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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (8 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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—¿Y no quieres otra cosa?

—No; sólo pan.

El pan y el vino de los atardeceres del verano eran para Juan Martín partes integrantes del todo del descanso. Felisa le tenía preparado el porrón, refrescándose en el fregadero; a veces, por indicación de la madre, le quitaba vino y añadía agua, por un sentido pequeño del ahorro, pero el padre lo notaba en seguida y se enfurecía. Cuando era más niña le había costado aquella maniobra más de una bofetada; ahora el padre gritaba y rabiaba hasta parecer ridículo. La madre le solía calmar.

—Tanto escándalo para nada. Si el vino tiene agua, la chica no es la culpable. El de las culpas es el tabernero. Todos debían desaparecer y con ellos vosotros, que los hacéis ricos, que sois unos tontos.

La madre defendía a Felisa pocas veces, porque pocas veces tenía ocasiones. Se limitaba normalmente a contemplarla, a verla ir y venir, trajinando, gritando detrás de sus hermanos, dando un cachete a alguno, limpiando a otro.

Las gotas de agua se deslizaban de la parra. Felisa acababa de cumplir diecisiete años. La madre, con su último parto, había perdido todas las energías. Estaba sentada tras la ventana, charlando con Felisa, que tenía en los brazos bien arropado al hermano pequeño, de no más de tres meses de edad. Esperaban la llegada de Juan Martín.

Juan estaba sin trabajo desde los sucesos de octubre. El invierno se presentaba malo. Todavía les quedaban algunos ahorros, muy pocos, que iban gastando —según ellas decían— con cuentagotas. Las primeras semanas del despido de Juan conservaba éste todavía el gesto alegre, no había perdido su buen humor habitual. A medida que fue pasando el tiempo, la preocupación de encontrar trabajo, ya que el ser admitido en el antiguo lo reconocía como imposible, se fue apoderando de él. Parecía estar invadido por el miedo. Miedo a lo que posiblemente ocurriría en caso de que no se pusiera pronto remedio a la situación.

El hermano que seguía en edad a Felisa, trabajaba ya de pinche en un almacén. Ganaba poco y aquel poco dinero servía para comprarle ropa. Una ropa de hombre, que hasta entonces nunca había llevado. Pantalón largo y chaqueta, zapatos, unas corbatas compradas en una liquidación. Al principio se encontró incómodo; luego se acostumbró y deseó que todo su poco y primer dinero de hombre fuera empleado en su ropa.

Los hermanos pequeños iban a la escuela como siempre y esperaban en los comienzos de aquel diciembre el día de las vacaciones, para las que hacían proyectos y planes, que cambiaban todos los días. Los dos pequeños, el que tenía en brazos Felisa y el que correteaba por la casa, o jugaba con el perro del padre, no vivían aún para la tristeza de los mayores.

Juan tuvo oficios de ocasión. Trabajó de calderero en una empresa durante algunos días; entró en un garaje a limpiar coches; ganó algún dinero haciendo de fontanero por el vecindario. El sindicato funcionaba mal. Su sueldo de obrero parado le era abonado rara vez. Ya no hablaba de política. Su mirada tenía en algunos momentos un brillo anormal. Cuando un compañero le preguntó un día qué hacía ahora que no trabajaba en el ferrocarril, le contestó tras un largo silencio:

—Almaceno odio. Creo que tengo derecho a almacenar odio. ¿Qué te parece?

El compañero lo contó en la taberna.

Una noche fueron a buscarlo, después de cenar, algunos obreros del ferrocarril. Lo encontraron sentado, contemplando como jugaban los hijos con su perro. Le dijeron, con esa voz colectiva de las multitudes, de los grupos:

—¡Vamos, Juan, que tenemos que hablar contigo!

Y Juan les contestó que no tenía nada de que hablar con ellos. Insistieron. Juan se echó sobre los hombros el viejo impermeable oscuro de los días de trabajo. Fueron a una taberna.

