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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (24 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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—¿Qué quiere usted? Nos viene siguiendo desde hace tres horas. Como le vuelva a ver detrás de nosotros…

El otro le calló. Era policía. Un policía que se sabía aprovechar de su condición de policía y que con bastante frecuencia, hacía chantaje a las parejas jóvenes. Carmen y el chico apresuraron el paso.

Carmen contó el incidente en su casa. El señor Santiago se puso hecho una furia.

—Hasta la autoridad está corrompida. Ese sinvergüenza, ese… lo que quería es otra cosa. Ya puedes andar con cuidado, Carmen, y cuando te ocurra otra cosa igual me lo dices, a ver si yo le pesco y la cosa acaba en la Comisaría con el guarro y el mal nacido ese.

La madre de Carmen se asustó:

—En mis tiempos no ocurría esto. Ya podía ser una mujer de bandera la que anduviera sola por la calle, y no una chiquilla como tú, que la gente no se metía con nadie. Eso sí, te decían algún piropo de pasada, pero en cuanto tú ponías la cara larga, ni hablar; te dejaban tan tranquila.

Con las primeras verbenas, la tensión en los barrios populares aumentó. En la calle, le abrieron de nuevo la cabeza al vecino, que se pasaba, en sus apreciaciones políticas, de listo. Decía el señor Santiago que no comprendía cómo a un hombre tan cauto y tan trabajador como lo era el vecino, se le ocurrían las cosas que se le ocurrían.

—Y no escarmienta, Pepa, y no escarmienta. La gente está toda igual. Con los nervios tirantes. Por cualquier cosilla arman la que arman. Como siga esto así, va haber que dejar de verse con los amigos, porque un buen día el de la cabeza rota soy yo, un suponer, y entonces me zullo en la madre de todos los políticos y politiquillos del mundo. La vida está muy revuelta.

La vida estaba muy revuelta. En los periódicos venían todos los días noticias terribles. El señor Santiago se impresionaba cada vez que se enteraba de un nuevo atraco, de una nueva huelga, de una nueva rociada de tiros en la calle tal o en la calle cual. La madre de Carmen notaba algo raro en el ambiente y se lo comunicaba a su hija:

—Cuanto menos andéis por la calle, mejor. Hay por el mundo una serie de bárbaros sueltos que confunden la política con el hacer lo que les da la gana, y hay que estar sobre aviso. Está Madrid como si hubieran soltado a todos los presos que cumplen por haber matado a sus padres o por violar hasta las piedras de las aceras.

Carmen contaba en su casa que Asun, la peluquera, era socialista.

—Hoy lo ha dicho bien claro: «Yo soy socialista, y cuando se arme saldré a la calle a ayudar a los míos.» Una que estaba allí le ha dicho: «Bueno, Agustina de Embajadores, a ver si es pronto el día que te vemos a ti sólita en la Puerta del Sol, tirando con un cañón contra los de Asalto.» Y ¿qué te crees que le ha contestado Asun? «Pues ya me verás, chica, ya me verás y te vas a asustar porque hay que estar ciega para no ver que se está preparando la gorda.»

Carmen seguía repartiendo felizmente el tiempo entre el chico que la acompañaba y la peluquería. Los domingos, con otros amigos, se iban a la Dehesa de la Villa a practicar el
camping
. Lo decía el acompañante: «Lo mejor un domingo es hacer un poco de
camping
. Luego, a última hora, un bailoteo y a casa, porque como te quedes en Madrid seguro que te llevas el gran susto en uno de los bailes, como para nosotros, porque siempre hay alguien encargado de armar un tomate.»

El calor del mes de julio sacaba de sus casas, por la noche, a todos los vecinos de la calle. Se formaban tertulias que duraban hasta las dos de la mañana y en algunos balcones había gentes tendidas sobre colchones, aspirando el frescor de la noche.

