El gran desierto (26 page)

Read El gran desierto Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El gran desierto
6.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sabía por qué: hacía años que no estaba con una mujer que no fuera una ramera o una actriz de segunda categoría ansiosa de llegar a Howard. Audrey Anders lo tenía a mal traer, al extremo de que aun su magnífico trato con la Fiscalía perdía importancia. Apostar con Leotis Dineen era estúpido; perseguir a Audrey era estúpido pero significaba algo: una razón para dejar de atiborrarse de bistecs, platos gratinados y pastel de melocotones y perder unos cuantos kilos para que sus trajes de calidad le sentaran bien, aunque ambos nunca podrían verse en público.

El paisaje iba y venía; la mujer permanecía. Buzz trató de concentrarse en el trabajo. Viró al norte en Soto, internándose en las laderas escalonadas de Boyle Heights. Los judíos habían cedido el vecindario a los mexicanos antes de la guerra; Brooklyn Avenue había cambiado el olor a
pastrami
y pollo por el de maíz y cerdo frito. La sinagoga de Hollenbeck Park era ahora una iglesia católica; los viejos con gorros que jugaban al ajedrez bajo los turbintos habían sido reemplazados por pachucos con pantalones color caqui: arrogantes y acicalados, caminaban con un contoneo y hablaban como convictos. Buzz rodeó el parque, observándolos y sacando conclusiones: hombres en paro, poco más de veinte años, quizá vendiendo cigarrillos de marihuana de cincuenta céntimos y cobrando protección a los comerciantes judíos demasiado pobres para mudarse al nuevo cañón
kosher
de Beverly y Fairfax. White Fence, Flats o Apaches, con tatuajes que los identificaban entre el pulgar y el índice izquierdo. Peligrosos cuando los excitaban el mescal, la marihuana, los barbitúricos o las hembras; inquietos cuando se aburrían.

Buzz aparcó y se acomodó la porra en la parte de atrás de los pantalones, con lo cual le sentaban aún peor. Se acercó a cuatro mexicanos jóvenes; dos lo vieron venir y se alejaron, obviamente para deshacerse de alguna mercancía comprometedora, reconocer el terreno y ver qué quería ese polizonte gordo. Los otros dos se quedaron allí presenciando una pelea de cucarachas: dos bichos en una caja de zapatos apoyada en un banco, gladiadores luchando por el derecho a devorar un bicho muerto empapado en jarabe de arce. Buzz miró la acción mientras los pachucos fingían no verlo; vio una pila de monedas de diez y veinticinco en el suelo y puso encima un billete de cinco dólares.

—Apuesto por la que tiene la mancha en el lomo.

Los mexicanos reaccionaron con parsimonia; Buzz hizo una rápida evaluación: tatuajes White Fence en los musculosos antebrazos derechos; los dos chivatos eran flacos y fuertes, en el límite del peso wélter; una camiseta sucia, una limpia. Cuatro ojos castaños que lo estaban evaluando.

—Hablo en serio. Ese hijo de perra tiene estilo. Es un maestro del baile, como Billy Conn.

Los dos pachucos señalaron la caja de zapatos.

—Billy ha muerto —dijo Camiseta Limpia.

Buzz miró y vio la cucaracha manchada patas arriba, pegada al cartón en un charco de viscosidad amarilla. Camisa Sucia rió entre dientes, recogió el cambio y el billete de cinco; Camiseta Limpia cogió un palo de helado, sacó al ganador de la caja y lo puso en la corteza de un turbinto junto al banco. La cucaracha se quedó allí lamiéndose las antenas.

—Doble o nada por un truco que aprendí en Oklahoma —propuso Buzz.

—¿Qué es? —preguntó Camiseta Limpia—. ¿Un puto truco de polizonte?

Buzz sacó la porra y la sostuvo de la correa.

—En cierto modo. Tengo algunas preguntas sobre unos muchachos que vivían por aquí, y podéis ayudarme. Si hago el truco habláis. No es una delación, sólo unas preguntas. Si no hago el truco, os vais. ¿Entendido?

