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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (32 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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De pronto Ernesta ha preguntado algo. María inquiere.

—¿Qué dices, Ernesta?

—La hora. ¿Qué hora es?

—Pronto. Las seis y media, o tal vez algo menos. No sé.

Abajo, en la acequia, los niños están sentados. El más pequeño juega con una varita. Hace extraños dibujos en el suelo. Está como ensimismado en sus dibujos mientras los otros planean algo que está fuera de sus cálculos. Quieren ir a fumar ajén, unos palos porosos y secos que cortan de una planta trepadora que crece en la muralla por el lado del pueblo. Ya lo han decidido. Van corriendo. El chico pequeño se queda atrás. Desea todavía acabar uno de los dibujos, pero no quiere quedarse solo. Va detrás de ellos, llamándolos.

El perro explora, husmea, persigue a una gallina cansadamente hasta que el ave bate las alas y cacarea furiosamente. El perro encuentra un trozo de pan sucio que olisquea, con el que se entretiene. Se acerca a la puerta de entrada. Pedro chasca.

—Fuera de aquí.

El perro se vuelve con los cuartos traseros bajos, mirando temerosamente los negros botos de Pedro.

Las nubes de tormenta han avanzado hasta verterse hacia el sur de la llanada. El sol, todavía alto y cegador, contrasta su morado negruzco. Pedro observa el cielo. «No habrá tormenta. Al sur la tormenta se remansará en su viaje y lo que esté sin recoger, si es fuerte como amenaza, se perderá.» La tormenta lleva en sus flancos, como custodiándola, un viento cálido que aumenta ahora y que luego irá decreciendo suavemente hasta desaparecer. El viento es como un pez piloto de la tormenta, la circuye, avisa su llegada y su marcha.

Pedro suda. Siente las cejas húmedas. La piel de la frente tirante. Creo que se le canaliza el sudor por la columna vertebral. Piensa que ha de quedarse frío inmediatamente porque ha sido el viento cálido, bochornoso, el que le ha hecho trasudar. Daría algo por beberse un vaso de agua. Al final, donde él no alcanza a ver, está el pozo. Y en el torreón grande, donde el tiempo ha hecho poca mella, el depósito de agua, cuyo escape se regula con un grifo que da un agua deliciosamente fresca.

—María, ¿crees que sería conveniente avisar al párroco? —ha dicho de pronto Sonsoles.

María la mira duramente. En su mirada hay odio. Pensaba en aquel momento que nada había pasado. El silencio la ayudaba. En el silencio se había dejado transportar por la imaginación a otro mundo de calma, de serenidad, donde no estaba, ni entrevista, la realidad amarga.

—No creo que sea necesario en estos momentos. Además llamarle cuando nos enteremos no cuesta demasiado tiempo, como quien dice; está ahí, a unos pasos.

Está a unos pasos. Las palabras han despertado en Ernesta un nuevo miedo. Está a unos pasos. ¿Quién? He aquí que aparece el cura preparándose para rezar por Guillermo. El luto bajo el sol. Todas las mujeres de luto alrededor de ella, de Ernesta. Está asustada, cada vez más asustada.

—María, estarán al llegar.

—No te preocupes, Ernesta; ya nos avisarán.

—María, casi estoy deseando que lleguen.

—También nosotras. Ten calma.

Le hubiera descansado llamarla por tercera, cuarta o quinta vez; hablar con María o con todas. La han despertado del silencio, la han despertado a la congoja que necesita el calor de la compañía, el calor de la palabra. Está desvelada del silencio, y por eso intenta por tercera vez hablar con la que puede transmitirle mejor consuelo.

—María, acompáñame a ver lo que pasa.

—No hay nada que ver.

—Acompáñame.

Se levantan las dos y salen al patio. Ernesta se vuelve de pronto a María y la abraza.

—Es que no lo puedo resistir.