Las tertulias se formaban normalmente con grupos de hombres y mujeres, que se separaban. Las mujeres se sentaban en sillas bajas, a charlar interminablemente, abultando los chismes del barrio. Los hombres, sentados en los bordillos de las aceras, los más jóvenes, y los mayores de edad en alguna silla sacada de una taberna, bebían vino y hablaban de política. A veces se interrumpían las conversaciones de todos y crecía una morbosa expectación cuando se oía la campana del coche de los bomberos, que se precipitaba por alguna de las calles paralelas, hacia el lugar del incendio. Se abrían los comentarios: «Habrá sido en los almacenes de madera de la ribera, o en las casas de junto al mercado, o éstos van hacia la estación acortando por aquí, porque son del parque de…»

Carmen, hecha una mujer, se cogía del brazo de su acompañante y se dejaba besar en el oscuro de las esquinas, antes de llegar a casa. La madre tenía siempre la misma reprimenda en los labios:

—Como vuelvas a venir otro día tan tarde, no entras.

Y la disculpa era también la de todos los días:

—¿Qué quieres, que me aburra oyendo a tus amigas contar cosas que ya me sé de memoria? Además mis hermanas vienen más tarde que yo y no les dices nada.

—Tus hermanas ya son mayorcitas, guapa —ironizaba la madre— y se saben cuidar.

Cuando Carmen oyó a su padre que los militares se habían sublevado en África, no le dio ninguna importancia. Ya estaba bien acostumbrada a la tensión de la gente mayor comentando las andanzas políticas de la nación. Durante el día acudió a su trabajo de la peluquería; al anochecer, salió cogida del brazo, a una distancia prudencial de su casa, de su acompañante de siempre. Fueron hasta la calle Mayor, donde entraron en un bar a tomarse unas cervezas. La madre estuvo esperando un gran rato su vuelta. Cuando llegó le dijo:

—Vaya disgusto que me has dado, Carmen. ¿Es que no tienes oídos, es que no te has enterado? Tu padre está como loco. En Usera ha habido tiros para parar un tren de mercancías.

Carmen se fue a la cama tan tranquila, quejándose del calor.

* * *

La sombra de la muralla ofrecía un grato refugio al perro jadeante. Allí estaba tumbado, con el vientre pegado a la tierra, parpadeando de sueño, la lengua roja y salivada colgando de las abiertas fauces. Se desprendía un hilo de baba y el perro cerraba automáticamente las mandíbulas en un vano deseo de atrapar el hilo. Volvía el parpadeo, que por unos momentos cesaba. Las moscas zumbaban en torno de su cabeza, que él movía cachuzada.

Acababan de hacer el relevo. Pedro volvía al Cuerpo de Guardia, avanzando con la cabeza baja. Le tiraba el tricornio de la piel de la frente, pero no se lo quería quitar hasta llegar al cuarto. Entonces la liberación del tricornio le produciría mayor placer.

Dejó el tricornio sobre la mesa y se estuvo un rato contemplándolo. Su imagen se reflejaba en el hule borrosamente. Extendió las manos y lo apartó. Pensó que era como un gato negro y furioso que le clavara mientras estaba al sol las uñas, irremediablemente colocado sobre su cabeza. Se soltó las cartucheras y respiró hondo. Se estaban cumpliendo las leyes de la guerra. Estaba pendiente su atención de la negrura del teléfono. De un momento a otro sonaría con la comunicación esperada. Se sabría por fin, con exactitud lo que había ocurrido. Sonsoles le hablaba desde el otro lado de la ventana que daba al patio.

—Pedro, María ya está enterada.

—Bien. ¿Cómo lo ha tomado?

—No sé. Ha dicho que ella se encargará de comunicárselo a Carmen y a Ernesta. ¿No sabéis todavía nada?

—Todavía nada.

—María se ha encerrado en su casa. Ahora voy a acercarme. No dejes de llamarme en cuanto sepáis algo.

Pedro volvió la cabeza.

—Ya te avisaré.

Sonsoles fue hacia la casa de María. Entró.

