—Cuida la ropa —le dijo— y administra lo que te he puesto de comer en la maleta. En esas casas nunca se sabe si te van a matar de hambre o te van a cebar. Lo mejor es que andes con tiento y administres lo que llevas. Si pasas mucha hambre lo dejas, y te vuelves; ya veremos cómo nos arreglamos. No tengas miedo, te vuelves y asunto acabado. —Se lo hizo prometer.
Lloró al despedirse. El carretero que estaba esperándola se inquietaba ante la larga despedida.
—Que no va a ser para tanto, mujer; que otras también van a servir y cuando vuelven han engordado y tienen hasta tristeza por haber vuelto. Que hay que ver mundo y espabilarse. Pues está la vida como para hacer dengues. —Ernesta se secó las últimas lágrimas y subió al carro. El carretero le había preparado un asiento con unos serones—. Siéntate ahí, que irás mejor. —Luego se puso a silbar.
La madre estuvo plantada en medio de la plaza hasta que vio desaparecer el carro entre las casas, buscando la carretera. Paulino se hallaba emocionado.
—Tú, mujer, ¿crees que hemos hecho bien mandándola a servir?
La mujer se metió en la casa.
—Claro, hombre. Aquello es más grande y más rico; puede que encuentre algún mozo que le vaya bien. Aquí no hay más que mucha hambre y para morirse de asco y de hambre, siempre le quedará tiempo.
Paulino inclinó la cabeza, meditabundo.
Fue un camino de melancolía. El carretero le hablaba continuamente y ella contestaba casi sin ganas a las preguntas que le hacía. El lento andar de las mulas le daba ocasión de ir valorando el alejamiento. El carretero silbaba. Confesó que silbaba porque era mejor que cantar y menos cansado.
—Silbando se pasa el camino antes. Yo lo aprendí de mi patrón. Por ahí la gente cree que para el camino, para matar el tiempo, lo mejor es cantar. Pues no. Es difícil encontrar alguien que vaya por el camino cantando. En cambio, silbar lo hacemos todos. El pastor silba para matar el tiempo en el campo. El que va pidiendo cuando no le oyen, silba. Los guardias silban así, como para su camisa, para que nadie los oiga. Los carreteros silbamos. Es una buena compañía. ¿No te parece?
Ernesta sonrió. El carretero seguía su monólogo:
—Hay algunos que saben imitar a los pájaros. Yo conocí a uno que no necesitaba cimbel cuando iba de caza. Se lo hacía él todo. Claro que aquél era una cosa nunca vista; murió cuando la guerra de unas fiebres; fue amigo mío. —Añoraba el tiempo pasado—: ¡Qué tiempos! ¡La de veces que entre aquél y yo habremos bebido media damajuana los dos solitos! Tu padre le conoció, que te cuente él. Era zamorano, de un pueblo que le llaman Cubo de Vino, que da los mejores bebedores de Castilla y León. Aquél sí que era…
Valoraba el alejamiento. Ya no se veía la alberca. Ya no se veía el nogal grande en cuya copa los chicos construyeron una vez una cabaña. Ya no se veía la casa, de fachada azul, donde estaba la taberna. Tras el carro estaba, allá al final de la carretera polvorienta, el pueblo. El carretero hablaba y hablaba. Rechinaban los ejes. Chascaba la lengua del carretero para animar a las mulas. Una cuerda colgante dejaba tras el carro un surco serpenteante, como del paso de una culebra. Y Ernesta veía acercarse el otro pueblo. Primero la torre de la iglesia hacia la cual iba recto el camino. Luego los tejados rojos, rosados, pardos. La línea de chopos recortada en el azul, trazando el curso del arroyo medio seco, como todos los de Castilla en el verano.
