Read El fulgor y la sangre Online

Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (14 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
9.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Felisa le decía a su marido:

—Esta María es una pamplinera, no hace más que dárselas de señorita; detrás de todas sus palabras adivina una que se está riendo. Pues conmigo va a ir bien servida, porque para decir cosas elegantes me las pinto yo sola; ya has de ver, ya has de ver.

Ruipérez y Baldomero, el marido de María, intimaron mucho. A Ruipérez le gustaba la pesca, pero como no tenía donde practicarla, conversaba sobre sus hazañas pasadas. A Baldomero le gustaba la caza y cuando tenía un rato libre salía por los campos de los alrededores del castillo siempre que no hubiera veda, para lo que era muy puntilloso. Tan puntilloso que juzgaba el mayor crimen que se podía cometer el de los cazadores furtivos que ponían lazos o entraban en los cotos a destrozar la caza. ¡Ay si hubiera caído en sus manos un cazador furtivo! Estaba seguro que no se hubiese podido contener. «A los cazadores furtivos, como a los que no creen en Dios —afirmaba—, palo. Lo único que se merecen es palo.»

Discutían y charlaban interminablemente Ruipérez y Baldomero. Si alguna vez les tocaba salir al campo juntos, pasaban un buen día. Ruipérez decía que la pesca era más técnica.

—Mira, Baldomero, un buen pescador cuando llega al río debe probar el agua; el paladar hay que tenerlo hecho a la sensación del agua. Si el río sabe fuerte, tú tienes que poner un cebo fuerte en el anzuelo, porque la pesca tiene el gusto como las personas; al que está acostumbrado a comidas fuertes, el comer otras que no lo son, le sabe a no comer y no lo hacen con gusto. Yo, según el río, según el día ponía los cebos.

Baldomero se sonreía.

—Bueno, hombre, pero no me negarás que la caza tiene más emoción. Te sale de ahí un pájaro, pongamos por caso una codorniz. El perro te la ha plantado antes. La codorniz sale danzando y a ti te pilla siempre de sorpresa. Para cuando te has encarado, la fusca ha volado veinte metros; si le das, te quedas como si te hubiera tocado la Lotería; sí no le das, estás echando demonios el día entero. Y la emoción esa del momento de dispararle no se paga con nada.

—Tú con lo tuyo y yo con lo mío —decía Ruipérez—; a mí el matar animalillos así no me causa ninguna emoción; vas tras ellos y tienen poco escape; en cambio, la pesca…

El día se les hacía corto. En el castillo seguían contando sus cosas, discutiendo. A la hora de cenar entraban en sus casas. Cenaban pronto. Alguna vez se reunían en la casa de cualquiera de ellos a tomar café y una copita. Entonces los hombres formaban su grupo y las mujeres el suyo. Los hombres hablaban de la guerra, del servicio, de los destinos de los exámenes para ascender, o de los sueldos y los trienios. Contaban historias y aventuras.

—Mi padre —decía Ruipérez— era Guardia Civil. Había luchado en Cuba y Filipinas. Fijaos que casualidad: a Cuba y a Filipinas fue en el mismo barco, el
Isla de Panay
, un barco que hundieron, según cuenta, los de la Compañía, para cobrar el seguro frente a Fernando Poo, porque luego estuvo en el servicio de Guinea. En Cuba me contaba mi padre que había más fiebres que tiros, aunque tampoco en cuestión de tiros se debieron de quedar cortos los demonios de los mambises.

La conversación saltaba a la guerra de España.

—A mí me pillaron en lo de Brunete —decía Baldomero—; allí sí que hubo tiros. A mi oficial le pegaron un tiro en la pierna y otro en un carrillo. Cada vez que hablaba escupía sangre y trozos de muelas, y venga, el tío no callaba ni a la de veinticuatro, arrastraba la pierna, y venga: «que resistáis, que resistáis». Así estuvo dos horas. A mí ni me tocaron. Y los tíos avanzaban y casi los teníamos encima. Y otra vez. Me dolían los ojos y la nariz de la pólvora. Hasta que nos fuimos para atrás, porque no teníamos munición.

