaseosa como supremo lujo en la noche de San Juan se llevó a cabo.
—¿Qué quieres que tomemos? —preguntó Guillermo.
E inmediatamente, con el rechazo tácito para los licores o para el vino dulce que una mujer de campo tiene en los supuestos comienzos de un noviazgo, Ernesta contestó:
—Nada. —Hasta ver que él insistía. Y luego, ante la insistencia, porque el juego aun desconociéndolo, se aprendía espontáneamente—: Bueno, pues una gaseosa.
Una gaseosa que en el hombre del campo despierta algo como un respeto por la mujer que la toma.
En la noche de San Juan, Ernesta y Guillermo fueron felices. Rieron todo lo que buenamente pudieron: los calzones quemados del mozo heroico delante de las mujeres, que salta como un diablo por encima de las llamas insistentemente; el miedo del retrasado mental, ya de edad, al que las mozas cruelmente impulsan hacia la hoguera entre risas, mientras él llora no se sabe si de miedo o del humo de las ramas verdes. Rieron y acabaron tomando a última hora otra gaseosa Ernesta, y una copa de anís vertida en agua Guillermo, porque los hombres en las fiestas, como en cualquier manifestación de la vida, se tienen que distinguir con algo fuerte.
Para finales del verano, todo el pueblo sabía que Ernesta y Guillermo eran novios, aunque Ernesta lo negara al que se lo preguntara, al contrario de Guillermo que, sin contestar positivamente, otorgaba callando, con un vago gesto y una vivaracha alegría en los ojos. Doña Paula, por sugestión de la señora María, llamó un día a Ernesta:
—Me he enterado de que tienes novio. ¿La cosa es formal?
Ernesta se puso colorada.
—Pero, mujer, eso es normal; no tienes por qué ponerte colorada. Contesta.
Ernesta odiaba en aquel momento a la señora María, la vieja, la bruja, que había ido con el cuento. Articuló apenas:
—Sí, señora.
—Muy bien. De modo que pensáis casaros.
—Sí, señora.
—Pues tienes que ir preparándolo todo. En casa te ayudaremos en lo que podamos.
La entrevista fue reproducida a Guillermo por Ernesta aquella misma noche. Guillermo lo celebró muy contento.
Los padres de Ernesta, cuando se enteraron de que se iba a casar su hija con un guardia, se llenaron de gozo. «Es un buen partido —pensó Paulino—; un guardia no tiene que estar sometido al trabajo a jornal, tiene un sueldo y de él puede vivir muy bien. Nuestra hija ha tenido suerte.»
El asunto se tomó con calma porque no era cosa de que la hija fuera al matrimonio apenas con lo puesto. La madre de Ernesta hacía esfuerzos económicos para poder comprar a su hija las cosas que juzgaba había de necesitar. Lo comentaba con algunas vecinas:
—Sí, se va a casar con un guardia. Él tiene mucho porvenir. Estamos muy contentos, no podíamos haber encontrado nada mejor. Ernesta es muy dispuesta y sabrá llevar bien la casa.
Los compañeros de Guillermo le gastaban bromas que él aceptaba sonriente:
—Pero, hombre, como te casas tan joven, ya vas a ver lo que es bueno. Lo que haces no es recomendable, a no ser que tengas muchas ganas de tener mujer. Te van a ascender a cabo por héroe. Casarse en estos tiempos no lo hacen más que los muy ricos o los que tienen más narices que el difunto Espartero.
Dos meses antes de la boda, doña Paula comunicó a Ernesta que podía irse a su casa a trabajar, aunque no por eso dejaría de percibir el sueldo que le correspondía. Ernesta se volvió muy contenta para su pueblo. Volvió en el carro que la había traído hacía dos años y durante todo el camino habló con el carretero. El carretero tenía pocas ganas de hablar; decía que en el vientre se le revolvía, dándole picotazos, un nidal de avispas.
—Estoy como enfermo y se me ha ido el humor y las ganas de silbar. Si esto sigue así y no se me cura con la manzanilla, tendré que ir a ver al médico.
Ernesta le recomendó que dejara de beber en las cantidades que tenía fama de hacerlo.
—Si dejo de beber, y ya estoy viejo para cambiar, me muero como un pajarito. El vino limpia los intestinos de todos los humores malos.
Ernesta seguía recomendándole métodos para que le desapareciesen los dolores. El carretero la miró un instante al entrar en el pueblo.
—¡La de vueltas que da el mundo! Hace dos años la triste eras tú, criatura, y ahora soy yo el que está alicaído y desmadejado. La de vueltas que da el mundo, ¿eh?
Ernesta bajó de un salto frente a la puerta de la casa de sus padres.
* * *
En la guardia relevó Ruipérez a Pedro Sánchez. El sol estaba ya descendiendo. La tormenta, lejana. La sombra de la muralla se extendía como una mancha violeta. Chirriando volaban las golondrinas en escalas violentas, tan pronto rozando la tierra como ascendiendo hacia el cielo, hasta que parecían perder fuerza y se lanzaban de nuevo sobre la tierra. Del suelo se levantaba un calor pegajoso.
Ruipérez miró a la lejanía, por la que rodaba la tormenta.
—Si hubiera llovido haría fresco.
Pedro se echó el fusil a la espalda. No deseaba hablar.
—Están rezando con el cura —advirtió Ruipérez.
—Bien.
Pedro caminó hacia el Cuerpo de Guardia.
Las gallinas titubeaban antes de entrar en el corral, donde se fraguaba la oscuridad primera. Los pasos de Pedro sonaban duramente en el silencio del patio.
—Antes que se ponga el sol estarán aquí —repitió el párroco.
—No sé cómo pueden tardar tanto. No les debió de pillar muy lejos lo que sucedió. Acaso es que esté herido y tienen dificultades para traerlo. De todas formas, algo se tenía que saber.
El alcalde encendió un cigarrillo, hecho calmosamente, con torpeza campesina.
—Abra las ventanas, mujer; ya ha pasado el calor fuerte —dijo el cura.
Sonsoles abrió las ventanas.
Carmen pensaba en sus hermanas, en Madrid, en la vida sin sobresaltos, en la tranquilidad de volver a casa y encontrar todo como lo dejó. Una de las hermanas se había casado, la mediana. La otra se había divertido. No, no era un mala mujer. Se había divertido y había hecho bien. Ella lo aprobaba. A la vida hay que sacarle lo poco que tiene. No se le puede tachar a nadie de que haga lo que le parezca, aunque nosotros lo juzguemos como malo. Allá cada uno. Los que han sacado algo eso llevan ganado y total ella ¿qué había sacado? Muy poco y si ahora… no lo quería ni pensar. Mejor pensar en otra cosa. Pensar por ejemplo, en la miseria de las mujeres que la rodeaban. Evadirse y dedicarse a valorar lo que había sido la vida de las demás. Allí estaba María, que tenía, que creía tener más inteligencia y estaba mejor preparada que cualquiera otra para la vida. ¿Y qué? Lo mismo que Ernesta, que no era nadie, que no había sido nada, que apenas pensaba y que seguiría siendo nadie hasta que se muriera. Nadie, como todas. Nadie: la mujer de un guardia. Nadie; una pobre mujer esperando allí a que le trajeran al marido muerto, tirado en unas angarillas, para que se diera cuenta de que no era nadie o menos que nadie.