Los chiquillos se fueron a jugar por los alrededores de la casa. Felisa se quedó con Nina, la hermana, y con el pequeño. El pequeño en el regazo de Felisa se adormilaba mimoso. Felisa hablaba a su hermana, tenía que descargar en alguien su preocupación, pero no se atrevía. Nina le preguntaba insistente por el padre.
—¿De verdad, Feli, que papá está bien, que no le pasa nada?
—Nada, hija, ¿qué le va a pasar? Dentro de unos días volverá a casa.
Juan Martín volvió.
Juan Martín temblaba cuando entró en su casa. Los chicos se le colgaron de la chaqueta, pretendían trepar a él. Las voces se confundían. Felisa intentaba poner orden. Decía:
—Dejad a padre, dejad a padre que se siente. Dejadle, que está muy cansado.
Estaba muy cansado. Se sentó. Las voces de los hijos eran como un fresco rocío que le penetraba en el cerebro y le hacía más leve la emoción del regreso. Porque al llegar de nuevo a la casa, sentía como una pesada angustia de emigrante que sospecha no encontrar los que dejó y teme que la vieja y amada imagen de la casa no corresponda a la realidad. El viaje de veinte días había sido demasiado largo. De pronto todo se olvidaba, todo era lo mismo que antes, en los primeros momentos. Ya estaba en casa. El hijo menor regresaría pronto, en cuanto saliera del trabajo. Pero el hijo mayor —se concentró en el hijo mayor— no estaba ni regresaría ni tal vez volviera a verlo.
Uno de los pequeños se sentó en sus rodillas y Juan lo acarició. Luego fue preguntando, cerciorándose: «¿Estáis todos bien? Tú y tú y tú…» Todos bien. Vinieron las primeras quejas de los pequeños: «Papá, a mí me duele la tripa y aquí.»
Y las intervenciones de Felisa: «No les hagas caso: son mimos o son cosas que se inventan; hasta que tú has llegado no se han quejado de nada, jugaban como si tal cosa.»
El lenguaje familiar: como si tal cosa. Juan pensaba que los sucesos ocurren y la vida transcurre como si tal cosa, hasta un instante determinado en que todo se quiebra, y entonces la vida propia abandona su manso cauce y se despeña y salta, hasta que vuelve como si tal cosa otra vez al mismo, que en algún sitio desconocido espera.
No sabía hablar de la cárcel. Le preguntaron y él no sabía. Si hubiesen sido compañeros los que le interrogaban, hubiera contestado, hubiera hablado de lo que era aquello, de lo que había sido aquello para él. Hablar del miedo pasado reconforta tanto, envalentona tanto, que se puede contar la historia sin olvidar los mínimos detalles y hasta se puede juzgar el tiempo que pasó. Pero frente a los hijos el miedo persistía. Era el miedo a un nuevo encarcelamiento, a dejar a la familia otra vez sola. Por eso no contestaba más que dos palabras: «Muy malo, muy malo.» Y los chicos, cuando el padre lo decía, sentían un especial terror por aquella historia que no se contaba y que iba precedida de aquel prólogo sereno, terrible y enemigo.
A la hora de comer se sentaron todos a la mesa. El más pequeño en el regazo de Felisa. Hubo plato único. Comían en silencio y miraban al padre a hurtadillas, esperando su voz. Juan no habló durante la comida. Luego los niños salieron a jugar al sol. Felisa y el hermano quedaron con el padre. Juan sacó un resto de tabaco, en un paquete arrugado de color amarillo, y se lo ofreció al hijo. Fumaban. El cigarrillo del hijo, torpemente liado, temblaba entre los dedos primerizos. Era la primera vez que fumaba delante de su padre. No tenía ninguna importancia. Se hubiera necesitado de otras condiciones para que el padre se percatase de la inseguridad del hijo. Para Juan aquel hijo era el hombre de la familia después de él. Felisa callaba y escuchaba a su padre. «A estas horas puede que lo hayan matado. Veinte días de revolución ya, y el camino es largo. Estará, tal vez, prisionero. ¡Quién sabe! Estará en el frente. ¿Llegaría al frente? ¡Quién sabe!»
Hizo una pausa larga. Continuó: «Ahora hay que trabajar. Sacar esto adelante. Mañana saldré a buscar algo. Algo siempre se encontrará, uno ha tenido buenos amigos en este pueblo.»
Ponía todas sus esperanzas en los amigos. Se agarraba a aquella esperanza, que le salvaba de la desmoralización. Los amigos podían proporcionarle trabajo como otras veces, trabajos modestos y hasta mal remunerados, pero que lo levantaban tanto económicamente como en el doloroso estar parado. Estar sin trabajo era para Juan peor aún por no ocuparse que por no percibir dinero. Era un hombre que había trabajado toda la vida y el trabajo dimanaba de su cuerpo y consideraba el no tenerlo como una enfermedad. El ocio obligado era una enfermedad pasajera, pero el ocio voluntario era una locura.