Las mujeres hablaban de la guerra, o de los hijos, o del estraperlo.

—Mi familia y yo lo pasamos muy mal —decía Felisa—; además, un hermano, se marchó para el otro lado, y ya no hemos vuelto a saber de él. Lo pasamos muy mal; mi padre no tenía trabajo y no había en casa ni un céntimo para comprar ni aceite ni pan ni nada.

María Ruiz precisaba:

—Con aceite y con pan estuve yo alimentándome en la sierra más de dos meses. Las lechuzas creerán que el aceite son merengues, pero yo acabé harta. Menos mal que nos liberaron pronto. Era cuando yo daba escuela por allá. De todas formas tiré para contarlo, aunque el hígado se me revuelve en cuanto tomo una cosa con demasiado aceite.

Otra de las mujeres intervenía:

—Pues ahora no tendrás ocasión de que se te revuelva muy a menudo porque con esto de que el aceite está a peso de oro, ya no lo pueden tomar más que los ricos. ¡Menudas fortunas que se deben de estar haciendo a cuenta del aceite! Cada día hay más estraperlo; no sé dónde vamos a ir a parar.

Cuando las conversaciones declinaban se retiraban a sus casas.

Algún domingo, si no había nada que hacer, el cabo comandante y un guardia bajaban al pueblo a charlar un rato con las fuerzas vivas. Las fuerzas vivas sabían las andanzas de las gentes del pueblo y se lo advertían a los guardias.

—No sé qué le pasará esta temporada al Ineso, pero se emborracha, yo creo que un día sí y otro también. El otro día armó un escándalo con su mujer. Ha dado en zurrarle la badana y la pobre, en cuanto lo siente llegar bebido, se mete debajo de la cama porque le tiene más miedo que a un nublado. Van ustedes a necesitar llamarle la atención.

—Miré usted, mientras los escándalos los dé en su casa, nosotros no tenemos por qué meternos. Allá su mujer y él.

El alcalde aclaraba:

—Pero es que están dando constantemente mal ejemplo al pueblo, y la moral se resiente, y cuando se resiente la moral acaban por perdele estos brutos el respeto a la ley y a sus representantes.

El cabo comandante movía a un lado y a otro la cabeza:

—Ya se verá lo que se hace. Por ahora déjelo, y si no se corrige ya le echaré yo una miradita encima. ¿Conformes?

Las fuerzas vivas contestaban al unísono:

—Conformes.

Luego el alcalde añadía:

—Qué, ¿otra copita, cabo?

Y respondía el cabo:

—Otra copita, pero que sea la última.

El guardia que le acompañaba extendía también su mano con la copa vacía; cuando se la llenaban decía con aire de estar muy interesado en su composición:

—¿Qué licor es éste, señor alcalde, que sabe como a plantas del campo?

El alcalde explicaba la vieja alquimia familiar, sonriente:

—Es un licor como otro cualquiera, hombre, solamente que tiene unas plantas que, me va a perdonar usted que no se las diga, porque es un secreto, y si usted lo sabe, sabe tanto como yo. Mi mujer cuece las plantas, y el caldo que dan lo echa al anisete. De ahí su color y ese saborcillo que usted nota. —Terminaba orgullosamente—: Parece licor de fraile, ¿no es verdad?

La vida en el castillo transcurría así, monótona, aburrida, melancólica. Algún incidente pequeño, algún traslado repentino. Pocas, muy pocas cosas llenaban la vida de los habitantes. Las mujeres del castillo vivían casi en clausura.

Los años pasaban y el castillo, inmóvil en su cerro, abierto al cielo, a las nubes que pasan, a las aves que emigran, guardaba la vida de las mujeres en el amplio e insosegado patio. Patio a veces de melancolía, a veces de furia y de amargura.

* * *

Felisa y Sonsoles estaban solas. Conversaban a la entrada de la casa de Sonsoles. Felisa agriaba el gesto.

