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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (10 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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Carmen no resistía las bromas aquellas que le parecían que siluetaban su posición y la dejaban en ridículo. Ante María Ruiz ella era una parvulilla con toda su sabiduría madrileña, y su maquiavelismo era apenas el de una aprendiza. María Ruiz lo reconocía, iba más adentro que ninguna en materia de tender trampas al prójimo. A pesar de todo, Carmen repetía sus ataques sin ningún éxito frente a Sonsoles. La experiencia de los fracasos no jugaba para nada.

Sonsoles dejó a Carmen, que la vio alejarse con el rabillo del ojo, procurando que se le notase la atención que ponía en la revísta.

Sonsoles dio la vuelta y bajó las escaleras de la galería. ¡Qué rara se le hacía Carmen! ¿Por qué le tenía aquella inquina inexplicable, que se le transparentaba siempre en las pocas palabras que cruzaba con ella? No, no se juzgaba tan santa que dejara de suponer ciertas lamentables actuaciones repletas de egoísmo. Pero Carmen se comportaba injustamente con ella. A veces se notaba que su sola presencia le producía repulsión física. Estaba preocupada. Más todavía en razón de lo que había acontecido. Si fuera el marido de Carmen el muerto, no podría llegar a consolarla. Ella se revolvería furiosamente.

Al sombrajo del torreón grande estaban charlando las tres, justamente como se lo había advertido Carmen. Se acercó sin apresuramiento, con cuidado. No quería sorprender con su repentina llegada alguna de las turbias historias de María Ruiz en caso de que las estuviese contando.

Ernesta se asombraba con estas historias, pero no así Felisa para la que aquello eran simples palabras, sonidos, no más, que rellenaban el tiempo pero que nada explicaban y a nada conducían. Felisa estaba por encima de aquellas cosas. Ernesta estaba todavía por debajo y no las entendía bien. En cambio, María Ruiz se deleitaba contándolas, porque a Sonsoles no le cabía duda, María Ruiz era una refinada y una viciosa.

Pero María Ruiz hablaba de otras cosas. Hablaba de tiempos mejores y cuando Sonsoles llegó cerca de ellas, apenas se notó su llegada en la conversación, que no se interrumpió automáticamente como otras veces, ni como otras veces dio lugar a que María perfilase una chanza.

María Ruiz estaba nostálgica, hablaba y hablaba como siempre, con cierta suavidad, como si pasara sus dedos sobre un papel de seda arrugado, procurando alisarlo. Recorría así sus recuerdos, su buena ventura de otros tiempos. Dijo:

—…y allá.

Y, sosegadas, las otras mujeres la seguían con la cabeza, con una mirada, dejando las labores sobre el regazo o acariciándose las manos, húmedas de sudor…

—Y allá… —María volvía los ojos hacia el paredón tras el que parecía estar el allá de sus recuerdos.

Sonsoles se sentó sobre esa silla viuda que en las reuniones de las mujeres de los pueblos está para que alguien la ocupe, alguien que no es de la tertulia y que no se sabe por qué es esperado. Sonsoles se sentó y escuchó durante un buen rato. De vez en cuando miraba a Felisa fijamente y sentía que de un momento a otro tendría que ponerse a hablar con ella como si fuera una de esas desconocidas que en los pésames se ven en la obligación de comunicar a los deudos del difunto su pesar y hacerles recomendaciones cariñosas sobre el porvenir y sobre el olvido que sobreviene a todo. El olvido, que es el elixir del tiempo, ese milagro para el corazón.

Sin embargo… Sin embargo el tiempo pasado, en el corazón de las mujeres, tiene su extraño, cabalístico culto y hasta se funden los conocimientos de las dialogantes cuando se encuentran puntos comunes. Los pueblos, los campos, las primaveras, las fiestas, los animalillos olvidados —zorros, comadrejas…— que vuelven como de una vieja conseja e importa su fábula como si fuera actual.

