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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama

El fulgor y la sangre (4 page)

BOOK: El fulgor y la sangre
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—Hubiera quedado mejor si la llego…

—He oído contar —dijo Sonsoles— que mucha gente guardaba el trigo hasta de tres cosechas. A muchos les salió mal, otros hicieron así el dinero.

Dejó de prestar atención a las puntadas. Posó la mirada en el blanco revoltijo. La ropa, así, limpia y olorosa, le daba sueño. Sin embargo, cuando se tendía en la cama no conseguía dormir. Pedro le había dicho que tenía que ir al médico. No. No quería que la viese el médico. Pedro tenía razón. Algún día tendría que ir al médico. Sin embargo, procuraría resistir todo lo posible. Recordó lo que siempre decía su marido: «Estás de mal humor porque no duermes; te duele la cabeza porque no duermes; te vas a volver loca como sigas sin dormir.»

—En mi pueblo —afirmó Felisa— antes de la guerra había dos familias de antiguos ricos que no tenían donde caerse muertos. La guerra los arregló.

Sonsoles siguió el senderillo de puntadas por la ropa. Pedro estaba también inquieto, desasosegado. «Acabaremos todos locos si tú empiezas por no cuidarte y tenernos a todos nerviosos.» Clavó la aguja. Felisa seguía contando historias de ricos y pobres, de ocasiones salvadoras. Sonsoles se levantó de la silla y estiró su falda sobre las anchas nalgas.

—El dinero, aunque sea más malo que un pecado, ayuda a vivir —dijo Felisa.

Sonsoles llamó a su hijo.

* * *

La abuela de Sonsoles era una mujer alta, de piel arrugada y morena, que tenía el rostro como una bola de papel de estraza en la que se hubieran clavado dos alfileres de cabeza negra. La abuela tenía ojos de comadreja y unas manos largas, temblorosas, que daban miedo a Sonsoles porque le parecían despegadas de su persona, con vida diferente, como dos alacranes. La abuela se hizo contar la historia dos veces. Las tres mujeres quedaron en silencio. La abuela, al cabo de un rato, sacó un rosario de simientes amarillas y principió a rezar. Lo ofreció, tras una vacilación, por el muerto.

Sonsoles iba a cumplir catorce años en septiembre. La abuela le había ordenado que vistiera de luto por la muerte de su padre hasta que cumpliera los quince. Sonsoles vistió de negro. Su madre no tomó parte en la orden. Su madre siempre vestía de negro. Sonsoles no se la imaginaba con ropas de otro color. Era madre, y las madres y las abuelas tienen que vestir de negro. Las mujeres tienen que vestir de negro desde que se casan.

En septiembre cumplió catorce años. Poco después comenzó a tirarle el pecho. Primero descubrió los abultamientos de las tetillas, como dos aceitunas. Luego descubrió otras muchas cosas. Dejó de jugar con los muchachos en los pajares. Dejó de saltar con las faldas al aire en la plaza, junto a la fuente, que no medía el tiempo en su constante dar agua de día y de noche, en invierno y en verano, con la misma intensidad. La fuente, pensó alguna vez Sonsoles, no es ni joven ni vieja, ni antigua ni moderna. Una piedra, una teja, un caño: es lo mismo. Pero la fuente no varía como otras fuentes que se secan en el estío o que repentinamente desaparecen. Aquella fuente había creado el pueblo en su torno. Aquella fuente era parte de la riqueza del pueblo. Más antigua que los huesos más antiguos del cementerio, más niña que los balbuceos como de agua de palabras, de la boca más niña de los habitantes.

Acabó la guerra. Regresaron hombres al pueblo, un poco desconocidos para todos, transformados. Alguno faltó. Sonsoles conoció a un primo suyo.