Juan Martín encontró trabajo. Le costó bastante el encontrarlo, pero lo encontró. En un taller no le quisieron admitir porque temían su próximo encarcelamiento; en otro le recibieron mal, como a un enemigo. Pero lo necesitaban en uno que acababa de recibir la orden de fabricar material de guerra. Él estaba en la sección de ajuste de espoletas. El dueño del taller sabía Juan que era republicano viejo, y el dueño del taller fabricaba espoletas. Juan ayudaba a aquel trabajo. No pensaba en que eran objetos para la muerte. Ajustaba las espoletas en el torno mientras hablaba con un compañero que le anunciaba una victoria de los suyos, o una retirada, y le advertía pleno de esperanza que no había que prestar oídos a lo que decían las radios fascistas o creerse lo que contaban los periódicos fascistas.
Las espoletas para Juan Martín no significaban más que los tornillos. Ayudaba en la fabricación de espoletas. Hacía horas extraordinarias y los hijos, sus hijos comían, y a mediados de septiembre volverían a la escuela o irían por vez primera a la escuela. Las espoletas ayudaban a ello y él trabajaba con la vieja fórmula: como si tal cosa. Las manos de él no tenían que ver con la lucha. Tenía que comer. Las espoletas, los tornillos, los engranajes, lo que fuere ¡qué más daba! Había que comer, que era lo importante. Pero un día fue acusado.
Fue acusado y lo echaron a la calle. No volvió a la cárcel; simplemente lo echaron. Podía hacer sabotaje. Sabotaje. Acaso lo había denunciado cualquier obrero que no sabía que las espoletas le importaban tan poco a Juan como los tornillos o las charnelas, que las únicas cosas que le importaban eran que los hijos comieran y fueran a la escuela a mediados de septiembre. Ni tuvo ocasión de explicarlo ni sintió deseo alguno de hacerlo. Le pagaron el jornal. Sabotaje. No vuelva. Sabotaje. ¿Qué podía hacer él? Sabotaje. Se encogió de hombros y salió del taller. La comida, la escuela, el sabotaje. Se encogió aún más, porque los hombros le pesaban y le dolían. Al llegar a su casa, dijo a Felisa. «Otra vez en la calle», y se sentó con las manos en las rodillas, contemplándolas temerosamente.
Las escuelas eran hospitales de sangre. Los chicos esperaban que no hubiera que asistir a ellas a mediados de septiembre. El verano se iba a alargar indefinida y felizmente. Conversaban entre ellos, secretamente, intercambiando lo que habían oído a los mayores. Por lo menos, hasta después de Navidades no habría escuelas. El otoño iba a ser alegrísimo. ¿Quién les podría impedir el estar jugando sobre los montones de hojas secas? ¿Quién les iba a controlar las horas del atardecer, las más propicias para desarrollar en la práctica todo lo que la imaginación había creado durante el día? Estaba bien que no hubiera escuela. La única, peligrosa, circunstancia que les hacía temer la pérdida de tan hermosa felicidad, era que trasladasen las escuelas al Ayuntamiento. Pero salvaban el escollo pensando que en el Ayuntamiento cabían muy pocos. Y todos se consideraban excedentes del cupo de los que cabían.
Juan encontró trabajo. Un trabajo nuevo para él. Entró en un almacén de madera. En la sierra mecánica se pasaba la jornada empujando los troncos suavemente, hasta sentir el temblor de la sierra junto a sus dedos. Le parecía que si en cualquier momento se distraía, la sierra no iba a cortar sus dedos, sino su cráneo, sobre el que los dientes abrirían rápidamente un canalillo por el que se le iba a escapar la vida. Podía suceder si se distraía, pero él estaba demasiado atento, tan atento que se cansaba y a veces deseaba que sucediese lo que imaginaba. Sería el sueño, la tranquilidad, la mejor siesta que uno podía pensar. El áspero runrún de la sierra y el blando, caricioso serrín, en la tarde calurosa de agosto eran como una tormenta lejana, pesada, debilitadora, que le llamaba al descanso.
En la serrería se encontraba, sin embargo, a gusto. Sobre las pilas de tablones no se encontraba tan bien y un hormiguillo le recorría las piernas cuando alzaba el compañero el madero que él tenía que colocar cruzado o paralelo con los que formaban la pila. Los tablones bailaban y la caída era fácil que sucediese inesperadamente.
El olor de la madera recién cortada, fresca, le hacía daño a veces al respirar profundamente. Cuando llegaba a casa, Felisa solía decirle que olía bien, y Juan se sonreía contestando que se estaba transformando en un viejo barril para un buen vino. Y la indicación bastaba para que tuviera de nuevo aquel porrón antiguo, cuyo pitorro había limado cuidadosamente para que el chorro fuera más grueso, entre las manos. Se lo traía Felisa y Juan se sentaba a la puerta de la casa, con el porrón entre las piernas. De vez en cuando echaba un trago. Decía que no hubiera sabido beber en otro porrón que en aquél porque los porrones que tienen el pitorro estrecho no sirven para beber. No dan líquido, dan aire. «Llenarse la tripa de aire, Felisa, es tan malo como llenársela de lechuga; se agarran cólicos y se dilata el estómago.»