Hablaba y hablaba María Ruiz de un incendio que acabó con la finca de unos parientes ricos, con los que ella vivió alguna vez, y repetía como si sonara encima de sus cabezas la canción de la campana de la iglesia llamando a los vecinos. La campana, que en la mente de Sonsoles encontraba su justo eco en aquella otra de paz, de serenidad, de paraíso, del convento lejano. Y el incendio en el alto mediodía, que, descrito por María, era la voz del capellán hablando del infierno, en el que entraban los apóstatas y los lujuriosos y los criminales arrastrando pesadas cadenas de hierros al rojo que les quemaban los pechos, los sexos, las muñecas.

María seguía con su recuerdo pintando para todas los rostros sudorosos y negros de los vecinos que intentaban apagar el fuego. Y un rostro sudoroso y negro, tan negro como las mismas entrañas de la noche, nunca olvidado, pero del que jamás habló, apareció en las parejas rememoraciones de Sonsoles y fue acaso aquel mismo rostro el que le impulsó a hablar, por vez primera ante las mujeres del castillo, de cosas, de hechos horribles que ella conocía. Por eso, cuando terminó o hizo una pausa para terminar la historia y comenzar otra María Ruiz, Sonsoles principió a hablar.

El estupor de María Ruiz, la alegría de Ernesta, el dejo de verdadera atención de Felisa hicieron grávido el primer silencio, al que habían servido de prólogo las palabras de Sonsoles:

—Debía de tener yo unos dieciocho o diecinueve años…

Dieciocho o diecinueve años en la vida de Sonsoles era algo incomprensible, que se escapaba del posible cálculo, aunque se sabía que era ciertamente joven, más o menos como todas, a pesar de que la figura desmintiese la edad. Porque las mujeres del castillo tenían de común la juventud cauterizada en el orden y en la disimulada disciplina de los puestos. La vejez haciendo patente su presencia en sus cuerpos, aunque también resultase —María lo comparó en una conversación— que las mujeres al parecer desgastadas, arrugadas, envejecidas, fuesen como las manzanas arrugadas y envejecidas, jóvenes, lozanas por dentro, con el aroma y el sabor más fuerte y vivo.

Sonsoles hablaba pausadamente y contaba algo que, estando fijo en su mente, le servía para disculpar el no contar aquello que en ella bullía tras los márgenes del tiempo y del recuerdo.

—Debía de tener yo dieciocho o diecinueve años —la imprecisión adrede la fortalecía en el ocultar la realidad bajo la narración— y fue por el otoño. Vivía entonces en casa de mi abuela, que acababa de morir, y aún no sabía que tendría que volver a mi pueblo, donde quedaban casi todos mis parientes. Entonces ocurrió.

María Ruiz escuchaba atentamente, buscando en las palabras de Sonsoles, a la espera de la primera vacilación que le sirviese para dar una explicación segura de la historia, porque intuía que bajo lo que contaba se extendía una confesión, seguramente a medias, pero siempre muy importante para una mujer que como ella no ocultaba su interés por las vidas de los demás.

—Había una muchacha muy guapa. —Sonsoles hizo una descripción de la joven dando el tipo contrapuesto a ella misma, torpeza psicológica que no pasó inadvertida para María Ruiz— que andaba con un primo suyo medio enamorada. Y un día ocurrió lo que tenía que ocurrir. Entonces el primo se marchó del pueblo. La muchacha era amiga mía y me lo contó; yo creo que era la única persona que juntamente con el párroco sabía lo que le había pasado. El primo dejó el pueblo para irse a trabajar por la provincia de Ciudad Real. Dijeron que lo pasó muy mal y que estaba arrepentido de lo que había hecho. Volvió al pueblo, pero para entonces la muchacha se había marchado a otro sitio. El primo se quería casar con ella y un día me vino a ver. Anduvo rondando, sin atreverse a preguntarme, y entonces…

María Ruiz estiraba el cuello sorbiendo las palabras de Sonsoles. Luego rió picarescamente.

—¿Qué, el primo era guapo…?