—¿Quién será?

—No lo pienses.

—Si a esa criatura le han matado el marido, va a dar en loca.

—No lo pienses, mujer; hay que confiar todavía en que la noticia no sea del todo cierta. Hasta que nos lo confirmen oficialmente…

—Para entonces el muerto estará frío.

—No lo pienses.

—Ojalá que…

—¿Qué vas a decir?

—Nada, se me había ocurrido algo malo.

—Cualquiera de ellos ha podido ser. Hay que advertirla en cuanto pase un poco de tiempo. Pedro me dijo que lo traerán al atardecer seguramente, porque ha debido de ser muy metido en el campo el encuentro. Si no, a estas horas ya sabríamos todo lo que había pasado.

—Siempre que alguno sale con el cabo, temo por él. El cabo es muy terco y cuando los ánimos están acalorados…

—El cabo es inflexible, pero no suele llevar las cosas a mal terreno. Lo que ocurre es que con esto de las ferias, se descuelgan en los pueblos muchos maleantes a ver lo que se pesca, y suceden los accidentes. Cuando pelean los campesinos ya se sabe que, por muy enzarzados que estén siempre tienen la cosa del respeto a la autoridad.

Sonsoles y Felisa entraron en la casa. Felisa se sentó en una butaca de indefinible estilo, bajo un cuadro de la Virgen del Socorro.

—¿Cómo les vamos a decir esto a las otras?

—Déjalo de mi cuenta, yo se lo diré.

—A Carmen se lo contaré yo. Carmen no anda nada bien contigo y puede que levante el grito contra ti. Las reacciones en estas cosas no suelen ser muy normales, ¿no te parece?

—Como tú quieras.

—La pobre Ernesta es la que no va a poder sujetar los nervios.

—Es una prueba muy dura… Es como si a las tres les hubieran matado los hombres. La espera va a ser peor todavía.

—¡Dios mío! ¡Esperar! Siempre estamos esperando y luego…

Sonsoles miró hacia el patio luminoso.

—Hay que esperar siempre, aunque no haya más remedio.

Felisa tenía clavados los ojos en sus alpargatas negras, destrenzadas por los bordes de la suela de cáñamo. Los tobillos hinchados, redondeados, torpes. Más arriba la pierna, gruesa, con las venas de un azul enfermo saltando casi de la piel apretada. Miró sus manos gruesas, inseguras para los objetos que necesitaban cuidado, con algunas callosidades y un tinte negruzco en los poros que nunca le desaparecía. El tinte graso de los cacharros de la cocina.

«Esperar —pensaba—, esperar ¿qué?»

Sonsoles se ajustaba el delantal.

—Mientras tanto, voy a hacer unas labores que me quedan.

Se levantó Felisa de la butaca. Moverse le costaba un gran esfuerzo.

—Yo voy a ver lo que hacen los chicos.

Salió a la luz. Vio como Pedro, el marido de Sonsoles, iba ajustándose las cartucheras camino del relevo. Lo vio de espaldas, con el fusil colgado descuidadamente, haciendo ángulo con su persona. Quedó un momento parada, pensando que le convenía tal vez hablar con su marido. Después echó a andar por la sombra hasta su casa. No recordaba ya que debía dar unos gritos cariñosos y ordenancistas a sus hijos, que jugaban al otro lado de las murallas, fuera del castillo.

Cuatro y media de la tarde

R
ECORDABA LA CASA
. La primera casa de su infancia tenía una galería de cristales que daba al patio del cuartel. Desde la galería se alcanzaba a ver el relevo del centinela. La llamaban las hermanas mayores:

—María, ven a ver el relevo.

María preguntaba a su padre:

—Papá, ¿qué se dicen los soldados cuando tienen el fusil en alto? —Le hubiera gustado sorprender el secreto de los soldados transmitiéndose la consigna.

Las hermanas mayores hacían cábalas:

—Será que se cuentan cosas, María, de algún misterio que tienen que guardar y que sólo saben el coronel, papá y ellos.

