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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (5 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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Al poco tiempo Sonsoles necesitaba quedarse de por vida en el convento. No había habido desligamiento y adaptación, sino encuentro y ajustamiento. Transcurrió un año. Se deslizó el año por su cotidiana sencillez, casi sin poderlo limitar a hechos, sin poderlo segmentar en acciones diferentes. La carta de la abuela fue el tope donde su vida paró momentáneamente.

Tras la carta surgió la promesa del regreso. La esperarían en la comunidad. Esperaría el patio su habitual y largo paseo de las horas de la tarde, rezando por los grandes sucesos, patrimonio de los hombres, y por las pequeñas cosas a las que se encadenaban las mujeres. Esperaría el voltear de la campana, más veloz que nunca hasta agitarse como un pañuelo lejano en el saludo, a que apareciera la tartana conduciéndola, trayéndola al regazo conventual en el que la vida era sálmica y suspirada, honda y leve como un vuelo de ave de montaña.

La Superiora entregó a Sonsoles, en el momento de partir, una caja de cartón cuidadosamente envuelta en papeles. Le recomendó: «Escribe nada más que llegues. Los dulces son para la abuela.»

La Superiora era una mujer mayor, casi una anciana. Había dicho «la abuela» como si a ella le correspondiera también parte como nieta. Sonsoles se abrazó a ella y lloró hasta que, llevándola suavemente, la ayudaron a subir a la tartana.

—Vamos, vamos, hijita, ya volverás. Vamos, vamos; esperamos tu vuelta.

El caserón. La colina. La tarde. El burrillo rebuznó largamente. En el campo, sobre la amarillez sin límites, las manchas negras de los campesinos. Una blanca y diminuta nube en el horizonte. Sonsoles volvió la cara hacia el convento. Le parecía ya muy lejano. Pensó en el año pasado allí, pensó que aquel valle de un año en su vida había sido de alegría y serenidad. Ahora otra vez, acaso para siempre, la meseta y otros años. Le vino a la memoria la Salve. No hay valle de lágrimas. Hay meseta de lágrimas, porque los valles deben ser alegres y serenos. En la meseta es donde está la levadura de la tormenta, y la vida no es más que una meseta dilatada. Sonsoles miró sin ver, porque lo que veía ya era la abuela en su inmenso lecho hablándole de la muerte como si no fuese a morir.

La agonía de la abuela fue lenta. Luchaba con la muerte como solamente puede luchar la ancianidad. Era un combate entre terrible y grotesco, donde la vida se agigantaba y empequeñecía con aquello que iba dejando de ser. El rostro de la abuela se mostraba como una sucesión de máscaras. Sonsoles sentía que crujían los huesos de su abuela, que se abrían y se combaban como la madera que va perdiendo humedad. Oía el jadeo de su pecho y el sordo golpear de su corazón no resignado. A veces recuperaba, tras un largo debatirse en las profundidades, sólo consciente lo físico, el pensamiento. Decía algunas palabras: Dios, campo, vida, matrimonio, hijos, muerte, dinero. Eran palabras que vomitaba el volcán apagándose, las últimas. Luego serían los ruidos subterráneos con significado dentro de aquella mente que se acababa, sonoridad únicamente para los que rodeaban el lecho.

* * *

Cruzó el patio. La luz le hería en los ojos. Caminaba lentamente con los párpados entornados. Tenía la sensación de que caminaba dormida. Por la abierta ventana del Cuerpo de Guardia veía a Pedro, inclinado sobre la mesa con un lapicero en la mano. Se fue acercando. Antes de llegar ya se había percatado él de su presencia. La miró largamente. Luego habló:

—Calor, ¿eh?

—Mucho. En la cocina…

Pedro la dejaba hablar. Ella iba contando minuciosamente las domésticas incidencias de la mañana.

