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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (9 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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En la plaza Mayor, frente al Ayuntamiento, había bastante gente. Hablaban con tranquilidad. Los soldados estaban parados en grupos, con el mosquetón en posición de descanso. Felisa dio la vuelta hasta la fachada trasera del Ayuntamiento. Por una calle estrecha se llegaba hasta la cárcel.

La cárcel era un edificio viejo, antiguo convento, al que se entraba por una puerta muy pequeña. Los guardias hacían centinela en la puerta. Le prohibieron el paso. Felisa preguntó por Ruipérez.

Ruipérez salió. Andaba pesadamente. Se acercó con lentitud a Felisa. Agachó la cabeza. Las miradas de los dos convergieron sobre una piedrecilla.

—Esto es muy serio —dijo Ruipérez—. Se ha declarado el estado de guerra. Toda España está en armas.

—¿Cómo se encuentra mi padre?

—Bien. Ahora le diré al cabo que le traes comida y una manta. Espera.

Felisa vio como se acercaba Ruipérez al cabo que estaba junto a la puerta. Luego le hizo señas con la mano. Felisa se acercó.

—¿Y puedo verle?

—Ahora no, Felisa; es una orden.

—¿Cuándo entonces?

—No sé, tal vez esta tarde. Ven hacia las cinco.

—No le pasará nada, ¿verdad?

—Creo que no, pero estará unos días encarcelado.

Felisa quedó en silencio. Al fin, como si fuera una queja, suave, mansamente, dijo:

—Mi hermano…

—Tu hermano se ha escapado con un grupo hacia Asturias. Los mineros se han adueñado de toda la cuenca. Puede que nosotros marchemos hoy hacia el frente.

—Entonces…

—No sé, Felisa, ésta es gorda. Vete a casa y vuelve a la hora que te he dicho.

—Gracias, Regino. Haz el favor de cuidar a mi padre. Tú ya sabes cómo es. Abusan de su buena fe y lo meten en estos líos.

—Haré lo que pueda.

Al pasar por la Plaza Mayor, Felisa se paró un instante a escuchar. Desde el balcón del Ayuntamiento, un hombre hablaba del Ejército y de España. Las gentes que le escuchaban, gritaron, cuando terminó, vivas y mueras. Felisa cruzó entre ellos. De una iglesia cercana salían de misa. Uniformes y trajes civiles se mezclaban. Parecía un domingo alegre. Todo el mundo sonreía. El sol brillaba alto. Felisa cogió el camino de su casa. Al llegar, los niños estaban jugando. El pequeño lloraba porque le habían quitado una caja de cartón atada con una cuerda. Era domingo y todo parecía alegre. Felisa entró en su casa.

* * *

Felisa sudaba. A veces se sentía impotente. Se le escapaban las fuerzas en un suspiro. No, no podía mover aquella cómoda de madera reda. Era preferible dejarlo hasta que él llegara. Le dolía la cintura. Hacía un nuevo esfuerzo. Tenía que rescatar algo tan pequeño, tan poco importante como un pañuelo. Además, un pañuelo barato, de los que venden los buhoneros que van por los pueblos, liquidaciones de las tiendas de las ciudades. En fin, algo que no era nada. Pero Felisa trabajaba con ahínco. Un pañuelo, calculaba, es una peseta y setenta y cinco céntimos. Y, además, es parte de un sueldo o de un jornal. Esa peseta con setenta y cinco céntimos son el tiempo de un hombre que trabaja.

Uno de sus hijos se le acercó.

—Mamá, tengo hambre.

Felisa alzó la cabeza.

—¿Que tienes hambre? Pues haber comido. A la hora de comer le hacéis dengues a todo, y después tenéis hambre. Hasta las cinco no hay nada. De modo que andando.

—Es que garbanzos con el calor que hace, mamá…

—Largo, que no quiero verte. Las horas de comer están hechas para comer. El que no come, se fastidia. A la calle.

El chico se fue enfurruñado, pero al pasar delante de la ventana, Felisa vio que echaba a correr detrás de los demás muchachos del castillo.