Aquel verano Sonsoles ayudó mucho en la casa. Su madre parecía haber caído en un estado hipnótico, profundo y luminoso, que le entrampaba la mirada durante mucho tiempo en un objeto cualquiera, hasta que, con un esfuerzo, lograba desasir sus ojos de él, para llevarlos y sumirlos en otro. La abuela dejó correr su mano, de curvado y largo dedo medio, por la cabeza de Sonsoles en una caricia mecánica e imprevista, fijos los ojos en la mujer a punto de soltar sus postreras amarras y partir hacia la oscuridad. La abuela dijo en una recién encontrada voz, voz de otros años, tierna y amarga como un fruto madurado en exceso: «Morirá antes del otoño.»

Y la sentencia, hecha de adivinación y pena, de la misma cercanía a la muerte, sonó en la cabeza de la nieta como el golpear de dos piedras, enemigas y distantes, en su insolidario ser.

Aún intentó Sonsoles un esfuerzo de búsqueda. Buscar dentro, en el rincón más fresco y oculto de su inteligencia, la esperanza de que la vida de su madre persistiría, de que su muerte era como un hurto controlado, y por tanto inadmisible, que se le hacía a su propia existencia. Pero llegó el convencimiento en la muerte y, entonces, se abrazó a la abuela.

La abuela habló otra vez y sentenció la vida de Sonsoles para los años futuros.

—Vivirás conmigo hasta que te cases. Cuando te cases, la casa será tuya y poco tendréis que soportarme, porque yo daré el quehacer de un pájaro.

La nieta se abrazó más fuerte y se confundió en el pecho amortiguador, cansado e inútil de la abuela.

—No me casaré —dijo— hasta que tú…

La abuela sonrió:

—Hasta que yo… No, hija mía, hasta que tú tengas edad, hasta que un hombre te sea tan necesario como respirar.

* * *

Sonsoles llamó a su hijo.

El muchacho se acercó corriendo, saltando sobre su propia sombra. Sonsoles le sacudió los pantalones, le atusó el pelo con la palma de la mano. El muchacho, inquieto, danzando en uno y otro pie, se quejaba viendo a sus compañeros continuar el juego.

—Ya está bien, madre.

—Quieto, estáte quieto, que parece que tienes electricidad.

Al soltarlo del brazo, el chico echó a correr. La madre recomendaba en balde:

—…cuidado, cuidado, ten cuidado.

Contempló su carrera, su jadeante subir a la muralla, su entrada en el grupo que lanzaba piedras fuera del castillo. De buena gana le llamaría de nuevo, sin saber por qué, para cobijarlo, para pasarle de nuevo la mano por el pelo, para hacerle las simples reflexiones de siempre: «¡Cochinazo!», agriando la voz y, sin embargo, llena la palabra de cariño.

—Pareces un gitano. Te arrastras por todos los sitios. Contigo da lo mismo esmerarse que vestirte de saco. Eso es lo que había que hacer: vestirte de saco.

Lo vio sobre la muralla, recortado en el cielo azul. Pensó en el tiempo de su nacimiento, en su embarazo angustioso, en la alegría dolorosa del parto. En aquel ser había mucho más de ella que de su marido. Ahora ya no era aquella mancha de carne que compartía su lecho y lloraba cuando tenía hambre y se ensuciaba y enfermaba misteriosamente; ahora iba para hombre, iba también paulatinamente separándose de ella. Notaba cada día cómo crecía la distancia. Quiso llamarle. Si alguna vez encontraba palabras, cuando fuera mayor le explicaría. Pero ¿qué le explicaría?

Sonsoles volvió la espalda al grupo de muchachos y entró en la casa. En la entrada, a la derecha, estaba la cómoda de la abuela, grave como un altar; en la pared, su retrato de bodas: Pedro de uniforme; ella vestida con un traje negro de gasa. No se miraron cuando les fueron a hacer la fotografía; miraron al objetivo, juez de aquel momento, testigo que daría constancia de aquel día. Se pasó la mano por la cabeza. Ya estaba empezando a hacerse vieja. Pedro tampoco tenía la mirada tan suave, tan calma. Quiso recordar pequeños detalles de aquel día. Las primas, que la acompañaron mientras se vestía y que le levantaban las faldas para que vieran sus enaguas las mujeres que entraban a felicitarla y aconsejarla. Los comentarios, los cargados comentarios de las mujeres, sobre aquella noche que ya no recordaba, que le era imposible recordar. Sonsoles miró fijamente el retrato.