Felisa repasaba la ropa con cuidado, mientras escuchaba a su padre. Un día que estaba a la puerta de la casa, charlando y aprovechando el fresco del atardecer, se acercó el cartero a ellos. Felisa recibió una carta dirigida a ella y estuvo unos momentos suspensa, indagando quién pudiera escribirle. Juan se lo adelantó con la aclaración. «Será del guardia. Abrela, que te contará cosas importantes.»
Dudaba Felisa. Abrió el sobre, escrito con una caligrafía muy perfilada y en el que decía señorita con todas las letras. La carta estaba escrita a lápiz. Efectivamente, era del guardia. Le decía que estaba herido en un hospital de Burgos; que no era cosa de importancia, pero que le era muy incómodo porque le obligaba a tener la pierna en alto, donde un trozo de metralla había fracturado el hueso. Terminaba la carta dándole la dirección, preguntando por su padre y diciendo que no la olvidaba y que en cuanto terminara aquello pensaba casarse con ella, si ella estaba dispuesta.
Felisa leyó la carta primero para sí, después en voz alta. Cuando terminó, Juan dio un largo trago al porrón. Felisa preguntó su parecer. Juan dijo:
—Hija mía, eres muy dueña de hacer lo que tú quieras, pero debieras esperarte hasta que la guerra haya acabado. Aquí te necesitamos todos. Si te casas en seguida con el guardia, te vas a apartar de nosotros y, además, a no ser que él tenga suerte y no lo vuelvan a enviar al frente, vas a estar siempre desasosegada y triste pensando en lo que pueda pasar. Yo no me opongo, ya lo ves; pero me parece que deberías esperar. Díselo así, o de la forma que a ti te parezca mejor.
Felisa escuchó atentamente. Afirmó primeramente con la cabeza, luego añadió de palabra:
—No se me había pasado por la imaginación casarme con él. Primero lo tengo que pensar, pero no te preocupes, que no será por ahora. Cuando esto acabe, entonces será cosa de decidirlo. Dentro de seis u ocho meses, o un año tal vez.
El padre subrayó:
—O de dos años, o más.
Felisa contestó a Ruipérez. Luego hubo un largo silencio, entre los dos. El otoño estaba ya crecido. Los chicos, como ellos se imaginaban, no habían empezado a asistir a la escuela. Empezarían cuando el frente se alejase y fuera necesario adelantar el hospital. Y esto ¿cuándo iba a ser? ¡Cuanto más tarde, mejor!
Los chicos llevaban muñequeras con balas enganchadas y cinturones con peines de cartuchos sujetos por el cuero. Alguno tenía un machete que había llevado a cortar para hacerse con él un cuchillo de monte y que, convenientemente afilado, le servía para presumir con los amigos en las correrías por los alrededores, donde habían construido cabañas y en las que guardaban tesoros encontrados o robados de los camiones de los soldados. Una cantimplora abollada, un macuto, balines, cargadores se guardaban con mucho misterio. Se formaban bandas y firmaban los componentes de ellas, con sangre, papeles en los que se juraba fidelidad a los compañeros. La sangre la lograban los más valientes haciéndose un ligero corte con un cortaplumas y los no tan atrevidos arrancándose alguna postilla. Planos de tesoros, bandas enemigas, peleas callejeras a castañazos, pedreas en los alrededores, exploraciones de los tinglados de la estación del ferrocarril, saltos sobre los montones de hojas secas, eran su programa. No había escuela y había libertad total. Los mayores estaban preocupados por otras cosas más importantes que las aventuras de los chicos. Hasta que un día sucedió una desgracia.
Solían encender hogueras, a las que arrojaban desde prudente distancia balas de fusil. Un día se encontraron un artefacto pintado con una franja colorada y lo arrojaron a la hoguera. Estalló. Murió un chico y otro quedó ciego. Se adoptaron medidas por el Ayuntamiento. Y se pensó que la escuela debía ponerse en funcionamiento en el plazo de tiempo más breve posible. Así se hizo. La escuela quedó abierta en el Ayuntamiento. Los chicos de la calle asistían en grandes grupos, que apenas cabían en los estrechos salones de la Alcaldía. Nuevos motivos de regocijo. Nadie estudiaba. Todo era divertido. En los chicos despuntaba un asomo de audacia con respecto a los mayores, que se traducía en contestaciones impertinentes y en el frecuente dejar de asistir a las clases sobre las que no se podía ejercer una vigilancia muy firme. Pero llegaron las Navidades y el frente se adelantó con el hospital de sangre. La vida comenzó a transcurrir por sus cauces de siempre.
Juan Martín no quería pensar en el hijo ausente. Felisa lo sabía y nunca hablaba de él. Sin embargo, el día de Navidad, después de comer, Juan recordó a su hijo. Todos se callaron cuando el padre principió a hablar:
—Si vuestro hermano estuviera con nosotros…
Golpeó débilmente sobre el mantel con una cucharilla. Colocó la cucharilla junto al plato, con los ojos fijos en la mesa.
—Si vuestro hermano estuviera con nosotros… —repitió.
Los ojos se le humedecían. Felisa apretó el brazo de su padre.
—No lo recuerdes ahora, papá. No te preocupes.