El fulgor y la sangre (26 page)

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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El fulgor y la sangre
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Carmen quedó estupefacta.

—Bueno, te vas al frente, pero hasta ahora, ¿se puede saber dónde has estado metido?

El otro le respondió ahuecando la voz y achulando el gesto:

—Si te lo cuento, niña, te desmayas. He recorrido medio mundo y estoy de vuelta. ¿Es que no te basta?… Y dejemos estas cosas; te invito esta noche al cine para celebrarlo.

Carmen dudó:

—¿Al cine? No, chico, al cine te vas tú solito si quieres, pero la hija de la señora Pepa se queda en casita jugando a que los dedos se le hacen huéspedes.

El muchacho se cortó. Lo había dado todo por hecho; humilló el rostro:

—Bueno, no es para ponerse así. Si no quieres venir, no vengas. No creas que voy a insistir más. Y ¿ahora me aceptas un vermut donde tú elijas, princesa?

Carmen se enfadó:

—Mira, menos guasas, porque… Pero, ¡qué te has creído tú! Me estás confundiendo.

El muchacho se cansaba:

—Tengamos la fiesta en paz. Que tú no quieres venir y te las das de aristócrata en Biarritz… pues ándale; otras querrán venir. De modo, chata, que hasta siempre.

Carmen subió la escalera llorando. Las hermanas querían consolarla:

—Pero ¿qué te ha pasado? Cuenta, mujer. Deja de llorar, que vas a inundar la casa.

Carmen repetía:

—Yo he tenido la culpa, yo y sólo yo. Lo hubiera ahogado de la rabia que me ha dado. Es que es un chulo.

Intervino la madre:

—¿Quién es un chulo, hija mía, y de qué has tenido tú la culpa?

Los problemas de las cuatro mujeres eran distintos de los del señor Santiago. Los problemas de las cuatro mujeres, en aquello que nada tenía que ver con la vida de la casa, se examinaban y resolvían en la cocina, mientras el señor Santiago leía periódicos atrasados, porque, según afirmaba, no le agradaba enterarse de las cosas que estaban sucediendo en España. Las tres hermanas se relataban minuciosamente encuentros con hombres que podían valorarse como futuros novios. La madre arbitraba. Siempre, a última hora, ponía apostillas a lo que se había dicho:

—Me parece que mientras esto dure no debéis pensar en el matrimonio.

Y la respuesta inmediata de cualquiera de sus hijas:

—Vete a decírselo a Fulana, que ya está casada y cansada de estar casada.

La madre explicaba:

—¿Es que no entendéis que casarse así no es casarse ni medio casarse ni nada? Esos casamientos son inservibles. No hay más que una forma, la fetén, y ahora no se puede; de modo que a esperar tiempos mejores. Bien está que lo vayáis pensando, pero nada de apresuramientos.

El señor Santiago había dejado de fumar. Cuando sentía deseos de fumar, sacaba del bolsillo un puñado de simientes de girasol y lentamente las iba descascarillando y llevándoselas a la boca.

—Me estoy convirtiendo en un chaval. Tiene gracia que a mi edad esté dale que dale a las pipas de girasol…

Carmen charlaba con su padre cogiéndole de vez en cuando unas cuantas simientes y comiéndolas con mucha calma. Se habían acostumbrado a las pequeñas detonaciones y crujidos de las cáscaras, como música de fondo de la conversación. A Carmen le parecía que la conversación se hacía más íntima cuando era acompañada de las simientes de girasol.

Llegaron un día dos hombres a buscar al señor Santiago. Entraron muy ufanos en la casa cuando Carmen les franqueó la entrada.

—Tú eres Santiago Fernández el dorador; pues te vienes con nosotros, que tienes trabajo para hacer. Te andamos buscando por todo Madrid.

El compañero del que hablaba aclaró:

—Por todo Madrid, no, pero nos has dado la mañana. Hemos tenido que andar más que el tranvía de Atocha. Hemos ido a buscarte al Rastro, donde nos habían dicho que trabajabas. Menos mal que nos han dado bien la dirección de tu casa.

El señor Santiago, algo asustado, salió con los dos hombres. Ya en la calle, uno de ellos le ofreció:

—¿Qué si nos tomamos antes un chato?

El señor Santiago dijo:

—¿Todavía hay vino? Porque lo que venden por aquí es agua y vinagre.

Los hombres se rieron.

—No, hombre, peleón no. Un fino andaluz, que es lo bueno. Ya verás.

A la entrada de la calle estaba parado un coche. Montaron en él. El señor Santiago iba encogidito, tenía miedo. Sabía demasiadas cosas para no tener miedo. Tenía miedo al coche y a los individuos que charlaban sobre asuntos de mujeres. El chófer, a veces, los interrumpía:

—La juerga de ayer debió de ser monstruosa, ¿no? El jefe se ha levantado hoy con una resaca fenomenal; todo le ha parecido mal, tan mal que ha mandado a la Lola a la mierda en cuanto ha cruzado con ella dos palabras.

El trabajo del señor Santiago consistía en restaurar unas cornucopias muy retorcidas a las que faltaban unos adornos.