El chivato de la camiseta limpia decidió largarse. Camiseta Sucia lo detuvo y señaló la porra de Buzz.

—¿Qué tiene que ver esa cosa?

Buzz sonrió y retrocedió tres pasos, los ojos clavados en el árbol.

—Hijo, quémale el trasero a ese bicho, y te mostraré.

Camiseta Limpia sacó un encendedor, lo encendió y puso la llama bajo la cucaracha vencedora. El bicho trepó por el árbol; Buzz apuntó y lanzó la porra, que chocó contra el árbol y cayó al suelo. Camiseta Sucia la recogió y palpó la pulpa de la punta.

—Es la cucaracha. Demonios.

Camiseta Limpia hizo la señal de la cruz en versión pachuca, tocándose los testículos con la mano derecha; Camiseta Sucia se persignó a la manera tradicional. Buzz arrojó la porra al aire, la acunó en el brazo, la agarró y la hizo girar detrás de la espalda, la hizo rebotar en el pavimento y se la apoyó en el hombro dando un tirón a la correa. Los mexicanos estaban boquiabiertos; Buzz atacó mientras aún los tenía deslumbrados.

—Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides. Andaban por aquí con sus bandas. Hablad bien y os mostraré más trucos.

Camiseta Sucia soltó un borbotón de palabrotas en español; Camiseta Limpia tradujo:

—Javier odia a los Flats como perros. Como putos perros malignos.

Buzz se estaba preguntando si podría deslumbrar a Audrey Anders mostrándole algunos trucos con la porra.

—¿Así que esos chicos andaban con los Flats?

Javier escupió en el suelo, un gesto elocuente.

—Traidores, hombre. En el 43 o el 44 los Fence y los Flats tenían un tratado de paz. Se suponía que López y Duarte tenían que estar en él, pero se unieron a esos putos condenados nazis, los Sinarquistas, luego a los putos condenados comunistas de Sleepy Lagoon, cuando tendrían que haber estado peleando con nosotros. Los condenados Apaches les dieron una puta tunda a los Flats y los Fences, hombre. Yo perdí a mi primo Caldo.

Buzz sacó otros dos billetes de cinco.

—¿Qué más? Di cosas malas, si quieres.

—¡Benavides era malo! ¡Violó a su propia hermanita!

Buzz entregó el dinero.

—Despacio ahora. Dime algo más sobre eso, lo que recuerdes, y algunos datos sobre la familia. Despacio.

—Es sólo un rumor sobre Benavides —continuó Camiseta Limpia—, y Duarte tiene un primo maricón, así que tal vez él también sea maricón. Ser maricón es hereditario. Leí eso en un número de Argosy.

Buzz se guardó la porra en los pantalones.

—¿Y las familias? ¿Alguno tiene parientes por aquí?

—La madre de López murió —respondió Javier—, y creo que tiene algunos primos en Bakersfield. Salvo el maricón, la mayor parte de la familia de Duarte volvió a México, y sé que los padres de ese puto Benavides viven en la calle Cuatro y Evergreen.

—¿Casa? ¿Apartamento?

—Una choza con estatuas enfrente —intervino Camiseta Limpia. Se atornilló la sien con el dedo—. La madre está loca de remate.

Buzz suspiró.

—¿Eso es todo lo que recibo por quince dólares y mi espectáculo?

—Cada chivato de los Heights odia a esos cabrones —dijo Javier—. Pregúnteles.

—Podríamos armar algún revuelo. Nos podría pagar por eso —aventuró Camiseta Limpia.

—Tratad de sobrevivir —replicó Buzz, y se dirigió a Cuatro y Evergreen.

El jardín era un altar.

Había estatuas de Jesús alineadas, de cara a la calle; había un establo armado con troncos de juguete, excrementos de perro en el pesebre del niño Jesús. Buzz caminó hasta el porche y llamó al timbre; vio a la Virgen María en una mesa. El frente de la ondeante túnica blanca tenía una inscripción: «Fóliame.» Buzz hizo una pronta deducción: los Benavides no tenían buena vista.