—Arreglé tu camisa. Creo que te puede durar todavía…

De pronto calló. Pedro dibujaba sobre los márgenes del periódico figuras geométricas; a veces firmaba y rubricaba aparatosamente. No oía nada. El repentino silencio de Sonsoles le hizo volver la cabeza.

—Dices que la camisa…

Sonsoles le escrutaba. Pedro volvió a sus figuras.

—Demasiado calor. No me extrañaría que se formase un tormentón…

Sonsoles seguía callada.

—En la feria, el ganado que quede andará revuelto…

Sonsoles estiró mecánicamente su falda.

—Otros años me ha tocado a mí la feria. Se suele comer…

No se atrevía a preguntarle. Sin embargo, deseaba preguntar, enterarse, saber qué era lo que preocupaba a Pedro. Sonsoles dijo:

—Oye, Pedro…

—¿Qué?

Dudó. Añadió al fin:

—¿Te traigo la comida aquí, o vas a venir hasta casa a comer?

—Tráela aquí, es mejor.

—Como tú quieras.

Volvió la espalda a la ventana y principió a andar. Pensaba que a veces se nota una llamada de aviso dentro de uno, una especial llamada que no se sabe por qué, un como ruido oscuro que despierta todo el cuerpo. Volvió la cabeza a la voz de su marido. Anduvo de prisa.

—¿Qué, Pedro?

—No me traigas el primer plato. No tengo ganas. Si has hecho café, le echas un buen chorro de coñac.

—Bueno.

Sonsoles miró sus negras alpargatas. Tras ella crecía una breve sombra.

* * *

Cuando se llevaron a la abuela, Sonsoles se encerró en su habitación. Llamaban constantemente a su puerta. No respondía. Los parientes insistían, desconfiaban, querían asegurarse; por eso preguntaban una y otra vez, monótona e inútilmente: «Sonsoles, ¿estás ahí? Contesta. Mira que…» Y amenazaban o rogaban por turno. Sonsoles estaba lejana a todo aquello: duelo, llantos, comentarios y egoísmos. Se había desprendido de todo lo que fuera perseverante condolencia de gesto o de palabra, de los consuelos aplicados con desinterés casi medicinal, del ambiente agobiante y siniestro de los presuntos herederos de la abuela. No le repugnaba aquel bullicio funeral en torno a lo dejado por la abuela. No unía la mesa a la mano alacranídea, ni las sábanas finas a la huella corporal. No sentía que los parientes cercasen e inundasen la casa porque sabía que en parte les pertenecía y tenían derecho a ello, y que la realidad y el ajustarse a aquella triste realidad era tan humano como el olvido consiguiente a la muerte de la abuela. La necesidad de vivir los impulsaba a ello y hacían mejor en disfrazar su necesidad de hipocresía que en encerrarse como ella misma, cien veces más egoísta, en una habitación, a meditar el suceso…

Sonsoles no encontró dolor en sí misma. Encontró separación, consciente separación. Se examinó en las últimas horas de la abuela y halló que, como su corazón le decía que aquella cosa —ya no su abuela— temblante, exprimida, pereciente, oscilaba y se equilibraba entre la vida y la muerte, nada podía hacer ella, nada; ni llorarla. Porque se puede llorar bajo la amenaza, pero no en lo ya cumplido sin remedio.

Sonsoles sintió amargura en el trance de la separación. Luego pensó en su regreso al convento, ya sin ataduras, sola y sin deseo de perder su soledad en lo que ella llamaba «el mundo». Porque el convento no era «el mundo», sino algo que entre el cielo y la tierra se sostenía, como una nube o como una ave planeando, donde se encontraban y giraban unidas soledad y compañía.

Sonsoles decidió volver al convento en el plazo de tiempo más corto posible. Abrió la puerta de su habitación y salió a los llantos, a los bisbiseos de los rezos, a las muestras de dolor de las mujeres y los rostros adustos de los hombres en los que los ojos se sumían en una pena de intereses y cálculos. Sonsoles se unió a las mujeres en sus rezos. Su cara tenía una impasibilidad de imagen.