Felisa fue a la cocina y llenó un vaso de agua hasta la mitad, después le echó vinagre y media cucharadita de azúcar. Bebió de un trago. Se encontró confortada y pensó en lo bien que le vendría a su marido, de guardia en la puerta del castillo, un vaso de aquel refresco.

Ruipérez, con las manos sobre el fusil, sentía pasar el tiempo en sus pulsos. Una pulsación era un granito caído en el reloj. Reloj de arena de la botica del pueblo siempre contemplado con estupor infantil. La vida se deslizaba por la estrecha boca de las dos ampollas de cristal hecha arena, menuda arena. Se echó el fusil sobre el hombro y dio dos vueltas. Se colocó en el lado opuesto de la puerta. Había dado la vuelta a las ampollas. Ahora caía la vida de este lado. La monotonía y el silencio. Un montoncillo que se derrumba y un año que pasa. El tiempo, dibujado con largas barbas, un reloj de arena en una mano y una guadaña en la otra. La guadaña para matar. La sangre escapándose a borbotones hasta hacer un charco no muy grande. ¿Quién era el que había caído? ¿Quién era el hombre que se había acabado en un charco no muy grande de sangre? El hombre sin fuerza frente al sol, cara a cara con el sol o con la sombra del compañero sobre él. Una sombra que era casi la oscuridad total, o un fulgor que era el principio de no ver para siempre. Ruipérez pensaba que podía haber sido él mismo. La luz le cegaba y cerró los ojos. El campo daba vueltas. Un campo nocturno de excesiva claridad, donde nada podía precisarse.

El carácter de María Ruiz era como sus uñas, duro y amarillo. Las uñas de María Ruiz tabaleaban incesantemente cuando ella hablaba, sobre la superficie donde reposaban. Para Ernesta eran unas manos obsesionantes hacia las que tenía una inclinación morbosa e infantil. María Ruiz repetía con sus palabras girantes, voladoras, rapaces, el ruido de sus uñas golpeando la tabla de la mesa.

—Y quieres hacerme creer que tú no has estado enamorada más que de Guillermo. A veces tienes cosas raras, Ernesta. Si yo fuese hombre, puede que te creyera. Pero a una mujer no la puedes engañar en cosas de ésas. Toda mujer, Ernesta, ha estado o está enamorada de alguien más que de su marido. Lo que pasa es que lo oculta, que se lo oculta a sí misma, para tranquilizarse. Pero se le conoce en pequeños detalles. A mí no se me va una. Yo te podría decir, quien de aquí, de dentro del castillo sin ir más lejos, está enamorada de alguien que yo me sé. Naturalmente, ni ella misma lo sabe, pero ciertas cosas que una ve…

Ernesta la miraba sorprendida. Le preguntaba:

—¿Tú crees que eso puede ser cierto? ¿Tú crees que se nota cuando una mujer está enamorada, aunque no lo sepa, de otro hombre que su marido?

—Naturalmente. Mira, siendo yo soltera, estaba en una escuela de un pueblecillo de la sierra. Allí había una mujer que estaba casada y tenía dos hijos de su marido; bueno, pues se enamoró del pastor. Ella no se daba cuenta de que estaba enamorada, pero cuando las cosas se le pusieron bien, al estallar la guerra, se marchó con él. Siempre salta lo que tiene que saltar, solamente que la ocasión es la que juega.

Ernesta miraba las uñas de María Ruiz. Sus ojos fueron ascendiendo por sus manos rugosas, por sus delgados brazos hasta su cuello sarmentoso, hasta su rostro, donde un tic nervioso lo hacía mudable e inescrutable; hasta sus ojos, de esclerótica amarilla de enferma.

—A veces lo que dices me da miedo, María.

Una sonrisa compasiva apareció en los labios de María Ruiz. Quedó en silencio. Dijo después:

—Claro que yo puedo equivocarme en lo que digo, pero a mí me parece que es así. En fin, no tiene mucha importancia, ¿verdad?

—No lo sé. Acaso sea como tú dices.

María Ruiz cambió de conversación.