Sin darse cuenta apretaba el asa de la maleta colocada junto a sus piernas. Pensó en lo que sería aquella casa donde iba a comenzar una nueva vida. Tendría que trabajar mucho. No se asustaba. Trabajar no importa. ¿Le darían de comer? Comer era una obsesión. Ella nunca comía mucho. Pero la madre le había advertido: «Si pasas hambre, te vuelves.» Se imaginó maltratada por las gentes de la casa. Se compadeció a sí misma. El carretero volvió un momento la cabeza y la encontró a punto de llorar. Se echó a reír.
—Mujer, si pareces una criatura. ¡Que no te van a comer! Siempre, cuando se sale de la casa, le entra a uno miedo. Si yo te contara… Cuando fui soldado, el servicio no era como ahora, era mucho más duro. A mí me mandaron a Levante. Cuando me enteré de para donde íbamos, me entró una congoja que, fíjate, soy hombre y no me avergüenzo, me pasé lo menos dos noches llorando. Y eso que me había salvado de ir a África, No sé lo que me pasaba. Si me dicen que me llevan a África, pues no lo hubiera pasado peor. Era el salir de casa. Yo estaba llevando un carro, como ahora, y del mismo sitio al mismo sitio que ahora. Había visto algo más de mundo que los otros, pues nada, estaba apabullado. El salir de casa cansa y asusta hasta que te acostumbras. Si ahora me dicen, viejo y todo, que si quiero marchar a América porque allá atan los perros con longanizas, pues igual lío los bártulos, licencio a la familia y me largo. ¿Por qué no? Ya verás en cuanto llegues y tomes confianza con ellos, que son buena gente; se te pasa la tristeza en menos que canta un gallo.
Entraban en el pueblo. El carretero saludaba a los vecinos. Estos le gastaban bromas:
—¿Qué traes de valor, buena pieza? ¿Qué has pescado en el camino?
El carretero inflaba el pecho:
—Mirad, mirad lo que traigo.
Ernesta estaba asustada ante las miradas y los comentarios en voz baja de los hombres. De pronto el carretero dijo:
—Bájate, que aquí es. —La ayudó a bajar la maleta—. Te deben de estar esperando.
Ernesta ante el portal abierto y vacío no sabía qué actitud tomar. Tímidamente pidió permiso para pasar. Una voz de mujer le respondió desde dentro:
—Adelante quien sea.
Ernesta hizo un esfuerzo cogiendo la maleta y entró. Después de la luminosidad del camino, no acertaba a precisar los objetos en la penumbra del portal. Tropezó con un arca.
—¿Por dónde?
Una mujer salió secándose los brazos con el delantal.
—Pasa, pasa aquí a la cocina. Tú eres la que vienes a vivir con nosotros, ¿verdad? —La voz se ahogó en la garganta de Ernesta. Respondió con un «sí» casi suspirado. La mujer tenía una voz alegre. Los ojos de Ernesta se fueron acostumbrando a la oscuridad de la cocina—. No abro por las moscas. En seguida se llena esto de esas malditas. Siéntate, mujer, y descansa, que la caminata ha sido grande.
—Vine en un carro.
—No importa. El camino cansa lo mismo y el carro cansa más que el camino.
En la cocina había una gran mesa cubierta con un hule blanco. Sobre un platillo, una jarra de agua.
—Querrás refrescarte, ¿no es verdad? —La mujer le sirvió agua de la jarra. Estaba muy fresca. Empezó a hablar en seguida de las cosas que tenía que hacer. Explicó quién era ella—. Los he visto nacer a todos. Llevo en esta casa más de treinta años. Me llaman la señora María. Así me puedes llamar tú. Vas a ir a vivir al último piso. Ahora, en el verano, es un poco caliente durante el día, pero como tú durante el día no vas a estar metida en la habitación, te da igual. En cambio, en el invierno es el sitio más caliente de toda la casa, porque las habitaciones del primer piso son más grandes que un portegado y las del segundo no se usan nunca, a no ser que vengan de la ciudad invitados. ¿Sabes servir la mesa? Bueno; si no, ya aprenderás. Eso se aprende pronto. Además, aquí no se anda con demasiados refinamientos. La señora se llama doña Paula y los chicos… bueno, los chicos ya los irás conociendo. Te tienes que levantar a las siete, mientras haga calor; luego un poco más tarde. Tienes que ir a misa. ¿Tú vas a misa? Me lo imagino; no sé por qué te hago esas preguntas; claro que vas. Bueno, pues hay que ir a misa y luego preparar el desayuno; ya te enseñaré yo. Esta casa —afirmó orgullosamente— cuando yo era joven no necesitaba más que de mí, y eso que la señora estaba criando. Cuando más alguna mocita que me echaba una mano.