—Para esto necesito un tallista. Sobre todo, para esa que parece más estropeada.

—Pues búscalo; se os pagará a base de bien.

Le dieron unos billetes y se volvió para casa. Caminaba despacio, reconociendo las calles. Le parecía que estaba descubriendo un Madrid nuevo. En las tabernas había bullicio de gente, pero cuando se paraba a mirar a alguien a la cara, veía que algo preocupaba, que bajo la piel del rostro o en el hondón de la mirada había preocupación.

Carmen le estaba esperando:

—De verdad, papá, ¿qué te querían ésos?

—Un trabajillo que me ha salido y que no nos vendrá mal.

—¿De verdad que es eso?

—De verdad, hija.

—Me habían asustado.

—También a mí. —El señor Santiago sacó del bolsillo los billetes que le habían dado y los extendió sobre la mesa—. Me han dado esto. Se ve que les cuesta poco ganarlo.

Carmen no hizo comentarios. Cogió el dinero, lo ordenó y lo depositó en el florero sin flores de en medio de la mesa, dentro del cual había un tubo de goma, un metro de sastre y unos ovillos de lana vieja.

La madre de Carmen había encontrado un trabajo no bien remunerado, pero que le valía para hacerse con alimentos, en una institución para guardar niños que había en Ventas. El trabajo comenzaba a las ocho de la mañana y terminaba a las ocho de la tarde. No aparecía por su casa hasta cerca de las nueve de la noche. Las hermanas volvían a la hora de comer, pero se marchaban en seguida. Decían que las reclamaba el trabajo, que entraban muy pronto a trabajar, pero Carmen sabía que no era verdad todo lo que ellas contaban. Sabía que sus hermanas, antes de ir a trabajar, se iban a un café de la calle de Toledo y se estaban allí formando tertulia con unos jóvenes empleados en oficinas militares. A la mayor de las hermanas le hacían frecuentes regalos, que ocultaba cuidadosamente a los ojos de su madre. A pesar de todo, la señora Pepa se enteró. En la casa era imposible que pasase algo inadvertido a su vigilancia.

—De modo —preguntó a Carmen— que tus hermanas, en cuanto comen, se dan el
zuri
. Ya las voy a arreglar yo a ésas. No paran en casa un momento y cuando a una mujer le tira la calle, malo o peor; ya lo sabré.

Carmen pasaba las mañanas sola en la casa. Preparaba la comida de su padre y hermanas. Algunos días, el señor Santiago no llegaba a comer. Solía avisar que el trabajo le impedía ir a casa hasta tarde. Se presentaba muy contento a las diez o a las once de la noche. Llevaba media docena de huevos en un capazo, a veces carne ya preparada, alguna botella de vino.

—Me lo da el patrón. Ha comprado unas tallas antiguas y se las estoy restaurando; yo me he metido a hacer de todo y no me sale mal. Él está contento; esto es lo importante, que esté contento. Menudo Briján debe de ser el gachó. En esa casa no falta de nada, vive como un duque.

El señor Santiago estaba tan entusiasmado, que propuso a su mujer que dejara de trabajar. La señora Pepa no aceptó.

—Cualquier día se te acaba el trabajo y entonces ¿qué? Cada día que pasa se está poniendo peor esto de encontrar un trabajo al que se le pueda sacar para vivir. Así que como para dejar yo este puesto, que aunque no me dieran un céntimo, me compensaba.

El señor Santiago derrochaba alegría en la calle. Derrochaba alegría. Volvía a bajar a la taberna a pasar el rato con las antiguas amistades. Sacaba de la chaqueta una lata de sardinas y unos panecillos y merendaba con sus amigos.

—Santiago, ¿es que te han hecho gobernador?

—Sí, sí, gobernador; he encontrado una mina de trabajo y la estoy sacando el jugo.

Cada vez tenía más amigos en su mesa y tuvo que dejar de sacar la lata de sardinas y los panecillos, porque ya no llegaban ni para un diente. El tabernero se solía incorporar también a las pequeñas meriendas del señor Santiago poniendo algo de lo suyo: unas guindillas en vinagre o unos pepinillos que les sabían a gloria.

Al señor Santiago le llenaba de alegría ver como de pronto, por el milagro de las sardinas y los panecillos, conquistaba de nuevo a sus conocidos. Hasta que tuvo que retirar la merienda por demasiada afluencia de contertulios, lo que él decía valía como el oro.

—Diga usted que sí, Santiago, que en lo que dice tiene muchísima razón.

—El señor Santiago tiene toda la razón y un servidor está con él.

Todos estaban con él. La astucia madrileña trabajaba al señor Santiago en su punto débil: el orden. El hombre solía decir:

—Lo principal es el orden y el concierto en una nación. Una nación que sepa guardar el orden y el concierto es una nación que va para adelante —contemplaba amorosamente las sardinas que iban desapareciendo—. Si no, es una nación retrógrada, siempre lo he dicho.

El tabernero le advirtió que tenía demasiados entusiastas de sus teorías. Fue entonces cuando desaparecieron las meriendas, que volvieron a aparecer en los interiores de la taberna, ya en escogido grupo.