—¿Resistir? —los ojos de María se fijan en la muralla y parece que su mirada ahonda en ella, la penetra—. ¿Resistir?

—María, vosotras sois más fuertes.

—Sí, Ernesta, pero ten tranquilidad. A Guillermo seguramente no le ha pasado nada. Ha podido ser a la otra pareja. A Cecilio o a Baldomero…

Hace una pausa María Ruiz. Coge por la cintura a Ernesta.

—Anda, vamos adentro.

* * *

Por la cuesta suben el párroco y el alcalde del pueblo. Pedro calcula los pasos que les separan de él. Doscientos, doscientos cincuenta pasos. El alcalde alza la mano en un saludo. Se paran. El cura hace con las manos pantalla sobre los ojos.

«No tardarán mucho en llegar los compañeros. Estos dos no hubieran subido si no supiesen el fin próximo. Dentro de poco los compañeros aparecerán entre las casas últimas del pueblo, irán subiendo. ¿Vendrán con él? ¿Vendrán solamente los tres? Vendrán con él, vendrán los cuatro.»

El cura lleva las manos a la espalda. Se han detenido otra vez. El cura ha apoyado una de sus manos en la rodilla derecha y se ha subido a un montículo. Se vuelven de espaldas al castillo. Miran hacia el pueblo. «Desde ese lugar ¿verán acaso a los compañeros? No, deben de estar hablando de otra cosa. Ya se acercan.»

El cura y el alcalde saludan al guardia.

—¿No hay noticias? —inquiere el cura.

—Ninguna por ahora, don Antonio.

—¿Están enteradas las mujeres?

—Sí, ya lo saben todas.

Ruipérez sale del Cuerpo de Guardia.

—¿Cómo están ustedes?

—¿Las mujeres —pregunta el cura— están en alguna casa?

—Sí, don Antonio. Ahora llamaré a la mía.

Don Antonio da grandes chupadas a su cigarrillo.

—Mira que ha sido desgracia. Esto no ha ocurrido nunca.

Pedro mueve la cabeza a un lado y a otro.

—Ocurre muchas veces. Las ferias traen esto. Lo que pasa es que como por aquí la gente es tranquila… Pero ocurre y cuando ocurre, pues ya lo ve usted.

El alcalde coge el cigarrillo con toda la mano. La palma forma una cuna en la que el humo descansa un momento y luego se escapa. El alcalde mira la mano que sostiene el cigarrillo, mira al suelo, mira al horizonte.

—Cuando yo era joven andaba echado al campo uno que le decían «Tresviejas» porque había robado a tres mujeres de mucha edad y a una de ellas le había dado un cascotazo en la cabeza que la volvió loca. Este «Tresviejas» tenía mala condición y era cobarde. A un gitano que contó un algo de él, le pinchó la bestia que llevaba a la feria y lo arruinó. Pues a «Tresviejas», con todo lo cobarde que era, la Benemérita se vio y se deseó para echarle el guante. El tío se defendía a pedradas, a mordiscos y con una cuchilla grande de castrador. Le tuvieron que tumbar de un balazo. El cabo, al ver que no podían con él, le dijo al compañero: «Aparta que a éste se le van a acabar los humos.» «Tresviejas» se murió bajo el sol, en un ribazo, cagándose en todo. En el campo la gente reacciona siempre mal; no se puede decir éste es cobarde o éste es medio marica y se va a entregar. Donde menos se espera uno, allá está un tío dispuesto a jugársela como los buenos. En el campo no se puede andar en contemplaciones con la gente…

El alcalde calló un instante; en seguida reafirmó lo dicho.