Hizo una pausa la señora María. Ernesta estaba enterándose de que prácticamente la que mandaba en la casa era ella y no la verdadera dueña. Era una criada vieja, y una criada vieja en Castilla acaba por ser tan de la familia como los que la forman. Todos los asuntos concernientes a la casa parecían estar en sus manos, porque en seguida le comunicó a Ernesta:
—Cuando tú necesites algo me lo dices. Tú no tienes por qué decírselo a otra persona; me lo dices a mí, que para eso estoy yo aquí. —Se engalló un momento—: Tú eres todavía muy joven para tener dinero, así que se lo mandaremos a tu madre. Como ella sabe lo que tú cobras, pues arreglado. Ahora esto no quita para que si tú quieres alguna vez comprar algo me lo digas —reafirmó—, me lo digas a mí, naturalmente, y entonces yo te doy lo que tú quieras y cuando llegue el mes se lo digo a tu madre y en paz.
Ernesta estaba escuchando, sentada casi de perfil y en el borde de la silla. La mujer continuaba hablando. Le dijo muchas cosas sobre el quehacer cotidiano, doméstico. Fue suave hasta la ternura y dura hasta la amenaza. En la cabeza de Ernesta todo daba vueltas. Ya no le quedaba tiempo de pensar en su pueblo recién abandonado. Subió a la habitación acompañada de la señora María y pudo comprobar que lo que le había anunciado del calor no era una exageración.
La habitación era un horno y tenía un acre olor que molestaba al olfato.
—Aquí vivirás con la otra compañera, que se llama Brígida. Brígida es una buena chica, aunque algo sucia; a ver si tú la metes en cintura. Suele dejar todo tirado y siempre estoy peleando con ella por eso. Confío en que tú no serás como ella. De todas formas, antes del invierno es muy posible que se vaya a su casa, porque allí la necesitan para el trabajo.
Ernesta dejó la maleta, cambió los zapatos que llevaba puestos, nuevos y además únicos en su ajuar, por unas alpargatas, y bajó a la cocina. Antes cerró la maleta cuidadosamente, con la llave colgada de una cadenita, junto a una medalla, en su cuello.
La dueña de la casa llegó al atardecer, cuando el sol se estaba poniendo. Era una mujer muy flaca, de pecho hundido, con las mejillas descarnadas, que parecía estar enferma. La señora María al lado de ella, tal vez por el abultamiento de las sayas múltiples que llevaba, parecía ser la imagen contrapuesta, la mujer ya vieja, pero fuerte, que ha sido capaz de dar cuatro hijos al mundo —cuatro eran los hijos de doña Paula— y que ha trabajado toda su vida sin merma de su vigor. Doña Paula nada más entrar en la casa, —Ernesta vio que había descendido de una tartana— se derrumbó sobre el primer asiento que encontró.
—Estoy muerta, María. Ya les había dicho yo a los chicos que no me llevasen, que iba a volver tronzada, pero como son unos caprichosos y venga de «Anda, mamá, anda, vamos hasta Landaverde»; pues no he sabido resistir.
—Ya les voy a dar yo a ésos —dijo la señora María—. Si me hubiera usted hecho caso, ahora estaría tan pimpante en su habitación, fresca y descansada.
Doña Paula se dejaba mimar por la señora María.