El primo, que había estado en la guerra, rondaba a Sonsoles e inquietaba, con su cerco constante de insinuaciones, lo que dominado u olvidado habitaba en la mujer. No fue una sorpresa para ella el encontrarse paseando y hablando con su primo, en los atardeceres cargados del aliento dragontino del otoño pleno. Fue ella la que frustró el experiente juego a que el muchacho se lanzó, uno de aquellos atardeceres. Dijo: «Estáte quieto.»

La respuesta fue una sonrisa de humedecidos labios y la torpe maniobra de un supuesto abrazo. «Estáte quieto, estáte quieto.»

Advertencia y amenaza en la voz de Sonsoles; incontenible deseo en el gesto del hombre. «Estáte quieto, por última vez.»

El campo era un zumbido y un aroma. El hombre abrazó a la mujer. El juego desembocaba en lucha. Medio ahogada, con el rostro salivado, se debatía la hembra contra el macho. Cuando se levantó el hombre, rasgado, arañado, vacilante, no había satisfacción en su mirada; había miedo. Sonsoles le dijo en voz baja, en una voz que se pegaba a la tierra y que desde ella ascendía como el humo de una hoguera: «Te mataré, te lo juro.»

El hombre corrió. Corrió durante mucho tiempo. Sonsoles se quedó mirando al cielo con los ojos muy abiertos. Pensó en el convento y en su imposibilidad de retornar a él. Pensó que el convento era como una gran masa de rocas negras, macizas, que guardaban en su centro un claro y transparente cuenco de agua intacta, en las que no se podía penetrar. Se echaba la noche. Aparecieron las primeras estrellas. El zumbido del campo se hacía rumor; el aroma era llevado por un aire fresco que resbalaba sobre la tierra. Sonsoles se levantó y caminó hacia el pueblo. Al día siguiente anunció a sus parientes que no volvería al convento del valle. Al día siguiente su primo abandonó el pueblo para buscar trabajo en las tierras del sur de la meseta.

* * *

Pedro dejaba correr el lapicero por las márgenes del periódico. La mano retornaba con la preocupación a los balbuceos caligráficos de la niñez. Luego pensó en su pueblo y en la guerra, en la miseria y en los muertos. Fue avanzando en su pequeña historia: ingreso en el Cuerpo, conocimiento de Sonsoles, la boda, el hijo… Interrumpió su recordar para asomarse a la ventana. Ya no estaban los chicos en la muralla. Tras él sintió las pisadas de Sonsoles. En una bandeja, cubierta por una servilleta, le traía la comida. Silenciosamente la colocó sobre la mesa. Pedro se volvió.

—Oye —dijo— cuando nos conocimos en tu pueblo, ¿te acuerdas cómo se llamaba aquel con quien bailaste durante las fiestas para fastidiarme?

—¡Qué cosas tienes! ¿Cómo me iba a acordar?

—Es que aquel tío ¿sabes a quién se parecía? Bueno, no lo sabes… tú no lo pudiste conocer… Un compañero mío que murió en la guerra tenía su misma cara. Sí, tenía su misma cara. Acaso el del baile un poco más joven, pero su misma cara.

—Pues ni me acuerdo de qué cara tenía el del baile. Sé que era navarro, o de por arriba; me estuvo hablando durante todo el baile de que su tierra era mejor que la nuestra, más rica y más bonita. Y ¿por qué te preocupa ahora el del baile?

—No, por nada. Es que pensaba en la guerra, en el día que tumbaron al que te digo. Íbamos avanzando por la falda de un cerro sin disparar un tiro, y de pronto empezó una ametralladora enemiga a tirar. Le alcanzaron en el vientre, no iría a más de diez pasos a mi derecha; le vi caer lentamente y me acerqué corriendo. Sólo recuerdo que parecía querer apretarse el cinturón. Decía: «Aquí, aquí.» El oficial me mandó seguir adelante.