Sonsoles no deseaba decir nada a Felisa. Prefería el vacío de la espera en soledad a la común angustia. No le iba al corazón aquella muerte. Tenía a su marido, tenía a su hijo. No sufría. Veía en la tarde iluminada, donde se recortaban agrias las figuras de cuatro mujeres dedicadas a sus simples trabajos, una penumbra de refugio, tranquilizadora, donde se guardaba y guardaba. No deseaba decir nada a Felisa, no quería participar del grito sordo de la muerte. Ella estaba cercana y lejos de aquello. Tan cerca que la noticia arañaba en su mente, llamándola, despertándola de su paz insular. Porque Sonsoles consideraba que era ella la isla, a la que hay que llegar para obtener la paz, pero a la que no se puede obligar a formar parte de aquel extremo continente de angustia impura y colectiva.

Recordaba que siempre se había dicho que su bondad alcanzaba a todos. Pero sabía muy bien que su bondad era una bondad egoísta, preocupada por lo menudo de los demás y encerrada en sí misma para todo lo que pudiera ser trascendente para los otros. Estaba más aislada que nunca; más encerrada que nunca. Si algo deseaba, era marcharse y descansar de la fatigosa y obsesionante comunidad. Si pedía algo, era olvidar y sentirse no comprometida en la vida de los demás. Sonsoles solucionaba su vacío. Dios lo ha querido. Dios había querido que muriera aquel compañero de su marido y que posiblemente muriera también el que lo hizo morir. A última hora no se podía juzgar más que como una ofrenda humana a la divinidad. Entonces se le ocurrió rezar. Comenzó a rezar cansadamente, bisbiseando y repitiendo una y otra vez la misma oración. Terminó y se quedó tranquila. Había roto aquella especie de membrana que la aislaba. Ahora se sentía capaz de mostrar su bondad, porque ya había cercado a los seres a sí misma. Salió de la casa.

Fue costeando el mar de luz, pegada casi a las fachadillas. La luz, la misma luz de las hogueras del martirio, de los desiertos de los santos eremitas, de la gloria y de las conversaciones y pláticas del convento. Claro que había otra luz, tal vez más rojiza, donde se tostaban los adúlteros, los asesinos, los que perseguían sin cesar a los buenos, mansos corderos a los que desgarraban con afilados y espantosos dientes y con garras de uñas retorcidas.

Tocó levemente con los nudillos la puerta. El oído estaba atento, pero la imaginación se desbordaba por la cañada de la muerte y la alegría. Era como una represa de algo pantanoso y feo lo que se vivía y luego como un arroyo o como una cadena de suspiros que hacía transparente a través de la angostura. ¡Qué bien, pensó, morir en gracia de Dios, sin haber hecho nunca mal a nadie y habiendo hecho algún bien! Sin deudas apenas que perdonar y sin tener que haber perdonado deudas, porque no había habido ocasión de que las contrajeran con una.

Volvió a llamar y no hubo respuesta.

Mientras en la galería se secaba la ropa, Carmen, sentada en una butaca de mimbre, con las faldas de la bata larga recogidas sobre las piernas cruzadas, hojeaba una revista de cine. Tras las sábanas tendidas no se estaba mal, y la revista, aunque de un número muy pasado, le hacía sentirse evadida del castillo y de su sumisión. Vivía en Madrid, en su barrio, en su casa, en su cocina abierta sobre el patio interior, con las sábanas de la vecina del piso de arriba tamizando y disolviendo la luz y el calor. Solamente le faltaba la conversación de sus dos hermanas hablando de novios.

Los anuncios de las películas la compensaban de la imposibilidad inmediata de asistir al espectáculo. Hacía cálculos para cuando fuera a Madrid, y escogía las películas. Los reportajes sobre los artistas de cine, sus suntuosas mansiones, sus elegantes cenas y reuniones, la compensaban de la falta de conversación de las mujeres del castillo. Siempre había dicho que lo peor del castillo era la falta de conversación. Nadie sabía hablar deleitosa, embarulladamente, quitándose los conversantes la palabra, de las cosas importantes del mundo, de Madrid; bodas, divorcios, hijos naturales, líos con presuntos millonarios de las artistas de cine, de teatro, de variadades. La gran fotografía en color de la portada la pensaba colocar con cuatro chinchetas en la habitación conyugal. Aquellas fotografías que tenía puestas por la casa, con devoción de admiradora, eran algo así como el aroma de las conversaciones del pasado.