—María, María.

La voz de María era dura.

—Pasa. Estoy aquí, en el dormitorio.

Al principio no la supo distinguir más que como una gran mancha negra sobre el albor de la sobrecama.

—¿Te encuentras mal?

—No. Estoy bien.

—He hablado con Pedro. No saben todavía nada.

—Es mejor. Si una se enterara así, de repente, sería como para volverse loca.

—¿No crees que es mejor saber toda la verdad de una vez? Por lo menos descansaríamos de esta tensión.

María comenzó a hablar muy despacio, como recordando, como si Sonsoles no estuviera en la habitación escuchándola.

—Esperábamos el traslado. Si nos hubiesen concedido el traslado hubiéramos tenido ocasión de comenzar en algún sitio de nuevo. Baldomero y yo hemos estado hablando del traslado durante estos dos últimos años casi cotidianamente. Podía haber llegado antes, podía haber llegado con la esperanza…

Sonsoles no la entendía.

—Pero, María, ¿qué dices? Hasta que se sepa la verdad no debes desanimarte.

—Es como si le hubieran matado a él. Si aparece, habrá resucitado.

Sonsoles pretendía infundirle ánimos.

—No, María, no. Estate tranquila, sosiégate, ya verás…

—Ya veré… sí, seguramente ya veré…

María se incorporó en la cama.

—Voy a levantarme. Hay que decirle a Carmen lo sucedido.

—Sí, hay que decírselo, pero debes esperar a estar más calmada.

Volvía María a hablar como si recordase.

—Bonita historia le voy a contar. Bonita historia, después de haberme pasado los años contando en este… —hizo una pausa— …salvaje… Sí, salvaje y absurdo lugar. ¡Quién nos habrá mandado aquí! Ha debido de ser la mala suerte, que anda detrás de nosotros y de la que no nos podemos despegar.

Se levantó María. Fue hacia el espejo. Tenía los ojos más hundidos, las ojeras más marcadas. En el espejo se había oscurecido el azul.

—Parezco un cadáver —musitó María—, un cadáver que enseñara los dientes. —Hizo el ademán—. Estoy rabiosa, Sonsoles, contra mí, contra ti, contra todo.

Sonsoles no sabía qué contestar. Estaba asustada.

—Éste va a ser el principio de la locura. Todo el tiempo que ha transcurrido aquí, me parecía el principio de la locura, pero ahora va de verdad.

Sonsoles deseaba marcharse. Si hubiese estado acompañada de Felisa quizás, entre las dos, hubieran logrado calmar a María. María estaba febril. Hablaba con un inusitado reposo. A Sonsoles le parecía que la voz de María llegaba desde muy lejos, que eran los pensamientos tal vez que no se encarnaban en la voz y que ella, misteriosamente, era capaz de escuchar. María la miró fijamente.

—Conocí a una mujer poco después de la guerra; decían que estaba loca. Le habían matado el marido el último día. Fueron unos soldados que estaban disparando contra una pared en un pueblo. Él era sargento. Les iba a decir que dejaran de disparar. Nunca llegó a decirles nada. Rebotó la bala o ¡quién sabe! Cuando se lo dijeron a su mujer… —María cerró los ojos para recordar—. Cuando se lo dijeron y le advirtieron que había sido de la forma que digo, la mujer… ¿Tú sabes lo que le puede ocurrir a una mujer a la que matan el marido de una forma estúpida, cuando ya se ha hecho la paz, cuando todo ha terminado?

Sonsoles la miraba pasarse las manos por el rostro frente al espejo.

—No, María.