Una anciana se acercó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó en español.

—La policía, señora —dijo Buzz—. Y no hablo español.

La vieja acarició un collar de cuentas que llevaba colgado.

—Pues yo hablo inglés. ¿Es por Sammy?

—Sí, señora, ¿Cómo lo sabe?

La anciana señaló la pared, encima de un hogar de ladrillos desconchados. Allí habían dibujado un diablo: traje rojo, cuernos y tridente. Buzz caminó hasta la pared y la miró. En la cara del diablo habían pegado la foto de un chico mexicano, y una hilera de estatuas de Jesús lo miraba desde la repisa, haciéndole el mal de ojo.

—Mi hijo Sammy es comunista —contestó la mujer—. El diablo encarnado.

Buzz sonrió.

—Parece que usted está bien protegida, señora. Ha puesto a Jesús a hacer el trabajo.

Mamá Benavides cogió un fajo de papeles de la repisa y se los dio. La página inicial era propaganda del Departamento de Justicia del Estado: organizaciones comunistas en orden alfabético. El Comité de Defensa de Sleepy Lagoon tenía una marca, y al lado una nota entre paréntesis: «Escriba al apartado de correos 465, Sacramento, 14, California, para pedir la lista de miembros.» La vieja cogió el fajo, lo hojeó y clavó el dedo en una columna de nombres. Benavides, Samuel Tomás Ignacio y De Haven, Claire Katherine estaban destacados en tinta.

—Allí está. Es la verdad. Esa Anticristo comunista.

La mujer tenía lágrimas en los ojos.

—Bien —dijo Buzz—, Sammy tiene sus defectos, pero yo no diría que es el diablo.

—¡Es verdad! ¡Yo soy la madre del diablo! —exclamó la mujer en español—. ¡Arréstelo! ¡Comunista!

Buzz señaló el nombre de Claire de Haven.

—Señora Benavides, ¿qué tiene contra esa mujer? Deme buenos datos y le daré una tunda a ese maldito con mi porra.

—¡Comunista! ¡Drogadicta! Sammy la llevó a la clínica para que se curara, y ella…

Buzz vio un espléndido comienzo.

—¿Dónde está esa clínica, señora? Dígalo despacio.

—Junto al mar. ¡Un doctor diabólico! ¡Puta comunista!

La madre de Satanás empezó a soltar alaridos. Buzz se largó de Los Ángeles Este y se dirigió a Malibú: brisa marina, un médico que le debía favores. Sin peleas de cucarachas ni vírgenes que decían «Fóllame».

La clínica Pacific Sanitarium estaba en Malibú Canyon. Era un sanatorio para alcohólicos y drogadictos instalado en las colinas a un kilómetro de la playa. El edificio principal, el laboratorio y los barracones de mantenimiento estaban rodeados por alambre de espino electrificado; el precio para abandonar el alcohol, la heroína y los fármacos era de mil doscientos dólares por semana; en el lugar se procesaba heroína para desintoxicación, según un acuerdo de caballeros entre el doctor Terence Lux, director de la clínica, y el Consejo de Supervisores del condado de Los Ángeles. El acuerdo se basaba en la estipulación de que los políticos de Los Ángeles que necesitaran el lugar podían recibir atención gratuita. Buzz se acercó a la entrada pensando en las referencias que había dado a Lux: alcohólicos y adictos de la RKO que se habían salvado de la cárcel y la mala publicidad porque el doctor Terry, cirujano plástico de las estrellas, les había dado refugio a ellos y una tajada del diez por ciento a él. Había un caso que aún recordaba con ira: una muchacha que había tenido una sobredosis cuando Howard la echó de su refugio preferido y la mandó de vuelta a la calle, a prostituirse en bares de hotel. Casi había quemado los trescientos que Lux le dio por ese negocio.

Buzz tocó la bocina; la voz del guardia de la puerta chilló en el altavoz.