—Deja de recordar cosas tristes. Lo pasado, pasado está. —Sonsoles quitó la servilleta que cubría la bandeja. Añadió—: Come, que se te va a enfriar.

Pedro partió cuidadosamente la carne. Sonsoles le miraba preocupada.

—¿No tienes ganas? ¿Estás enfermo? Di…

—No tengo ganas, pero no estoy enfermo.

Apartó el plato y acercó la taza de café. Revolvió con la cucharilla. Sonsoles le advirtió:

—No revuelvas, ya lo he hecho yo.

Cuando terminó de tomar el café, le preguntó:

—Estas muy preocupado; dime ¿por qué es? Dímelo y así se te irá pasando.

Pedro volvió la cabeza hacia la ventana.

* * *

Sonsoles solía vagar por los alrededores del pueblo. El otoño se le fue vagando por los espejeantes, barrosos caminos de los alrededores del pueblo. Dijeron que parecía loca. Anudaron en su torno una invisible red de sospechas calladas, de contemplaciones hechas a hurtadillas. El párroco habló una tarde con ella y supo la verdad. Decidieron enviarla al pueblo de su padre, donde otros parientes.

* * *

El cura y el alcalde subían hacia el castillo. El cura relataba al alcalde, entre jadeos y frecuentes paradas, cosas relativas a los años de la guerra. El alcalde asentía con la cabeza o afirmaba de palabra, suave, vagamente.

—…y entonces volvieron a entrar tras una batalla librada en las montañas. Lo poco que quedaba arramblaron con ello. Aquel invierno nos hubiéramos muerto de hambre si no hubiésemos…

El alcalde pensaba en otra cosa, en la cercana muerte que les habían anunciado y que iban a comprobar al castillo. El cura terminó:

—…frente a la desgracia no queda más que resignación. Los malos siempre tienen su castigo. Las llamas del infierno aguardan a aquellos que…

Ruipérez saludó en la puerta. El cura se sonó repetidamente. El alcalde se soltó el botón del cuello de la camisa. El cura dijo:

—¡Uf, qué calor! ¿Hay noticias?

—Pasen al Cuerpo de Guardia —contestó Ruipérez—. Pedro Sánchez les contará.

—Muchas gracias.

Pasaron al castillo. El alcalde se adelantaba un poco al avanzar. El cura parecía querer sujetarlo a su lento andar hablándole de cosas terribles, muchas veces dichas y oídas en las conversaciones de sobremesa tranquilas. Recuerdos que irían rodando de boca en boca, a medida que pasase el tiempo, transformándose en leyendas como las de la guerra carlista, que todos habían escuchado de niños.

Pedro estaba de pie; se cuadró militarmente.

—No hemos esperado —dijo el cura—. La noticia es terrible. ¿Está confirmada?

—Por desgracia, sí.

—Y ¿quién es la víctima?

—Todavía no lo sabemos. Esperamos la comunicación. Nada se puede decir aún.

El cura y el alcalde tomaron asiento. Pedro Sánchez les ofreció café. El cura aceptó.

—Sí, un poco de café y un vaso de agua. Este calor asesina.

Pedro se plantó en la puerta y llamó:

—Sonsoles, un poco de café y coñac, que están el señor cura y el señor alcalde. Tráete una jarra de agua fresca.

Al poco tiempo entró Sonsoles seguida de su niño, adormilado de la siesta interrumpida. El niño besó la mano del cura y murmuró algo. Cariñosamente le dieron unos golpecitos en la cabeza.

—A dormir, mozo, a dormir.

El niño se restregaba los ojillos semicerrados, picándole rabiosamente; se estrechó contra su madre.

—Estaba dormido —le disculpó Sonsoles— y se ha despertado; quería venir a saludarles.

Luego tuvo una vacilación. Sabía que algo importante ocurría, pero no se atrevió a preguntarlo.

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