—Parece que a la gente se le sube el sol a la cabeza y se vuelve medio loca. Así es. ¡Quién sabe lo que habrá pasado hoy! Yo creo que de todo lo que ocurre por esta tierra, el sol es más culpable que nadie. A uno le da un calenturón de sol y ya lo tienen ustedes haciendo lo que no debe hacer. ¿Se acuerdan, hará dos años, cuando al chico de la que llaman «La Hurona» le pegó a aquel leonés la pinchada? Pues aquel día andaba el chico trastornado de sol. Yo le vi en las eras y no se estaba quieto, le buscaba la boca a todos. Menos mal que no le hacían caso. La pagó el más infeliz, por no conocerle y tomarle en serio. Cuando uno está asolado lo mejor es dejarle hasta que se le pase. Bien va solo. Que se le pase, ya se dará cuenta.

El monólogo del alcalde se perdió en una advertencia del párroco.

—Bueno, vamos a ver las mujeres, a ver qué tal andan de ánimos.

El alcalde dio una última chupada al cigarrillo. El párroco ya lo había tirado. Entrar fumando en una casa donde el dolor se ha refugiado, es casi una falta de respeto, así lo entendían ambos. Formaban una extraña procesión. Primero el párroco, detrás Ruipérez, el último el alcalde, que quería entablar conversación con el guardia.

—Aquel «Tresviejas» era hijo de un hombre que había tenido fortuna. Estaba acostumbrado a gastar mucho dinero. En cuanto le faltó, se lo buscó por malos medios. Luego acabó como ya le he dicho. Hay que ver las vueltas que da el mundo.

—Muchas, señor alcalde, muchas.

Entraron los tres en la casa, Ruipérez los anunció.

—El señor cura y el alcalde, que vienen a haceros un rato de compañía.

Las mujeres se levantaron al verlos entrar.

—Sentarse, hijas mías —dijo el cura—. No moverse, por Dios. Estáis bien como estáis.

Sonsoles, obsequiosa, le brindó un asiento.

—Siéntese usted aquí. El rinconcillo es más fresco; junto a la puerta le da el calorazo.

—No preocuparse por mí. En cualquier sitio estoy bien, hijas mías.

Ruipérez se despidió.

—Me voy, porque hay que estar atento… En cualquier momento pueden comunicar.

—Vaya con Dios.

El párroco sacó del interior de su sotana un reloj.

—Las siete menos cuarto. El tiempo pasa pronto.

Hablaba el alcalde con María Ruiz.

—Nunca se debe pensar que las cosas ocurren a la buena de Dios. Yo les estaba contando antes al señor cura y a Ruipérez lo que ocurrió hace algunos años con uno al que llamaban «Tresviejas» y también lo del hijo de «La Hurona». Ustedes, cuando lo de «Tresviejas», serían todavía unas chiquillas. Fue muy sonado aquello.

María Ruiz no le escuchaba. Conocía al alcalde y sabía que cuando tocaba un tema no lo abandonaba hasta que todos los oyentes se saturaban de él. Pensaba en otra cosa y hacía frecuentes movimientos de cabeza, como afirmando lo que decía el alcalde. Sonsoles atendía al párroco.

—La desgracia —dijo el cura—, vamos, lo que entendemos los humanos por desgracia, no suele ser tal. Los caminos del Señor son misteriosos. Dios escribe derecho con renglones torcidos. La pequeñez de la mente humana es incapaz de considerar dónde comienza lo que llamamos desgracia y dónde principia la verdadera felicidad. Aquel hombre que muera cumpliendo con su deber, aquel que lo ha sacrificado todo a su deber, aquél se salvará. Esto es lo importante. Lo demás… que unos años más en este mundo, en este valle de lágrimas… No. Lo importante es salvarse y se puede tener por seguro que el mejor medio de salvarse es cumplir siempre con el deber. Todos en el mundo tenemos un deber que cumplir. Todos. Desde el más rico al más pobre, desde el que parece más miserable al que parece más en las alturas.

El alcalde había callado y todos escuchaban ya al párroco. Sonsoles propuso que se rezase un Rosario. El párroco sacó un rosario de cuentas gordas de una cartera que parecía una petaca.