—Tienes toda la razón; no vuelvo a salir de casa en todo el verano.
—Pero ¿a quién se le ocurre sacarla a usted con el calorazo que ha hecho? Buena van a llevar esos bandidos.
Ernesta estaba parada en la puerta de la cocina, esperando que la señora María la presentase. La señora María se volvió un momento hacia ella.
—Tráete un vaso de agua bien fresca para la señora.
Luego le dijo a doña Paula:
—Es la nueva chica, parece formalita y educada. Ya veremos.
Los hijos de doña Paula entraron dando voces en el portal.
—No seas quejica, mamá, que no es para tanto. Si en toda la tarde no te has movido… Si has estado sentada en la silla en un sitio fresco sin que nadie te molestase.
La madre se quejaba:
—Es que a mi edad se cansa una de todo. No sabéis lo cansada que estoy. No puedo salir de casa; en cuanto salgo valgo menos que una perra chica.
En la casa el trabajo era duro. Brígida, la compañera, era una muchacha casi inútil, que se pasaba el día yendo de un lado a otro sin hacer nada positivo. La señora María la reñía constantemente. A la noche, cuando se acostaban, le gustaba contar a Ernesta las pequeñas cosas que le habían sucedido durante el día, entonando la voz como si fueran cosas muy importantes. Ernesta se dormía y todavía ella seguía hablando hasta que se daba cuenta. Entonces apagaba la luz y antes de dormirse suspiraba continua y profundamente. Al principio Ernesta la escuchaba en sus comentarios sobre las labores cotidianas; luego ya no le hizo caso.
Los hijos de doña Paula estudiaban y vivían en la ciudad, excepto el mayor, que se pasaba todo el año en el pueblo. El mayor se llamaba Ponciano y había quedado mutilado de una pierna en la guerra. Andaba siempre como amargado y trataba mal a Brígida y a Ernesta. Brígida decía que le tenía más miedo que a un nublado. Ernesta le fue conociendo el genio y se enteró por la señora María de la causa de su amargura. La señora María le explicó:
—A Ponciano, que es al que yo más quiero, le dejó la novia plantado. La quería a rabiar. Menuda arpía debía de ser ella. En la guerra se casó con un italiano y ahora vive en una ciudad que llaman Nápoles. Entre que le dejó la novia y que perdió la pierna, el hombre se ha amargado. Yo creo que ha cogido asco a las mujeres. Es que las hay…
Ernesta se enterneció y procuró servirle lo mejor posible, en adelante.
En el otoño se marchó Brígida a su casa, y tres de los hijos de doña Paula a la ciudad. Ponciano se quedó. Arrastraba su pierna artificial por la habitación, dando vueltas y más vueltas antes de acostarse. Ernesta le oía cuando subía la escalera hacia su cuarto después de haber terminado las últimas labores de la noche. Tumbada en su cama, pensaba en el señorito Ponciano. Cada día le parecía mejor. Cada día detestaba más a la novia que le dejó plantado, y trataba de imaginársela. La señora María le había dicho que era una mujer muy guapa. Tuvo ocasión de comprobarlo; una mañana en la que, estando haciendo la habitación del señorito, encontró el cajón de la mesilla de noche abierto. Nunca había tenido la curiosidad de mirar en él. Fue una casualidad. Descubrió la fotografía de una mujer, pero casi no la distinguió. Estaba llena de manchones de tinta y de plumadas fuertes y como dadas con rabia. Pensó que aquélla era la novia del señorito y a la tarde le contó a la señora María el descubrimiento. La señora María se puso repentinamente seria:
—¿Estás segura —le preguntó— de que la fotografía era la de una mujer muy morena, guapetona, que tenía una dedicatoria en un ángulo?
Ernesta se desconcertó:
—Creo que sí. No la pude ver bien porque estaba toda la fotografía llena de tachones. No me atreví a cogerla para verla mejor. Pero creo que sí, que era como usted dice.