Y bebieron, bebieron mucho. Juan contestaba a las proposiciones que se le hacían.

—No, yo quiero ser quien soy. No quiero ser el carnet número tantos de ningún partido. Quiero ser quien soy. Si estoy sindicado, si hice cuando había que hacer lo que tenía que hacer, es porque era mi obligación; tenía derecho a ello y deber de hacerlo. Se ha entendido mal. Pues bueno, pues me aguanto, pero quiero ser quien soy. No me vengáis con monsergas.

Una voz, la voz de las claudicaciones, que nace silenciosamente de los grupos de las multitudes, se levantó frente a él como una serpiente, como la serpiente bíblica que acaso no fue otra cosa que la encarnación de una voz.

—Lo del sindicato cada vez irá a peor. Ya lo verás. Tú tienes muchos chicos y lo que te decimos es por bien de ellos. Con nuestra ayuda las cosas marcharán mejor. El partido nunca abandona a sus hombres. Piénsalo.

Luego se hizo una falsa alegría. Se cambiaron las conversaciones y pidieron más vino. Juan estaba preocupado. Agarró con sus manos de obrero un vaso, lo bebió de un sorbo y afirmó:

—Lo pensaré. Es verdad, tengo que pensarlo. ¿Quién soy yo? ¿Quién soy yo para creer que las cosas se me van a arreglar solas? Lo pensaré. Naturalmente que lo pensaré.

Felisa estuvo esperando a su padre hasta muy avanzada la noche. Nunca se retrasaba tanto. Se sentó pegada al fogón de la cocina, porque hacía frío. Mientras esperaba, limpiaba lentejas, las lentejas de todos los días, que eran para ella una especie de rosario familiar y obligatorio de los años de su niñez y adolescencia.

Oyó ruido en la puerta. Hizo ademán de levantarse, pero ya sentía los pasos de su padre por el estrecho pasillo. El padre entró en la cocina. Felisa lo vio acercarse vacilante. Le preguntó si le pasaba algo. Juan contestó que no, y su negación fue bronca, alargada. Luego se fue a acostar. Felisa siguió limpiando lentejas, pensando que era la primera vez que había visto a su padre borracho.

A principios del año 1936, murió la madre. Juan Martín tuvo una discusión con su hija porque no quería que fuese enterrada católicamente.

—Déjate de curas, Felisa —dijo—; los entierros tienen que ser sencillos. La mujer de un obrero no tiene por qué llevar un cura delante cantando. La mujer de un obrero tiene que ser enterrada sencillamente, como ha vivido toda su vida.

El argumento no era válido. Felisa le replicó:

—El entierro va a costar lo mismo si viene el señor cura que si no viene. Ella iba mucho a la iglesia y quería que la enterrasen así. Y así la enterraremos. Y si tú no tuvieras todos esos líos que tienes en la cabeza, también te gustaría que la enterrasen así.

—Pero ¿tú qué sabes, chiquilla?, ¿tú qué sabes? A tu madre la enterraremos como digo yo.

—A mi madre la enterraremos como ella dijo. No la vamos a enterrar como un puerco podrido. Se hará lo que ella pidió.

Juan Martín vociferó durante largo rato. Felisa andaba por la casa, ayudada por una vecina en los arreglos del entierro. Juan se marchó a la calle. Quería explicar a los amigos por qué la iban a llevar a enterrar con un cura delante.

—Son cosas de mi hija —dijo a uno—, cosas de mujeres. Hay que respetar la libertad; si ella quería que se hiciese así, pues que se haga así. Yo no me opongo. A las mujeres les consuelan todas esas cosas. He preferido no disgustar a nadie.

—Claro, claro.

—¿Es que tú no hubieras hecho lo mismo? —preguntó rabioso, sintiéndose ridículo—. Di: ¿es que tú no hubieras hecho lo mismo? Hay que respetar.