El retintín de su voz molestó a Sonsoles. Frunció las cejas y luego recobró el gesto apacible.

—No sé para qué cuento estas sosadas —dijo.

Felisa le advirtió:

—En algo hay que pasar el tiempo, mujer.

Ernesta la animó:

—Sigue, sigue, que es muy interesante. No le hagas caso a María…

En el silencio oyeron golpear la puntera de la bota del hombre de guardia en una piedra. Sonsoles podía hablar tranquilamente. Había pasado mucho tiempo, tanto tiempo como desde el sonido de la bota sobre la piedra del hombre de guardia hasta el momento en que estaba pensando en continuar. El tiempo no tenía medida fija. Los hechos contaban el tiempo. La marcha del primo y la narración de la marcha, y, ocupando el banco o el silencio que distancia las cosas, otra vida, su vida matrimonial. El golpe en la piedra y la continuación de la historia, y separándolos un gran silencio, que daba lugar a pensar, es decir, a que transcurrieran años, verdaderos años, en un solo momento.

—Bueno, pues entonces me dijo lo que le había ocurrido con mi amiga, y que estaba arrepentido y que quería casarse. Me preguntó si yo me había enterado, antes de que él me lo contara, de todo aquello.

—¿Y qué le contestaste? —interrumpió María Ruiz.

—Le dije la verdad. Se quedó muy sorprendido. Él creía que las mujeres… bueno, no sé… creía que esas cosas para las mujeres eran secretos terribles.

—Claro que lo son —dijo María.

—Deja escuchar —gritó Ernesta.

—Estuvo en el pueblo algunos días. Se enteró de que mi amiga se había casado con uno de la ciudad y que vivía contenta. Luego desapareció. Yo supe donde iba porque me lo dijo. Pero en el pueblo no se enteró nadie.

La historia quedó un momento suspensa. Continuó:

—Se fue triste, yo creo que estaba de verdad enamorado de la chica. Lo que pasa es que se adelantó y luego llegó tarde. Suele suceder a veces. Entonces no hay remedio.

—Claro que hay remedio. En las cosas de los hombres y las mujeres, siempre hay remedio; lo que se necesita es valor para remediar las cosas —afirmó María.

Sonsoles bajó la mirada; después, casi con humildad, habló:

—Puede que tengas razón. Todo tiene remedio. Pero el hombre se marchó y no volvió a ver a mi amiga. Marchó para América.

Al oír la palabra América, Ernesta, que tenía una idea primitiva de la emigración, se alborozó.

—Seguramente ya será millonario, ¿verdad?

—No lo sé.

—Esas cosas —aclaró María—, no se saben hasta que vuelven. Y lo mismo pueden volver más pobres que salieron, que con una carretada de billetes. Vete a saber: tal vez se ha casado.

—No creo que se casase. No era hombre para olvidar.

—¿Y tú por qué lo sabes tan fijamente?

Sonsoles se inquietó.

—A mí, al menos, me lo pareció entonces así.

La voz del marido de Felisa se escuchó potente llamándola. Felisa se levantó de la silla.

—Ya voy —respondió a gritos; luego, como hablando consigo misma, añadió—: Alguna nueva barrabasada de los chicos. No puede estar una tranquila ni un segundo. Dan más que hacer que… —le falló la comparación.

La silla quedó vacía y las tres mujeres guardaron silencio. Como un rumor se oían las esquilas de las ovejas pastando el yerbal de la base de las murallas en el exterior del castillo. La voz brusca y juvenil del pastor vibraba en la tarde calurosa. El rebaño, medio amodorrado, se movía como un oleaje lento, de sucia espuma, de un lado a otro, conducido por la cayada, la voz y el tino del pastor. Las tres mujeres siguieron en silencio un buen rato.

* * *

Ruipérez hacía dos días que había salido para el frente. El frente era en aquellos momentos palabra, en boca de todo el pueblo, que todavía no tenía un sentido muy claro. El frente, la lucha, la muerte eran palabras que se irían llenando con el tiempo, rebosándose al fin, de todo lo que presuponían, pero de una forma tangible, de una manera trágica.