Carmen advertía a sus hermanas en la cocina, inmediatamente después de comer:

—Mamá está enterada de todas vuestras andanzas. Me parece que vais a tener con ella una buena.

La mayor de las hermanas se indignaba y gritaba, aunque en el fondo tenía miedo:

—Pues estaría bueno. ¡Tiene unas cosas! ¿Qué querrá: que nos pasemos la vida metidas en casa como si estuviéramos en un convento? La vida hay que vivirla; para cuatro días que una va a vivir, no se va a privar de lo que a una le apetezca.

Carmen callaba, no deseaba discutir. Las hermanas se apoyaban entre ellas, dándose mutuas razones inconsistentes:

—Querría, ¡qué sé yo!, que nos viniéramos aquí nada más dejar de trabajar para contemplarla a ella. Pues pensamos hacer lo que nos dé la gana, eso, lo que nos dé la gana, y si se enfada va a tener dos trabajos; el de enfadarse y el de desenfadarse. Que lo tome de dos veces.

Carmen terminó:

—Bueno, yo os he advertido; ahora haced lo que os dé la gana. A mí no me va ni me viene.

La hermana mayor se enrabietó:

—Ya no faltaba más que esto, que te tuviéramos que consultar a ti lo que tenemos que hacer. Pues estaría bueno. Tu dándonos clase de lo que debemos hacer. ¡Vaya con la niña!… —Carmen acabó por dejarlas solas en la cocina. Poco después oyó un portazo.

A veces le parecía a Carmen que su padre chocheaba. Se le ocurrían cosas extrañas. Se pasaba los atardeceres, si no bajaba a la taberna, arreglando un reloj despertador viejo, que hacía mucho tiempo que estaba arrinconado en un armario.

—Yo creo —decía— que este reloj, que siempre marchó bien, se puede arreglar para que se quede como recién comprado. —Las piezas del reloj, desarmado casi totalmente, las guardaba el señor Santiago en una caja de zapatos. Lo montaba y desmontaba sin lograr que funcionara nunca—. Me he dejado esta ruedecita; en cuanto sepa dónde hay que ponerla, ya está esto en marcha. Va a quedar como nuevo.

Y volvía otra vez a desmontarlo por completo y a volverlo a montar. Estuvo intentando arreglar el reloj durante muchos días, hasta que de pronto lo dejó.

Visitó de nuevo, con asiduidad, la taberna. Luego se hizo con una gramática francesa y quiso aprender francés.

—Me han dicho que estudiando un poco cada día, se puede aprender francés en un año. Yo conozco a uno que ha aprendido francés y que ha encontrado una buena colocación por saber la lengua.

—Bueno, papá, pero ¿no te cansarás en seguida?

El señor Santiago se cansaba a los pocos días.

Carmen se lo contó a su madre.

—Papá va a quedar en loco. ¿Qué crees que hace ahora? Arregla juguetes, dice que eso sirve para mucho, que van a levantar una fábrica de juguetes en no sé qué sitio y que al que sepa arreglar juguetes lo emplearán con un sueldo estupendo.

—No te preocupes, hija; déjale que haga lo que quiera. Es que la guerra le ha trastornado los nervios. En cuanto se pase, ya verás cómo le desaparecen las manías. Esto no es más que los nervios, que se le han desatado y que los tiene que tranquilizar dedicándose a esas tonterías.

Carmen asentía a lo que decía su madre:

—Sí, será cosa de la guerra. Hoy todo el mundo tiene su chaladura.

A Asun la mataron en el frente un día que había ido a levantar la moral de la tropa. Se había hecho discurseadora y solía visitar el frente de vez en cuando. Por la calle corrió un escalofrío de emoción.

—Han matado a Asun; dicen que le sorprendió un ataque y que tuvo que hacerse cargo de una ametralladora. Se quedó sólita. Sí que tenía redaños la tal Asun.

La madre de Carmen comentaba tristemente:

—Así tenía que acabar. Se le había metido en la cabeza lo de ser heroína del pueblo, y claro, le ha tocado la china. Esto estaba visto. Un día u otro tenía que suceder.

Carmen estaba muy impresionada. Por la tarde, en la cocina, estuvo llorando.

El entierro de Asun fue una manifestación política. Hubo discursos, el féretro fue envuelto en una bandera. En torno del féretro caminaban jóvenes de uniforme en silencio, marcando el paso. No hubo mujer en toda la calle que no derramara algunas lágrimas al paso del cortejo. La hermana de Asun salió varias veces al balcón dando gritos y llorando hasta que la retiraron definitivamente. Asun pasó a ser en los comentarios de la calle un ser fabuloso del que se contaban historias maravillosas. Las mujeres presumían de haberla conocido mucho, muchísimo; todas habían sido amigas del alma. «Yo la conocí, fui su amiga. Era una mujer de mucho brío. Una mujer como un hombre, pero sin dejar de ser mujer, ¿eh?»

El día que se enfrentaron las dos hijas mayores y la madre, se enteró toda la vecindad. El señor Santiago se acercó a la cocina:

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