—Sí, sí, hombre, hay que respetar.

Felisa no se dio cuenta de la falta de su madre hasta que pasaron varios días. La madre no la ayudaba más que con la palabra, pero con la palabra bastaba para sentir que no estaba sola luchando contra la casa, contra su casa, en una batalla continuada y agotadora. La madre, con sus palabras, hacía tanto como ella. Se encontró un poco desvalida, pero luego el mismo trabajo la apartó del recuerdo y del desconsuelo.

De los seis hermanos de Felisa, cinco eran varones. La niña tenía nueve años. El mayor ganaba ya un buen jornal. El segundo de los varones había dejado la escuela y estaba trabajando en un taller de aprendiz de mecánico.

En febrero hubo una gran huelga. Felisa intentó por todos los medios que su padre no saliera a la calle. Pero Juan Martín y su hijo mayor salieron a la calle y regresaban tarde la mayoría de los días. Felisa cogía a los pequeños en brazos y les contaba historias cándidas y serenas, mientras su corazón, agitado, temía por el padre y el hermano. Llegaban tristes, huraños. Juan se sentaba y conversaba con su hijo en voz baja. Felisa atendía, muda, a los gestos de ambos. Su inquietud no se traslucía. Los pequeños estaban acostados, dormidos ya desde hacía tiempo, y Juan y el hijo mayor cenaban. Felisa servía los platos sin hablar. Alguna vez Juan la miraba y parecía querer decirle algo, pero luego sus ojos se fijaban en su hijo y seguía conversando.

Felisa conoció a un guardia joven llamado Regino Ruipérez. Un día la acompañó hasta su casa. Juan lo vio. Juan no estaba conforme con aquello, pero no hubiera dicho nada si su hijo mayor no le hubiese azuzado.

—Padre, Felisa tiene relaciones con uno de esos…

—Ya lo sé.

—¿Y no le vas a decir nada?

—Ya veré. Ahora, déjala.

—Se va a hacer una zorra, ésos no van a nada bueno.

—Cállate, muchacho.

Juan Martín, al día siguiente, antes de partir para el trabajo, anunció a su hija:

—Tengo que hablar contigo, a la hora de comer, sobre ese acompañante tuyo.

—¿Quién, Ruipérez el guardia?

—Sí, ése debe de ser.

Felisa rió con ganas. Se serenó.

—¿Y por qué?

—Porque no quiero que te acompañe.

Juan Martín salió para el trabajo. Sentía cierta vergüenza por haberle dicho aquello a Felisa. Se reprochaba el haber seguido las indicaciones del hijo. Pensó que aquel muchacho estaba envenenado. Se lo repitió varias veces: sí, el chico está envenenado.

Cuando llegó de trabajar, encontró a Felisa discutiendo con su hermano. El muchacho la había amenazado. Juan quiso imponer la calma, dejando sentir una incierta serenidad paternal.

—Estaría bueno que precisamente ahora riñerais por tan poca cosa.

—Es que yo me dejo acompañar y salgo —dijo Felisa— con quien me da la gana.

—Bueno, con quien te da la gana no, porque para algo estoy yo aquí y soy tu padre.

Felisa calló. El hermano se ensañó con ella.

—Te debería dar vengüenza salir con un enemigo de los obreros.

Felisa principió a trabajar en algo que necesitaba urgencia aparente. El hermano insistió.

—Lo que haces tú es renegar de tu clase. Ya veremos hasta dónde llegas en tus cosas. Serías capaz hasta de liarte con él, o de casarte.

Felisa levantó la cabeza un momento y le miró tranquilamente.

—Naturalmente que sería capaz de casarme —dijo.

El hermano alborotó iracundo; luego, Felisa se rió.