Hacía dos días que había salido para el frente. El padre de Felisa seguía en la cárcel. El pueblo lanzaba su carga de hombres hacia la montaña. Llegaron nuevos hombres que apenas paraban unas horas, o una noche, o una tarde, o una mañana. Los reclamaba el frente. Y se iban. Se iban cantando a veces, como si fueran de romería. Parecían decir a las mujeres, a las gentes que los despedían: «Esperadnos, que volvemos en seguida, mañana, o tal vez pasado.» Pero se iban y los que llegaban eran nuevos.

El estupor siguió a la alegría, y al estupor siguió una especial tristeza cuando del frente, de la lucha, de la muerte, comenzaron a regresar en camiones, como habían ido, los primeros heridos. Era la sangre que había roto sus esclusas e inundaba las palabras que antes eran como una vaga promesa, como una vaga flor para los hombres. En el pueblo, las escuelas fueron habilitadas como hospitales de sangre.

El padre de Felisa seguía en la cárcel. Felisa se encontraba en la puerta, con un grupo de mujeres que llevaban las cazuelas rancheras con comida para sus hombres. Se conocieron en la espera diaria. Hablaban en voz baja de las cosas de la guerra. Felisa callaba y escuchaba. La asustaba el caudal de odio de algunas, la enternecía el dolor de otras. Muchas le repugnaban. Se apartaba para no escucharlas. Aquel susurro del grupo era como una agua turbia en la que distinguían los diferentes latidos del corazón humano. El ritmo acelerado, apasionado, buscador de la tragedia. El pausado, acompasado, sereno caminar. La pena, el riesgo compensado, la furia, el amor, el odio…

Felisa pudo conversar con su padre, gracias a un amigo de Ruipérez, que la conocía, una tarde. Fueron escasos los minutos para lo que se tenían que decir. Primero se miraron. La hija midió al padre en su dolor. Estaba más viejo, mucho más viejo, y apenas habían pasado siete días. Caminaba el tiempo aprisa. El padre comenzó a hablar con inseguridad. Repetía constantemente: «Locura, esto es una locura.» Después preguntó por todos. Y fue preguntando. No, él no estaba mal; solamente le preocupaban las cosas de fuera: el dinero, el pan de cada día, la carga de todos para la hija. Había que esperar, le habían dicho que la cosa se arreglaría… Sí, tenía un dolor en las espaldas, poco importante, naturalmente, más que nada el disgusto o la impresión de verse preso… No tenía que preocuparse nadie, él era de hierro… ¿Cómo que no era de hierro? Él había resistido siempre hasta lo último, había trabajado toda la vida y estaba fuerte, tieso… Él era como una buena traviesa, que ni se parte ni se pudre… No tenía quejas de la comida…

—Y el pequeño, ¿qué hace?… Llama al médico, a don Antonio, sí, en cuanto le pase algo… ¿No está?, ¿está en el frente?… Hay que tener calma… cuidaos, cuidaos, cuidaos…

Felisa volvió a su casa demasiado entristecida y preocupada para considerarse incapaz de sonreír cuando los pequeños le preguntaron por el padre. El padre volvería pronto, muy pronto. «Tan pronto, Nina, que no tienes por qué poner esa cara de preocupación… y tú tampoco, que lo que tienes que hacer es estudiar algo para cuando comience la escuela y jugar menos porque sino se te va a olvidar todo lo que has aprendido en este curso.» Felisa regañaba o consolaba, amenazaba o premiaba. «Papá ha dicho que cuando vuelva te va a dar una buena por lo que hiciste ayer, que se lo han contado.» Se le acercaba uno de los pequeños, mimoso: «Sí, cariño, ya le he contado que tú eres muy bueno y que ése tiene que aprender mucho de ti; claro, hombre, que se lo he dicho a papá; ya verás cómo te compra algo, para que ése se muera de envidia, que es más malo que arrancado…»

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