Miró fijamente el retrato y entró en la cocina.

* * *

Murió la madre un cálido atardecer en que abordaba el horizonte la luz, morada y visceral, de la tormenta. La abuela apagó la luz eléctrica y encendió velas en la alcoba de la muerta. Sonsoles, por la ventana de su habitación, veía penetrar la claridad como de vidriera de iglesia, de manto de santo, del atardecer.

Enterraron a la madre por la mañana. Llovió a mediodía. Gruesas gotas produjeron cráteres como de hormigas en el polvo, más tarde embarraron los caminos y levantaron del campo un suave y cálido perfume. Sonsoles y su abuela hablaron mucho. Por la mente de la abuela ya andaba la idea de enviarla a un convento cercano para que aprendiera labores, servidumbres de mujer, para que se preparase al matrimonio. Sonsoles no se resistió. La abuela dijo: «En año y medio te prepararán las monjas. Aprenderás cosas que en el pueblo nadie te puede enseñar. No has vivido muy libre, pero este encierro te disciplinará más. Luego podrás casarte.»

La abuela explicó a la nieta lo que sería el matrimonio:

—No es un juego. No es una comodidad. No es un deseo que has de satisfacer. Todo lo que yo te digo que no es y muchas cosas más dejan al matrimonio limpio, brillante. Sí yo te explicara lo que dicen los curas, te mentiría. Es algo que está hecho de muchas cosas. Es algo muy confuso. El odio, la ira, hasta la repulsión forman parte de él y, sin embargo, todo se va transformando en querer al otro, en estar en el otro, en creer que te debe doler la carne si al otro le duele.

Estiró las manos y cogió las de la nieta:

—Niña mía, ve preparándote para el dolor.

Sonsoles nunca había oído hablar así a su abuela. Le parecía, le sonaba lo que decía como un rezo y acaso fuera solamente una costumbre de vieja mujer de pueblo, que hablaba con la misma rara y mágica palabrería de todas las mujeres del campo. Sin embargo, aun no sabiendo por qué, la nieta había recibido de su abuela sensaciones, siempre que decía algo fuera de lo que obliga a decir lo cotidiano, que la entenebrecían, que le causaban tanto espanto como pena.

Sonsoles, por la noche, en su habitación, lloró. Oía a través de la pared la respiración profunda de su abuela y sostenía los suspiros y jadeos, llorando mansamente. Al día siguiente comenzaron los preparativos de la marcha. Preparativos hechos con gran antelación. Las manos de la abuela se posaban en la ropa de Sonsoles y se quedaban un largo rato quietas, hasta que con gran esfuerzo las levantaba y las volvía a su regazo, donde quedaban en tensión, más vigilantes que apacibles.

* * *

—Adelante.

Sonsoles se volvió.

—¿Qué viento te trae, Ernesta?

—Venía a pedirte un favor. Ya sé que son muchos los que me haces, pero te prometo que hoy no se me va sin bajar al pueblo.

—Bueno, mujer, ¿qué es?

Ernesta, lo había dicho su marido, Guillermo, un día de buen humor, abulta un poco más que un garbanzo zamorano y un poco menos… Nunca recordaba Sonsoles qué era lo que abultaba un poco más que Ernesta.

—De modo que hoy bajas al pueblo. Ten cuidado, no te vaya a sorprender tu marido jugando con las chiquillas cuando vuelva.

Ernesta y Guillermo no llevaban todavía un año casados.

—Lo que debía hacer era quedarme en el pueblo y no subir más aquí.

—Ya te acostumbrarás.

—¿Acostumbrarme? No creo que pueda llegar el día en que me acostumbre. Estoy cansada y aburrida. Tú, que ya estás hecha a esto, no lo sientes, pero yo no puedo resistirlo. Hay veces…

—Ya te acostumbrarás.