—Cuando quieran, hijas mías.

—Empiece, padre —contestó Sonsoles.

Ernesta lloraba tenuemente. María Ruiz cambió su asiento con Carmen y sujetó por los hombros a Ernesta. El párroco principió a rezar el Rosario.

* * *

Guillermo Arenas se había preparado para la vida en el colegio de Valdemoro. Al salir de él, fue destinado a Andalucía. Cambió el número del fusil y cambió la vida. Le restaba un dejo del colegio, que fue perdiendo por los caminos y los campos. Se acostumbró a entenderse por el gesto con el compañero que caminaba paralelo al otro lado del camino. Contestaba con monosílabos a las preguntas que se le hacían. Se acostumbró a la sed; al sol inclemente; a la sombra, considerada como una felicidad; al fusil formando parte de su esqueleto, doliéndole en las espaldas, húmedas de sudor; a la contemplación de las estrellas, con las que ya había trabado conocimiento en las noches de guardia. Fue apropiándose, absorbiendo, los hechos del campo: la alta águila; el milano veloz; el lagarto espión que sobre una piedra achicharrada observa el camino y rápidamente se oculta entre las piedras de un matojo; la lechuza silbante del atardecer; la estrella primera, que parecía una escamita del sol recién sumergido tras el horizonte. Entendió los murmullos. Se sintió capaz de contradecir al compañero en las afirmaciones espontáneas de la marcha; «eso es un gallo de monte, aunque parezca otra cosa, y eso un nido de avispón que en esta época tiene miel negra».

Guillermo Arenas olió la tierra florecida de la primavera; pisó el alacrán de los canchales; vio las flores blancas de las barreras; arrancó la hojilla del olivo para salivar la boca reseca; orinó los hormigueros en el alto de la meadilla, apenas salido al campo por la mañana temprano; se humedeció con el pañuelo la nuca en la fuente de los muleteros, donde el gran pilón tenía gusarapas y tritones de crestas moradas y bocas como de viejas desdentadas. Guillermo pisó con sus botas la avena y el trigo de los linderos de las fincas por donde se deslizaban, perfilándolas, los caminillos, los senderos, los atajos que acortaban la distancia entre dos pueblos. Sentado en los ribazos en las horas de mucho calor, recontaba los pueblos por sus torres, altas y blancas en la lejanía, juntamente con su compañero. El caminante de silueta inconfundible que ve el viajero de la carretera general, que saluda el hombre del camino, que sale o vuelve de las labores del campo, el que prefiere no encontrar el hombre de los atajos, que teme, aun sin culpa alguna.

Guillermo Arenas no había estado en la guerra. Cuando la guerra era un muchacho que pasaba su tiempo entre la escuela y las pedreas de los chicos de su barrio con los del barrio vecino. El era fuerte y había llegado a ser lugarteniente de «El Jabalí», el jefe del barrio, un muchacho de ojos estrábicos, pequeño, retorcido, que se llamaba a sí mismo «El Jabalí» y que gozaba de una puntería sorprendente. «El Jabalí» llevaba siempre un palo largo con un clavo colocado en la punta, un clavo muy grande, con el que amenazaba a los prisioneros, cuando se hacían prisioneros, de las peleas entre los barrios.

Fue a Valdemoro como huérfano de Guardia Civil y allí continuó hasta que acabó y lo destinaron.

Ernesta vivió en el pueblo hasta ocho años después de haber acabado la guerra. No marchaban bien los asuntos y se tuvo que colocar de sirvienta en el pueblo cercano en casa de una familia rica. Estaba muy triste el día que se despidió. Era la primera vez que Ernesta salía de casa, del pueblo, de los queridos alrededores, donde habían transcurrido todos aquellos años. El padre estaba enfermo, apenas salía al campo a trabajar. La madre le había preparado una maleta de cartón en la que iban mezcladas ropas y alimentos.

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