—Sí, señor.

Buzz habló por el aparato que había junto a la alambrada.

—Turner Meeks para ver al doctor Lux.

—Un momento, señor —dijo el guardia. Buzz esperó. Luego—: Señor, siga hasta la encrucijada izquierda al final del camino. El doctor Lux está en el criadero.

La puerta se abrió; Buzz dejó atrás el edificio de la clínica y los barracones y viró hacia una calzada lateral en un pequeño pasaje lleno de arbustos. Había un cobertizo al final: paredes bajas de alambre y techo de hojalata. En el interior cloqueaban pollos; algunas de las aves chillaban como el demonio.

Buzz aparcó, salió y miró a través de la alambrada. Dos peones con botas y pantalones caqui mataban pollos, degollándolos con palos que tenían hojas de afeitar en la punta, las estacas cortantes que los polizontes de Disturbios usaban a principios de los 40 para capar vagos mexicanos de un tajo en los pantalones. Los peones eran buenos: un tajo, el siguiente. Los pocos pollos que quedaban trataban de correr y revolotear; el pánico los impulsaba hacia las paredes, el techo y sus verdugos. Buzz pensó: esta noche no comeré pollo en el Derby. Oyó una voz a sus espaldas.

—Dos pájaros de un tiro. Mal chiste, buen negocio.

Buzz dio media vuelta: atractivo y canoso como una definición de «médico» tomada del diccionario.

—Hola, doc.

—Sabes que prefiero Terry o doctor, pero siempre he hecho concesiones a tu estilo familiar. ¿Visita de negocios?

—No exactamente. ¿Qué es eso? ¿Autosuministro de alimentos?

Lux señaló el corral en silencio. Los peones guardaban pollos muertos en bolsas.

—Dos pájaros de un tiro. Primero, hace años leí un estudio que aseguraba que una dieta de pollo resulta beneficiosa para las personas que tienen bajo el nivel de azúcar, lo cual es típico de los alcohólicos y drogadictos. Segundo, mi curación especial para adictos a las drogas. Mis técnicos les sacan la sangre contaminada y les inyectan sangre fresca y saludable llena de vitaminas, minerales y hormonas animales. Así que tengo un criadero. Resulta económicamente ventajoso, y beneficioso para mis pacientes. ¿Qué pasa, Buzz? Si no vienes por negocios, buscas un favor. ¿En qué puedo ayudarte?

El tufo de la sangre y las plumas lo estaba aturdiendo. Buzz vio un sistema de poleas que conectaba los barracones de mantenimiento con la clínica, una vagoneta aparcada en una rampa a diez metros del cobertizo de los pollos.

—Vamos a tu despacho. Tengo algunas preguntas sobre una mujer que sin duda fue tu paciente.

Lux frunció el ceño y se limpió las uñas con un escalpelo.

—Nunca proporciono información confidencial acerca de mis pacientes. Lo sabes. Es una de las razones por las cuales Hughes y tú usáis mis servicios con exclusividad.

—Sólo unas preguntas, Terry.

—Supongo que no preferirás dinero.

—No necesito dinero, necesito información.

—¿Y si no te doy esa información irás con la música a otra parte?

Buzz señaló el vehículo.

—No me iré sin respuestas. Sé amable conmigo, Terry. Ahora trabajo para la ciudad de Los Ángeles, y podría sentir el impulso de hablar de la droga que fabricas aquí.

Lux se rascó el cuello con el escalpelo.

—Sólo con propósitos curativos, y con la aprobación del estamento político.

—Doc, ¿me estás diciendo que no le vendes mercancía a Mickey C. para sus propios recomendados? La ciudad odia a Mickey, ¿sabes?

Other books

Lucid Dreaming by Lisa Morton
Night's Landing by Carla Neggers
Contra Natura by Álvaro Pombo
Merediths Awakening by Violet Summers
Hidden Power by Tracy Lane
Merlin's Blade by Robert Treskillard
Wild Weekend by Susanna Carr
Silent Whisper by Andrea Smith