—Debió de ser algo terrible. Todo está en paz. La gente acude a una feria a divertirse. Seguramente están vendiendo bebidas en los tenderetes. Ellos pasan. Los saludan y les abren camino respetuosamente. No, respetuosamente no. Les tienen miedo, un miedo que disimulan con muy buenos saludos. En algún sitio pretenden invitarlos. ¿Lo has visto alguna vez, Sonsoles? Sí, los quieren invitar. No aceptan. Siguen por medio de la feria. Hacen una breve parada. ¿Conoces esas paradas vigilantes? Las gentes los miran. Temen que se vayan a meter con ellos, los temen. Acaso alguno, más cobarde que los demás, procura escurrir el bulto. Yo los he visto. Luego preguntan: «¿Y ése por qué se ha ido?» «No sabemos.» Nadie sabe nada. Vuelven a caminar. Hasta el otro extremo de la feria. Entre el ganado se alzan voces. Caminan rápidamente hasta allí. Tal vez hay un herido. Voces: «Ha sido fulano o mengano.» ¿Y qué? Los guardias se ponen a buscarlo por todos los sitios. Les llegan noticias confusas: Ha salido del pueblo, se ha largado al campo. Allá van los guardias. Luego…

Sonsoles estaba como hipnotizada. Se frotaba las manos nerviosamente sin dejar de mirar a María. María continuó:

—Luego salen al campo. Hace calor, mucho calor. Han acertado con el camino. Alguien marcha delante de ellos. Va armado. Han encontrado un hombre que les certifica que un tipo pasó corriendo hace muy poco tiempo, tan poco tiempo, que en cuanto suban al cerro lo podrán ver. Y suben al cerro y no ven a nadie. Entonces ¿tú sabes lo que hacen? Descuelgan los fusiles. Suenan los cerrojos y echan a andar muy lentamente. También tienen miedo. Los puede estar esperando donde menos se piensen. Miran a los olivos. Si estuviera detrás de un olivo, seguramente no les daría tiempo ni a encararse el fusil. Dispararía antes que ellos. Dispararía y ya sería tarde, tan tarde para alguno que ya no tendría remedio. Pero ellos siguen hasta que el disparo suena. Suena, Sonsoles, y ya no hay remedio.

María miraba al espejo fijamente. Calló. Sonsoles esperaba sus palabras. María abrió las contraventanas. Un alud de sol inundó la habitación. Se quedó mirando al patio. Luego dijo:

—¿Vamos?

—Vamos.

Las dos mujeres salieron al sol. Caminaron un poco hasta la casa de Carmen. Antes de traspasar el umbral oyeron voces.

—Está también Ernesta —advirtió Sonsoles—. ¿Qué hacemos?

—Esperaremos.

—Vamos a mi casa. Llamaré a Felisa.

—No, no la llames; ya tiene bastantes cosas de que preocuparse. Déjala tranquila.

Pedro veía a las mujeres andar por el patio. Pensaba en el tejido de preocupaciones que se estaba formando en el castillo. Pensaba que María y Sonsoles tenían un deber que cumplir mucho más penoso que el de ellos mismos, los hombres, en la espera de las noticias definitivas. Ese deber que regularizaba la vida profesional de todos ellos y de sus mujeres. Ese deber que, opinaba, a veces era tan inútil que costaba cumplirlo. Pero precisamente de ese tener que cumplirlo —¡ah aquella palabra, que se clavaba como una lanza!— nacía su propia virtud y la de sus compañeros. Nadie se separaba del deber; todos estaban atados al deber. ¿Qué era eso? Muchas veces pensaba que no era más que una carga que habían depositado en sus hombros gentes con más autoridad que ellos, más importantes que ellos, pero no gentes que hubieran sufrido tanto como ellos. Sin embargo, ellos estaban en el mundo con el único fin de cumplir con su deber.

Las mujeres se pararon delante de la puerta de la casa de Sonsoles. Pedro imaginó que él también entraba por aquella puerta y que llegaba hasta la cocina, donde se descalzaba, porque ya era de noche, y podía echarse un rato sobre la cama hasta que llegara Sonsoles y le dijera: «Quita de ahí, hombre, quítate el uniforme y no te estés ahí contemplando las musarañas. Tienes que aprovechar el sueño que mañana sales al campo.»

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