María preguntaba insistentemente a su padre:

—Papá, ¿qué se dicen?

El padre le respondía:

—Te lo digo todos los días; es la consigna: que no pase nadie por aquí o por allá.

María no quedaba conforme:

—No, será otra cosa que no me quieres decir.

El padre de María Ruiz era oficial. Entonces vivían en los pabellones para oficiales. Apenas salían de casa: daban a veces una vuelta, acompañadas por el asistente, por un paseo que en la ciudad llamaban del Cuarto de Hora. El paseo tenía aquel nombre raro que ninguna de las hermanas de María se explicaba. Era un paseo con dos cuarteles y un parque de Artillería, a espaldas de la estación del ferrocarril, en las afueras de la ciudad. Para llegar a la ciudad el camino más corto era el del ferrocarril, pero el padre lo tenía prohibido. «Que os lleven por el túnel, no sea que un día al cruzar las vías ocurra cualquier desgracia. Una máquina en maniobras, un vagón suelto… Además, podéis meter el pie entre las vías si cambian las agujas y luego no lo podréis sacar. Una vez a una señora le pilló un cambio de agujas y le cogió el pie; tuvo que dejar el zapato allí, si no, la hubiera atropellado el tren.»

María tenía miedo a los raíles del tren. Se imaginaba que en cualquier momento podían cambiar y juntarse y atraparla y tenerla horas y horas cogida hasta que llegase un tren y le pasara por encima. Cuando pensaba así, le temblaban las piernas. Un tren, con el peso que tiene, no deja ni rastro del que atropelle.

Los hijos de un capitán pusieron una vez una moneda de cobre en un raíl y pasó el tren, planchándola como un papel. La moneda se la enseñaron a todos los niños de los pabellones. María también la vio.

La casa era grande, muy grande: la recordaba perfectamente. Olía mal. Un olor como a retrete y a rata. Las ratas eran su obsesión. Las había visto quemar vivas por los soldados en el patio. Decían que la cocina del cuartel estaba llena de ratas. Temía cuando iba al retrete que una rata subiera por el desagüe y la mordiera. En el retrete procuraba estar el menor tiempo posible. Deseaba que alguien estuviera al otro lado de la puerta, por ejemplo la sirvienta, por sí subía la rata y la mordía.

La casa tenía habitaciones que daban miedo sólo de pensar en ellas. Había un cuarto sin luz donde se guardaban dos jergones y un arcón. Las hermanas la encerraron una vez allí. Fue solamente cuestión de minutos, pero salió aterrorizada. Tan aterrorizada, que se pasó la tarde llorando y cuando volvió el padre del café, la madre le contó lo que habían hecho con ella y las hermanas se fueron a la cama sin cenar.

La otra casa era muy pequeña, dentro de la ciudad, en un tercer piso. Desde el mirador se veía pasar la gente. Le gustaba ver pasar la gente. Tenía ya trece años. El padre se había retirado y trabajaba en una fábrica, donde llevaba la contabilidad. Desde el mirador vio María como un día de primavera se hizo una gran manifestación, con una bandera tricolor al frente. El padre llegó apresuradamente a la casa y les ordenó que se quitaran del mirador.

—Puede que haya tiros —dijo—, y es peligroso asomarse, porque suelen tirar contra las ventanas.

María estuvo leyendo toda la tarde una novela de sus hermanas. Una novela que para ella era todavía fruta prohibida y que cuando la pedía se le negaba automáticamente: «Eres muy pequeña para leer estas cosas.» Las hermanas ordenaban los libros de una forma que siempre se daban cuenta si ella cogía alguno.

BOOK: El fulgor y la sangre
9.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Assassin's Honor (9781561648207) by Macomber, Robert N.
All or Nothing by Belladonna Bordeaux
The Death Dealers by Mickey Spillane
Training Lady Townsend by Joseph, Annabel
The Doubter's Companion by John Ralston Saul
The Jackdaw by Luke Delaney