—Si supieras… Muchas veces se lo digo a él, pero no me hace caso. Dice que lo mismo se está aquí que en cualquier parte. Yo prefiero estar en cualquier parte antes que aquí.

—Ya te acostumbrarás.

—Dicen que ahora hay ocasión de traslado.

—¿Y quién dice eso?

—La madrileña. Ayer mismo lo decía. ¿Tú crees…?

—No lo sé. La verdad suele ser otra casi siempre.

Sonsoles sonrió. Ernesta, con un paquetillo entre las manos, salió de la casa. Sus palabras en la despedida eran la promesa, casi cotidiana, de la devolución del pequeño préstamo.

—No te preocupes.

Sonsoles apartó una olla del fogón. ¿A qué tenía que acostumbrarse Ernesta? ¿Se había acostumbrado ella? No era un lugar para que una mujer se acostumbrara a vivir en él. Desde el primer día odiaba el castillo y odiaba también el pueblo y la gente que lo habitaba. De allí había que marcharse, o acabaría odiando hasta a Pedro. Pero ¿qué culpa tenía él?

Sonsoles atizó el fuego y pensó que, cuando pasara el tiempo, también Ernesta se acostumbraría a decir a las mujeres más jóvenes que ella: «Ya te acostumbrarás, ya te acostumbrarás, ya te acostumbrarás.»

* * *

La colina. El caserón. La mañana. La colina, el caserón y la mañana formaban un todo agrio y gris, dulce y fulgurante. Por la colina, hacia el caserón traqueteaba la tartana rompiendo la calma de la mañana. El burrillo golpeaba con sus cascos el camino polvoriento y se producía un sonido monótono y apagado de tamboril de parche roto. Adormilaba la marcha y escalofriaban los bruscos despertares de los breves sueños de la marcha. Tenía Sonsoles los ojos agrietados para las imágenes. No percibía el paisaje pleno, sino una mínima parte, un componente de él: piedras en tumultuoso hacinamiento, matorrales oscuros o zarzales de moras de color y de estructura de postillas en los ribazos blanqueados y suaves como piel humana. Sueño y tedio convergían para empañar la visión y debilitar la conciencia de lo que a su alrededor vivía apaciguado y se tornaba fílmico y espectral.

Por el camino de la colina llegó al convento —paredes maestras de fortaleza, apariencia de cortijada donde la espadaña de la capilla se añadía a su unidad extrañamente; espadaña en que la mirada se posaba como un pájaro y de la que el oído creía percibir el sonido quebrante de una campana fina y nerviosa—. Llegó al convento. El hombre de la tartana le llevó el equipaje hasta la puerta abierta. La esperaban. La recibió una viejecita vestida de negro, inmóvil como un poyo, pegada a la pared, destacando de la misma piedra por sólo el color. Penetró.

Pasando el zaguán, entró en un patio. Alzó la vista y sintió el cielo, reposado y claro. Un cuento donde la virginidad se remansaba; y la misma virginidad penetrada la exaltó. En respetuosa y alegre soledad, Sonsoles experimentaba en su carne y en su pensamiento lo que de nuevo y buscado había en aquel patio. La palabra de la viejecita la arrastró a un como arrabal de aquella paz donde el trato con los seres tenía que llevar al desvirtuamiento de la esencia milagrosa del patio, de la primera impresión del convento. Luego la bienvenida y la consideración —en la ordenada hasta el exceso y dura, fresca y blanca, como la carne de una manzana, sala de recibir—, de que ella era un espectáculo gracioso y enternecedor a los ojos de las cuatro monjas que la contemplaban con ingenua y picara bondad. Con las cuatro monjas y la viejecita vestida de negro pasó a la capilla a dar las gracias por su feliz llegada. Los rezos melodiosos la fueron llenando y acariciando hasta hacerle consentir en la idea de que ella formaba parte desde siempre de la reducida comunidad y de que su llegada era lejanía de años hundida en el caudal de la memoria.

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