En un anuncio de una película de guerra vio un artista con camisa militar abierta sobre el pecho, rostro varonil y actitud heroica, lanzándose sobre el enemigo lector. Pensó que a Cecilio Jiménez le iba muy bien el uniforme. Las amigas de Madrid se lo habían repetido muchas veces: «Cecilio es un tipazo, chica, pero es demasiado serio.» ¿Y qué? A ella le gustaban los hombres serios, los cabales. Claro que era serio. Descruzó las piernas y se arregló la bata. Cecilio era oro de ley. ¡Que se lo dijera a ella! «Te casas con cualquiera del barrio —afirmó una vez— y no sabes con quién te casas; al cabo de un año te aburres y sufres. Él fuma, bebe y se divierte; el jornal no alcanza y tienes que descontar un día a la semana para visitar el Monte. Acabas empeñada hasta los huesos si es que no acabas peor.»

Carmen prefería que las cosas fueran así, a pesar de aquel destierro.

—Esto es un destierro —le dijo a Felisa nada más llegar—; a mi niño, para que no se haga una cabra, lo voy a enviar donde mis padres por Navidad, y mes y medio durante el verano, para que aprenda a vivir. Cuando nos trasladen será otra cosa.

Y ya no se preocupó más ni se atormentó. Cruzada de piernas en la galería, en el buen tiempo, o acurrucada junto a la cocina, en el malo, dejaba pasar los días.

Sonsoles subió a la galería. Sus pasos cansados, arrastrados, le hicieron levantar la vista a Carmen. Sorprendió a Sonsoles en un momento de íntima y casi imperceptible coquetería. Se atusaba el pelo. El pelo de loca, que decía Carmen, el pelo y sus maneras de loca. «Sonsoles está loca, es una mística», y cuando lo afirmaba llenaba la palabra mística de desprecio. «Y además de que está loca, es una egoísta furiosa.» Se asombraban Felisa y Ernesta. María quedaba en silencio meditando.

—¿Cómo puedes decir eso de Sonsoles, que es tan buena? … Como eres una descreída, te molesta que rece…

—¡Qué me va a molestar! Lo que ocurre es que es una lagarta asquerosa.

María pretendía estar en el punto exacto:

—Algo de loca tiene, pero no es mala persona.

Carmen se reía y las llamaba ingenuas. La única que se molestaba era María Ruiz, que lo último que podía ser y quería ser era ingenua.

—¿Ha estado por aquí Felisa?

—No la he visto.

Como hablando consigo misma, Sonsoles dijo:

—¿Dónde podrá estar, dónde se habrá metido?

Carmen mantuvo la vista sobre sus piernas. Después dijo:

—Si tienes mucho interés en encontrarla, vete a casa de Ernesta o al sombrajo del torreón grande. Estarán charlando…

—Gracias.

—Ya sabes cómo son; estarán corrigiendo a María, que les contará las acostumbradas guarraditas.

Carmen hablaba así de las otras con la intención de que Sonsoles se permitiera reconvenirla para a renglón decirle cosas sobre ella. Carmen le buscaba la boca a Sonsoles, según María Ruiz, y era muy divertido ver y oír cómo lo hacía. Luego Carmen se lo contaba a ellas: «Le he dicho tal y tal cosa de vosotras y os quiere tanto que no ha sacado la cara.» María Ruiz le explicaba psicología aplicada con aire doctoral: «¡Qué tonta eres! Te conoce bastante mejor que tú a ella. No la sacarás de sus casillas por lo que digas de nosotras, porque sabe que todo lo que tú digas va contra ella. Conque mis cochinaditas… —se reía—. Como que ella es una alma de Dios.»

BOOK: El fulgor y la sangre
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