—Me hacéis mucha gracia; si madre viviera, se reiría de vosotros. No sabéis que para lo que está en el mundo una mujer es para casarse y tener hijos, y no para cuidar de los que tienen los demás. Por vuestro gusto me tendríais aquí toda la vida, considerando, además, que ésa era mi obligación. Pues me casaré con ese que tanto os molesta, o con cualquier otro, pero me casaré y allá os la compongáis.

Juan Martín quedó un momento estupefacto.

—Basta, basta —fue levantando el tono de voz y alargando las palabras—. Basta he dicho. Aquí sólo se hará lo que yo mande.

Los dos hermanos guardaron un silencio hostil.

Aquel sábado Felisa regresó a casa sola. Había paseado por la acera de la calle central a partir de la hora en que había quedado con Ruipérez. Había paseado cogida del brazo de su amiga durante mucho tiempo. Hacía calor y en un aguaducho tomaron un Orange a medias. La inquietud de Felisa se transparentaba en el modo de mirar a todos los sitios con movimientos nerviosos de cabeza. Estaba tan desasosegada, que la conversación de su amiga apenas la entendía.

No dio importancia a que su padre y su hermano no hubieran regresado, a pesar de que la hora era ya bastante avanzada. Esperó como siempre. Sobre las doce de la noche comenzaron a oírse disparos sueltos de fusil; después del ruido carraspeado de una ametralladora. Pasó tiempo. Circularon coches a gran velocidad. Llamaron a la puerta.

Era una vecina. Entró con cara asustada.

—A tu padre lo han detenido, me he enterado por una amiga. No se les puede ir a ver. Ella ha intentado llevarle a su marido mantas y le han dicho que hasta mañana, después del mediodía, no hay nada que hacer.

La vecina hablaba casi a gritos. Felisa le hizo señas de que bajara la voz.

—Por favor, los pequeños están dormidos y como se despierten…

Seguía la vecina:

—Hay tiros por todos los lados. Es la revolución. Creo que en el Ayuntamiento mataron a uno.

—No se preocupe, mujer, esto pasará.

La vecina lloraba y se abrazaba a Felisa.

—¡Ay, Dios mío, qué les habrá pasado a los de casa!

—Cálmese, mujer. Tome asiento. Cálmese.

La mujer marchó un poco antes de las dos de la mañana. Felisa miraba constantemente el reloj despertador, colocado sobre uno de los vasares de la cocina. Luego, al quedarse sola, pensó en su padre y en el hermano. El que le preocupaba era el hermano. Le embargaba un sentimiento a medias de pena y de ira por el hermano. «Si le pasa algo, se lo tiene bien merecido —pensaba—, pero que no sea mucho lo que le pase. Un susto, un buen susto, es lo que merece por meterse donde no le llaman.»

Con la amanecida los disparos se iban espaciando, pasaban menos coches por la calle. Felisa sintió frío y encendió la lumbre de la cocina, que había dejado apagar en el duermevela de la alta madrugada.

El sol teñía de violeta unas nubes lejanas. El azul del cielo era todavía pálido. Comenzaban los pájaros a piar. Entró un momento en la habitación de los pequeños; uno de ellos sé despertó y le preguntó si era hora de levantarse. Felisa le chistó. No, no era hora de levantarse. El niño se durmió automáticamente. Ella ajustó las contraventanas, todavía se colaba un rayito de sol que daba sobre la colcha caída de una de las camas. Cubrió al durmiente, que enseñaba toda la pierna y la nalga, destapado y con la camisa subida por encima de la cintura.

Felisa esperaba. Los niños se levantaron. Les tenía preparado el desayuno. Le preguntaron por el padre. Ella les dijo simplemente que estaba detenido y que no se preocupasen. Luego fue preparando algunos alimentos en una bolsa y dobló una manta sobre una almohada de funda muy limpia. A las diez de la mañana no esperó más y salió hacia la cárcel. Recomendó a la hermana que se hiciera cargo de los pequeños, que regresaría en seguida, y al hermano aprendiz de mecánico que no se ausentase de la casa.

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